viernes, 15 de febrero de 2013

Los santos en la religiosidad indígena mexicana: entes tangibles presentes en la indisociable vecindad humana–divina. QUERETARO 2012


Los santos en la religiosidad indígena mexicana: entes tangibles presentes en la indisociable vecindad humana–divina
 
Ramiro Alfonso Gómez Arzapalo Dorantes[1]
 
Introducción
Dentro de las prácticas religiosas populares en pueblos campesinos de origen indígena, destaca la complicada organización social que gira en torno a los santos, los cuales, como personajes de orden sagrado, están cargados de significados, roles y funciones específicas dentro de la vida del pueblo que los separa radicalmente de la concepción cristiana católica oficial.
Pareciera como si la iconografía de las imágenes religiosas impuestas por los evangelizadores en contextos indígenas, hubiera sido leída desde otros parámetros culturales, dando lugar a una interpretación india de dichas imágenes. Una interpretación que resultó más acorde a su propia visión del entorno, tanto natural como sobrenatural, la sociedad humana y la organización social que los sustenta.
Ahora bien, dentro de esta vivencia religiosa peculiar, destaca la organización social que mantienen en su interior dichos pueblos indígenas, la cual, no es homogénea, pero sí presenta ciertos rasgos peculiares que parecen coincidir en cuanto al establecimiento, al interior de estas comunidades, de figuras de autoridad que el pueblo reconoce como tales aún cuando las instancias oficiales, como el Estado o la Iglesia, en muchos casos no lo hagan. Estas figuras de autoridad tienen a su cargo diversas actividades que involucran, de una u otra forma, a todo el pueblo.  Para un observador externo a estas comunidades, algunos cargos le parecerían referirse a lo que en un contexto secularizado moderno llamaríamos civil, en clara diferenciación con lo religioso, mientras que otros cargos corresponderían a la organización meramente religiosa. En el contexto de las comunidades campesinas de origen indígena, dicha separación resulta inexistente, lo civil y lo religioso forman parte de un mismo conjunto que engloba la participación humana inmersa en el cosmos, que comprende la naturaleza y también lo sobrenatural. Es claro que las realidades culturales y étnicas que vive un grupo, impulsan dinámicas comunitarias que se perfilan desde el interior de la historia de la misma comunidad. Dentro de esas dinámicas comunitarias, los cultos populares han jugado un papel muy importante en la renovación cultural frente a la hegemonía no-indígena, hasta el punto de hacer una completa reinterpretación y refuncionalización de lo que el grupo hegemónico presenta como lo “oficial”, sirva aquí solamente como ilustración lo apuntado por Renata y Luis Millones desde su experiencia en el Perú al registrar la fiesta de Santa Rosa:
 
Como en Quites, la imagen invocada responde sobre todo a la necesidad de asegurar la fertilidad de la tierra y los animales domésticos. Pero como Madre Tierra, su culto engloba otros significados, que bien pudieran estar perfilándose en la representación de Atahualpa u otros actos durante el festival. De cualquier manera, lo que está ausente y sin nostalgias es la historia canónica de Santa Rosa. Otra historia, compuesta y narrada por los maestros o amautas locales la ha reemplazado irremediablemente. (Renata y Luis Millones 2003: 105).
 
Enfoque teórico
En primer lugar debemos mencionar que este trabajo parte de un enfoque multidisciplinario que combina la labor etnográfica, en las comunidades campesinas de origen indígena en México, con los datos históricos recabados en las fuentes coloniales tempranas, en principio, y los demás documentos históricos de que se disponen a lo largo de los complicados procesos sociales que estos grupos han vivido en sus continuos reacomodos frente a los grupos hegemónicos. Este enfoque es propio de la disciplina antropológica llamada etnohistoria y que ha sido fuente de no pocas discusiones teóricas y metodológicas, tanto por parte de los etnólogos, como de los historiadores, viéndose muchas veces con recelo por los investigadores “instalados” de una manera férrea en una u otra disciplina. Sin embargo, la combinación -no arbitraria- sino coherente, ordenada, sistemática y crítica de los datos recabados en la investigación de campo en contextos indígenas, articulada a los datos históricos que proporcionan las diferentes fuentes, permite un acercamiento que resulta muy sugerente al tratar de  entender procesos de larga duración en la pervivencia de ciertos elementos ancestrales reformulados constantemente a lo largo del devenir histórico concreto de estos grupos culturales. El enfoque etnohistórico permite una interpretación donde el otro –no considerado en la historia “oficial”- tiene cabida no como mero agente pasivo receptor de todo lo que se le impone, sino como una fuerza en relación dialéctica con la instancia hegemónica, donde se dan reacomodos, negociaciones y rupturas. Se trata de dar cuenta de un proceso cultural cuya conformación apunta y sugiere, una y otra vez, a considerar que no es posible la comprensión unilateral de la historia.
Religiosidad popular campesina de origen indígena
El concepto de religiosidad popular, en muchos casos, se presta a subestimación, pues se le toma como una especie de catolicismo “de segunda”, practicado por las masas ignorantes, frente a un catolicismo original, preservado por una élite exclusiva y excluyente, que preserva su pureza, la cual es el clero. De esto, se desprende la concepción de la existencia de un catolicismo correcto, y uno desviado o desvirtuado por impurezas de prácticas medio paganas, que es –en ciertos puntos y bajo ciertas circunstancias- tolerado por el clero. Sin embargo, desde el análisis antropológico, se hace evidente que en el problema de la religiosidad popular subyace una relación de poderes que se enfrascan en una lucha constante, lo cual no implica en modo alguno la ruptura total de las partes enfrascadas, pues a la par de ese conflicto se dan negociaciones, consensos y acomodos continuos entre la iglesia oficial y los actores de la religiosidad popular.
Así pues, en primer lugar, para ubicar este problemático concepto de “religiosidad popular”, apunto y enfatizo que no lo consideramos como un término peyorativo o de depreciación, entre lo oficial y lo no-oficial, sino que lo consideramos un término útil para dar cuenta de una realidad social que se vive en un grupo subalterno (grupo indígena) que se encuentra inmerso en un contexto social más amplio (Estado-Nación), y que incorpora ciertos elementos que la oficialidad, tanto eclesial como estatal, le imponen, pero los reformula de tal manera que el resultado es un ritual acorde a su propia tradición cultural coherente con el proceso social históricamente vivido, pero que encuentra puntos de amarre con las instancias oficiales hegemónicas, de las cuales, por más que quisiera no puede librarse. Entendemos entonces dicha religiosidad popular en pueblos campesinos de origen indígena como una estrategia social que “traduce” los parámetros de la oficialidad al nivel popular, la intimidad del pueblo, el ritual, la milpa y el cerro. En este sentido la religiosidad popular tiene un papel de intermediación entre ambos sectores sociales que se mueven continuamente en la fricción y el conflicto.
El planteamiento teórico que articulamos en este trabajo con respecto a la religiosidad popular, se nutrió en primera instancia de las reflexiones que Gilberto Giménez vertiera en Cultura popular y religión en el Anáhuac (1978). Allí encontramos la primera aproximación teórica que intentaba explicar este fenómeno partiendo de un contexto ritual concreto y –sobre todo- buscando la lógica inherente al mismo, lo cual implica considerar los fenómenos religiosos populares desde la singularidad de su configuración cultural, social e histórica. De Gilberto Giménez retomamos la idea crucial de que la religiosidad popular es un proceso paralelo a la religión oficial, en el sentido de que no es una escisión o escoriación que se desprende patológicamente de un organismo sano, sino que es un fenómeno que se diferencía mucho de los parámetros oficiales, porque responde a una realidad social e histórica muy diferente a la que viven los grupos hegemónicos.
Abierta esta perspectiva de interpretación, el siguiente pilar que sostiene este planteamiento lo constituyen los aportes de Félix Báez-Jorge en su vasta bibliografía. La primera aproximación a sus atinadas reflexiones, fue a través de Entre los naguales y los santos (1998), obra que aportó en primera instancia, un sugerente ángulo de interpretación frente al complejo proceso de evangelización de los indios en los inicios de la Colonia. No se trata ni del éxito de la tabula rasa, que los frailes pretendían, ni tampoco de una máscara de cristianismo que los indios tejieron para ocultar su religión prehispánica y preservarla tal cual, inamovible e impermeable. Ante estos extremos, Báez-Jorge sugiere considerar los términos de refuncionalización y reelaboración simbólica, en un contexto social e histórico determinado. Para nuestro marco teórico, esta aportación resultó determinante, pues permite interpretar una realidad social sin dejar de considerar la existencia y empuje de los grupos subalternos. La imposición desde la hegemonía, encuentra en los grupos sometidos una respuesta dinámica donde se generan estrategias de refuncionalización simbólica, que por un lado, le dejan vivir en el nuevo contexto en que se halla inmerso, y por el otro lado, le posibilitan la continuidad histórica y cosmovisional.
Además de esta sugerencia de interpretación histórica, la citada obra sentó las bases para empezar a desglosar las “claves estructurales” de la religiosidad popular, es decir, aquellos elementos que posibilitan materialmente la vida ritual en el contexto de la religiosidad popular, tales como: imágenes de santos y sus parentescos, mayordomías, santuarios, peregrinaciones, etc. Las aportaciones de este mismo autor siguieron a través de las páginas de La parentela de María (1994), Los oficios de las diosas (2000), Los disfraces del Diablo (2003) , y Olor de Santidad (2006), obra en la que –en su estudio introductorio- presenta una recapitulación excelente de sus anteriores reflexiones y nuevos aportes acerca de la religiosidad popular. Finalmente Debates en torno a lo sagrado. Religión popular y hegemonía clerical en el México indígena (2011), donde invita a evitar la vinculación exclusiva a la instancia católica oficial, que dejaría fuera la parte “original indígena”, esa donde se dan las “rarezas” contrastables con la instancia hegemónica, y que –en este caso, desde este enfoque antropológico- es lo que más interesa, pues evidencia una realidad socio-cultural históricamente configurada en la fricción y el conflicto entre la oficialidad y las instancias populares. La expresión de Religión popular, permitiría integrar la posición –en términos de poder- que los distintos actores sociales juegan en la vivencia de estos fenómenos religiosos, sin el a priori de una referencia exclusiva y definitoria a la instancia hegemónica, ella sola como protagonista única sin interlocutor:
A lo largo de este ensayo he procurado situarme en una perspectiva desde la cual observo a la religión oficial y a la religión popular como fuerzas sociales y entidades simbólicas que (aunque sus manifestaciones puedan ser polares) en condiciones particulares llegan a expresarse de manera concertada. Erróneo sería reducir una a la otra, e igualmente equivocado sería examinarlas de manera aislada (Báez-Jorge 2011: 289).
 
En la interacción de ambos sectores sociales, se generan los mecanismos propios de las dinámicas de la religión popular, que son una ventana privilegiada para asomarnos al complejo entramado social que subyace en estas expresiones religiosas interactuantes dialécticamente.
El autor pertinentemente insiste en que los fenómenos suscitados en la religión popular, no pueden ser explicados en términos universales, sino que tienen siempre un referente doméstico, por lo tanto, no es posible dar notas definitorias decisivas acerca de los mismos que se apliquen de manera universal a todo lugar y circunstancia. La configuración histórica y cultural local es decisiva, por lo que la forma concreta que estas vivencias religiosas populares asumen en la praxis, dependen en todo sentido de las circunstancias concretas de la realidad social en la que se suscitan, en sus propias palabras:  “En tanto expresiones de la conciencia, las múltiples acepciones de lo sagrado son proyecciones subjetivas de los sujetos sociales” (Báez-Jorge 2011: 45), por lo que se requiere, en el esfuerzo analítico, colocar en primer lugar la realidad y no sacrificarla por pretensiones de corte universalista o arquetípico.
Uno de los elementos principales que a lo largo de sus obras nos lega Félix Báez, es la consideración de la relación dialéctica que se establece entre la religión hegemónica y la religiosidad popular. Una relación siempre conflictiva que se mueve en un péndulo que va desde la represión hasta la tolerancia, pasando por todos los matices entre extremos.
A la par de la lectura de Báez-Jorge, tuvimos la oportunidad de acercarnos a los planteamientos que –desde Los Andes- propone Luis Millones, ante un contexto histórico semejante y frente al mismo fenómeno de la religiosidad popular. A través de la lectura de El rostro de la fe. Doce ensayos sobre religiosidad andina (1997), podemos señalar que dentro de su influencia para nuestro enfoque, destaca lo que llama “la violencia de las imágenes”, que hace referencia directa a la interpretación india de las imágenes de los santos, releídas desde un horizonte de significado totalmente diferente al de los evangelizadores.
En cuanto a la cuestión del poder, importante elemento en la discusión sobre religiosidad popular, Noemí Quezada en su introducción a Religiosidad popular México-Cuba (2004), ubica la pertinencia de este tópico dentro del análisis del fenómeno religioso popular. Con referencia a este tema, también nos fueron de gran ayuda los planteamientos de Eric Wolf en Figurar el poder (2001).
Todos estos aportes deben contextualizarse en la forma de entender el ritual propuesto por Broda (2001 a), quien lo considera como la expresión históricamente concreta y socialmente visible de la cosmovisión. El rito no desaparece, pero tampoco permanece estático, sino que se reformula y se reorganiza según las necesidades concretas y cambios que experimenta un grupo social. El ritual plasma en la vivencia social la cosmovisión, es decir,  establece el vínculo entre las concepciones abstractas proporcionadas por la cosmovisión y los hombres concretos. Implica una activa participación social e incide sobre la reproducción de la sociedad, (Cfr. Broda 1991; 1997; 2001 a, b y c; 2004; 2005; 2007 a y b). La insistencia en el aspecto histórico y la importancia del ritual, como elemento materialmente observable, han influido decisivamente nuestro posicionamiento.
Subyace en estos planteamientos la firme convicción de que el ámbito de lo sagrado tiene cimientos terrenales, los cuales se configuran históricamente, por lo que no es posible ignorar esa configuración y determinación histórica en la aproximación teórica a lo sagrado. La especificidad que las manifestaciones religiosas asumen en un contexto social específico, dependen directamente de factores materiales históricamente determinados y no de modelos universales privados de contexto.
 
Los santos como entes divinos: presencia tangible en la vecindad humana  (inmanencia de lo sagrado)
En tiempos contemporáneos, dentro de las prácticas religiosas populares en pueblos campesinos de origen indígena, destaca la complicada organización social que gira en torno a los santos, los cuales, como personajes divinos, están cargados de significados, roles y funciones específicas dentro de la vida del pueblo que los separa radicalmente de la concepción cristiana católica oficial, acercándose su culto más al politeísmo, que a lo prescrito por el monoteísmo (Cfr. Broda 2007a: 9).
          Poco importa si se trata de una cruz, un Cristo, una Virgen o un santo cualquiera, todos son “los santos” o “santitos”, como cariñosamente los nombran en los pueblos.  No hay distinción nominal para referirse a Cristo, la Virgen, una Santísima Trinidad, un arcángel, San José, Santa  Catarina o San Juan, todos son genéricamente referidos como los santos o las santas. En el caso de los personajes femeninos, todas son llamadas también vírgenes.
Así pues, consideramos que las imágenes de los santos en las comunidades campesinas de origen indígena en México fueron reinterpretadas de acuerdo a la cosmovisión propia de los pueblos donde se implantaron, alejándose considerablemente de la explicación piadosa del clero para ser adoptados como entidades divinas cuyas funciones específicas corresponden a las necesidades históricas concretas de los hombres que les rinden culto, incorporándose con otras personalidades de carácter igualmente sagrado que definitivamente no provienen de la explicación cristiana, sino que corresponden a una concepción mesoamericana. Dicha adaptación o reformulación de los santos, no opera exclusivamente a nivel de un pueblo en particular, sino que es una constante en un conglomerado de numerosos pueblos que se engarzan en una región, auspiciando –en cierta medida- sus relaciones sociales en la figura de los santos y las amistades y parentescos que éstos tienen entre sí.
Los santos se hacen propios, se les viste como se visten los habitantes del pueblo, se les venera y trata como a personas vivas, e incluso se les castiga cuando no cumplen con sus obligaciones que están supuestas deben cumplir. Son parte integral de la vida del pueblo, no como un ello sino como un tú. Con respecto a los santos, Giménez señala:
Los pueblos han desarrollado un poderoso sistema de integración y solidaridad sobre fundamentos religiosos, haciendo depender su identidad y continuidad del culto a un santo patrono, de manera que la participación en su ciclo de fiestas sea el principal indicador de solidaridad lugareña y el criterio más importante de pertenencia a la comunidad. Esta forma de organización religiosa tiene generalmente carácter autónomo y laico, dando lugar a un interesante modelo de autogestión religiosa. El culto local al santo patrono se halla casi siempre en manos de los vecinos del pueblo, organizados en grupos corporativos llamados mayordomías. (Giménez 1978: 66).
 
            El papel de los santos como intermediarios entre Dios y los hombres, interpretación propia de la ortodoxia católica,  no es un elemento que destaque en la forma como los santos se han integrado a la vida de muchas comunidades indígenas, las cuales han valorado a sus imágenes como miembros activos de la sociedad humana, que reciben del pueblo, pero también deben corresponder, pues son parte de él. De esta manera, tenemos que los santos son parte integral de la comunidad, y como todo miembro de ésta, gozan de beneficios y tienen obligaciones particulares para con el resto de la población.
El entramado social que se articula en derredor de las fiestas religiosas del pueblo en estos contextos culturales, tiene como centro de gravedad la figura del santo o los santos celebrados. Es a partir de estas imágenes y su presencia –considerada como real- que se enarbola este complicado conglomerado ritual.
            En este sentido, quien patrocina la fiesta es el santo. Aún los mayordomos, quienes se encuentran indisociablemente unidos a los santos, como los que hacen irrumpir en la vida material la presencia y atributos del santo, se diluyen al lado de éste, quedando como meros acompañantes del personaje sagrado. Los mayordomos se convierten en una especie de “brazos y piernas” del santo (Cfr. Gómez Arzapalo 2010), pues es el santo quien “oye la misa”, o quien peregrina y visita a otros santos en sus templos; la gente se convierte en parte del cortejo del santo, pero el protagonista es éste último.
Desde esta perspectiva, la relación entre los hombres y los Santos es compleja y profunda. Se enraiza no solo en la necesidad vital de contar con seres poderosos que lo ayuden a enfrentarse con los embates de la vida y la fragilidad humana, o con las fuerzas de la naturaleza y sus fenómenos, sino que también hunde sus raíces en las creencias que ya existían en el tiempo precolombino. Creencias que fueron  armonizadas de algún modo con la nueva realidad traída por los conquistadores.
El culto de los santos fue uno de los tantos vehículos que facilitaron el proceso de evangelización, a través de las imágenes religiosas los entes divinos están presentes tangiblemente involucrados en las actividades humanas amparando además de su trabajo, a los animales domésticos, plantaciones, etc. Son protectores contra las enfermedades, catástrofes y peligros; patronos de los pueblos, considerados eficaces por sus características y cualidades en relación a los fenómenos naturales requeridos para el ciclo agrícola. Todas estas razones los hacen muy populares, a la vez que apreciados y temidos.
La forma de tratar a los santos en estos pueblos campesinos de ascendencia indígena, denuncia una concepción del mundo, la trascendencia y lo divino que definitivamente no proviene de la religión católica oficial.
            El santo se considera como una persona en sí misma, no hay distinción entre imagen y persona, por lo que la imagen del santo es el santo en sí mismo, como si fuera uno más del pueblo, pero con ciertas habilidades que los humanos no tenemos. No existe una idea tal como que el santo refleje, aquí en este mundo, una presencia del otro mundo, uno lejano a éste. Esa noción de un mundo ajeno a éste, donde residen la divinidad y sus acompañantes, parece no tener eco en estas poblaciones. El santo está presente y desde el cohabitar con los humanos ejerce sus funciones, que tienen que ver con éste mundo, en el que habita junto con los seres humanos, las fuerzas naturales y los demás seres sagrados.
            La distinción que la religión oficial hace entre este mundo y el otro, implica la separación del ámbito humano y el divino, donde la divinidad se acerca a la realidad humana, pero el fin último se concibe fuera de esta realidad. Es una visión de la trascendencia donde los ámbitos de lo humano (terrenal, perecedero, inmanente) están muy bien diferenciados de lo divino (celestial, eterno, trascendente), (Cfr. Gómez Arzapalo 2009: 253-256).
            En base a lo observado en los cultos populares en los pueblos donde he tenido oportunidad de realizar trabajo de campo en México, a saber, en el estado de Morelos (Atlatlauhcan, Yecapixtla, Cuautla, Oaxtepec, Tlayacapan, Amayucan, Tepalcingo, Mazatepec, Chalcatzingo), el estado de México (Xalatlaco, Tilapa, Chalma, Ocuilan, Amecameca) y en el estado de Hidalgo (Ixmiquilpan), esta distinción de los ámbitos humano y divino no opera, de hecho no existen en sí esos ámbitos, sino que se trata de una sola realidad, ésta, la que conocemos y en la que nos movemos, donde cohabitan el hombre, la naturaleza y los entes divinos, en una interrelación que integra a las partes en un destino común. Así, el santo, como entidad divina en sí mismo, es un habitante del mundo, un vecino del hombre, pero con cualidades y potencialidades diferentes, pero al fin y al cabo una entidad personal con la que se puede pactar, con quien se puede hablar, y a la que se puede convencer de que otorgue algo que el hombre por sí sólo o no podría o le costaría mucho tiempo alcanzar. Como es considerado una persona, tiene voluntad propia, así que es susceptible de ver influenciada su voluntad a través de regalos –o en casos extremos- castigos para presionarlo. Siguiendo esta misma línea, al ser persona, tiene a la vez gustos y disgustos, por lo que es ambivalente, pues así como da, puede quitar, tiene una faceta dadivosa, pero también castiga. Hay que tratarlo con ciertas precauciones rituales, porque se considera que tiene personalidad, humor, deseos, amistades y enemistades, buenos y malos ratos, como todos nosotros, y nadie quisiera tocarlo justo en el punto que lo hace explotar.
En este orden de ideas, y atendiendo a la dinámica cultural interna de estos pueblos,  los Santos son integrados al repertorio de entes divinos autóctonos, a través de la vivencia religiosa popular que opera en estas comunidades depositaria de un largo e intrincado proceso de resignificación y resemantización, dando lugar a un mestizaje interminable, donde en palabras de Luis Millones: “se descubre, a la lejanía, la oscurecida presencia del cristianismo, detrás de las muchas capas de un mestizaje que no concluye” (Millones 2010: 54).
De esta forma, los santos en estos contextos sincréticos, se convierten en mudos predicadores de otra historia, (Cfr. Gómez Arzapalo 2009: 7-32), expresión que responde a la forma concreta como estas imágenes innertes han sido incorporadas en la cosmovisión de los pueblos campesinos de origen indígena en México, donde son asumidos como personajes dinámicos que se consideran realmente presentes en sus cuerpos de madera,  pasta de caña, yeso o resina. Precisamente esa otra historia que predican es la que se origina lejos del púlpito, en la lucha diaria por sobrevivir, en el campo, en los problemas cotidianos que urgen soluciones inmediatas, es decir, todos esos espacios vitales donde la rudeza de la rutina hace necesaria toda la ayuda posible.
Uno de los puntos sintomáticos más relevantes dentro de las prácticas religiosas populares son las imágenes mismas de los santos. Poco importa si se trata de una cruz, un Cristo, una Virgen o un santo cualquiera, todos son “los santos” o “santitos”, como cariñosamente los nombran en los pueblos.  No hay distinción nominal para referirse a Cristo, la Virgen, una Santísima Trinidad, un arcángel, San José, Santa  Catarina o San Juan, todos son genéricamente referidos como los santos o las santas. En el caso de los personajes femeninos, todas son llamadas también vírgenes. Evidentemente esto no proviene de la enseñanza clerical, que insiste en los niveles de veneración, con las referencias a la latría, dulía e hiperdulía[2]. Más bien responde a una incorporación local que estos pueblos han hecho de sus imágenes a su contexto cultural, resignificándolas, conservando una coherencia con su tradición religiosa ancestral, y conviviendo –en mayor o menor medida- con la religión oficial. Allí donde la rudeza de la rutina hace necesaria toda la ayuda posible, las redes de solidaridad y reciprocidad se extienden más allá del vecino tangible de carne, hueso y sangre, para integrar a otro tipo de vecinos que comparten esta realidad desde su propia particularidad y posibilidades: los santos.
Los santos se muestran como verdaderos actores al interior de los pueblos y son significantes no sólo a nivel particular sino comunitario. Los santos se hacen propios, se les viste como se visten los habitantes del pueblo, se les venera y trata como a personas vivas, e incluso se les castiga cuando no cumplen con sus obligaciones que están supuestas deben cumplir. No podemos dejar de destacar  lo que Millones llama "la violencia de las imágenes" en ese proceso de apropiación de los nuevos seres sobrenaturales cristianos presentados a los indios, pues como él mismo señala en su ensayo sobre San Bartolomé, "la explicación cristiana de las pinturas y esculturas de San Bartolomé en algún momento fue superada por la violencia de las imágenes. Ellas convocaron una interpretación diferente basada en la historia cultural de los Andes y, en una ideología en formación, que resultaba más cercana a las circunstancias sociales en que vivía el poblador andino". (Millones 1997: 55). Esta noción de la "violencia de las imágenes", refiere al impacto que debieron tener en los indios las imágenes, y cómo ellos, desde su propia cosmovisión, integraron a estos nuevos personajes sobrenaturales. Báez-Jorge, por su parte, apunta que "los pueblos reaccionan ante las imágenes mediante incesantes maniobras de apropiación", (Báez-Jorge 1998: 49-50).
            El santo y su fiesta, es mucho más que una pura ceremonia religiosa sin otra repercusión, implica la organización de la comunidad en lo económico durante todo el año de preparativos e incluye el trabajo comunitario más allá de lo requerido inmediatamente para la fiesta.
            El santo queda constituido como una figura central del proceso social implícito en la fiesta religiosa, un proceso que implica una organización minuciosa, redes de apoyo, alianzas y rupturas entre familias, estrategias económicas aplicadas durante todo el año, y la participación (o no-participación) de las familias de la comunidad y la consecuente incorporación o rechazo que cada una implica.
 
Aproximación etnográfica: tres casos concretos contemporáneos
La fiesta de la Santa Cruz en Acatlán, Gro.
La fiesta de la Santa Cruz, se celebra en el contexto de la preparación a la siembra anual, de la cual dependerá el consumo de maíz para todo el año. Inicios de mayo es el culmen de la época de sequía y a finales de este mes se aguardan las primeras lluvias que marcarán el comienzo de la esperada siembra. Todos podemos imaginar lo que pasaría si esas lluvias no llegaran, pues no hay ninguna posibilidad de regadío artificial en la región y las actividades económicas en este pueblo son más bien complementarias a la actividad agrícola, es decir, el sustento se garantiza con la cosecha de temporal y en los meses del año en que no se cuida la milpa, se comercia, se emigra temporalmente o se contratan como peones en las ciudades vecinas.
El complejo festivo en derredor de la Santa Cruz se desarrolla entre el 30 de abril y el 5 de mayo, en estos días el festejo principal se lleva a cabo el día 1° de mayo y es la subida al cerro. Comienza muy temprano, alrededor de las cuatro de la mañana, para “ganarle” al sol. Se llega a la cúspide del cerro más alto de la zona aproximadamente a las once de la mañana. Allí se encuentran permanentemente tres cruces que –con ocasión de la fiesta- son ricamente ataviadas con collares de cempoalxóchitl.
Al llegar cada persona a la cumbre del cerro se saluda a cada una de las tres cruces, tocándola, persignándose, colocándole el collar de cempoalxóchitl, una bandera de México, y ofreciéndole frutas, incienso y velas chorreadas que se colocan en el piso frente a los montículos de piedras que sostienen las cruces.
 
 
La cruz ataviada para su fiesta el 1° de mayo en la cumbre del cerro. (Fotografía del autor).
 
 
Saludando a la Cruz en el día de la “Subida al cerro”. (Fotografía del autor).
 
La fiesta de la Virgen del Tránsito en Tlayacapan, Mor.
En la feria del tercer viernes de cuaresma en Tlayacapan, destaca el culto que los de Tepoztlán y Tlayacapan le ofrecen a la Virgen del Tránsito. En esta imagen se trata de una virgen de la “dormición”[3], recostada en su ataúd de cristal (de la misma forma que los santos entierros).
Esta virgen permanece todo el año en su iglesia, muy pequeña y discreta, en la zona céntrica de Tlayacapan, y para su fiesta en este cuarto viernes de cuaresma, será trasladada a la capilla del Progreso en las afueras del pueblo. El traslado tiene lugar el jueves, de tal manera que amanezca el viernes en su lugar de fiesta. La participación no sólo incluye a los habitantes de Tlayacapan, sino también a los de Tepoztlán. Es interesante recordar el relato de esta imagen, para entender esta conjunción de localidades. Según refieren los habitantes, la Virgen del Tránsito estaba antes en Tepoztlán, y fue llevada a Tlayacapan para ser restaurada. Cuando estuvo lista, los de Tlayacapan fueron a avisar a Tepoztlán que podían venir a recogerla, pues estaba terminada, ellos  acudieron a recoger la imagen a Tlayacapan, y cuando se la llevaban se puso tan pesada que no hubo manera de cargarla, por lo que se quedó en Tlayacapan. En el lugar donde se puso pesada se construyó su iglesia, y para su fiesta cuenta con mayordomía en ambas comunidades.
Volviendo al jueves del traslado de la imagen, los de Tepoztlán salen el miércoles en la noche, o primeras horas del jueves para estar en la iglesia de la Virgen del Tránsito entre cinco y seis de la mañana, allí los esperan los mayordomos de Tlayacapan con atole y tamales, para salir en procesión a la capilla del progreso. A esas horas de la mañana ya está lista, a lo largo de todo el recorrido, una alfombra de aserrín pintado. Cada familia se encarga del pedazo de calle frente a su domicilio o terrenos. En la medida de lo posible, tratan de absorber los huecos dejados por los no católicos quienes se niegan a participar, los únicos huecos que quedan, son los puentes o tramos despoblados. Cada familia saca fuera de su puerta un pequeño y sencillo altar, básicamente una mesa con un mantel blanco, flores y una imagen de la Virgen del Tránsito. Nadie puede pisar la alfombra hasta que pase la virgen, por eso, ésta encabeza la procesión, seguida por los asistentes de Tepoztlán y luego los de Tlayacapan, los cuales se van agregando a lo largo del camino. Es interesante señalar que no obstante la alfombra de aserrín quede ya descompuesta, no se barre nada hasta el sábado en la mañana. Una vez que la procesión llega a la capilla del progreso se coloca la imagen dentro del templo bellamente adornado con decenas de palomas vivas, encerradas de dos en dos en jaulas para pájaros ataviadas con banderas de papel de china de colores. Las aves permanecerán allí junto con la virgen hasta el domingo siguiente, y diario se les sirve comida y agua limpia. Es un espectáculo singular, pues las paredes del templo se llenan de arriba a abajo con clavos para colocar las jaulas, y el murmullo de las palomas encerradas junto con el olor y frescura de las flores genera una atmósfera muy agradable. Los habitantes dicen que a la virgen le gustan las palomas, y palomas le dan, es porque está dormida y el murmullo de estas aves la arrulla.
 
 
Interior de la Capilla del Progreso, en Tlayacapan, Mor. con las jaulas de palomas para que “arrullen” a la Virgen que está dormida. Fiesta de la Virgen del Tránsito. (Fotografía del autor).
 
 
 
 
Jaulas con palomas en el templo del Progreso, donde permanece la Virgen del Tránsito durante su fiesta en  el  Cuarto Viernes de Cuaresma. Tlayacapan, Mor. (Fotografías del autor).
La Danza del Tlaxinqui en Xalatlaco, Mex.
El Tlaxinqui es un personaje emblemático que baila en la danza de los tejamanileros. El tejamanil es una especie de teja hecha con madera, actualmente solamente algunas casas lo conservan, pero sigue usándose mucho en la región para casetas de pastores en el cerro y refugios de rebaños de ovejas. Esta danza es propia de este pueblo y hace referencia a la factura del tejamanil. Su nombre en náhuatl es “Tlaxinqui”, y éste es un personaje vestido con un mameluco de plumas grises verdosas, con sombrero de palma que baila en medio de todos subido en una tarima aderezada a modo que simula un cerro y avienta dulces de cuando en cuando a los espectadores. Alrededor de él avanzan en círculo, ininterrumpidamente, una fila de mujeres y una fila de hombres en vestimenta tradicional, hombres y mujeres avanzan en la misma dirección, pero sin mezclarse. Los hombres son los leñadores y piden permiso al Tlaxinqui para cortar un árbol, pidiéndole que él les indique cuál es el que pueden derribar, pues cuando se va al monte, no se puede tomar sin pedir, pues todo lo que hay tiene dueño, si se transgrede tomando lo que se necesita sin pedirlo, pueden esperarse terribles consecuencias por tal atrevimiento. No existe pues, en estas comunidades una noción de “terreno baldío” que se encuentre “ocioso”, todo lo que hay en el monte tiene su razón de ser y está regido por un dueño o señor del monte, que es quien otorga o niega el acceso a esos bienes. Cuando este personaje decide proteger los elementos del monte de un intruso transgresor, provoca males y enfermedades, o bien, un tipo de “encantamiento” donde se rompe la ordinariedad del tiempo y el espacio, dando por resultado que –aunque no se deje el lugar- el individuo no lo reconoce y no percibe el paso del tiempo.
Como parte indispensable de esta danza se colocan segmentos de troncos, que serán cortados por los leñadores al ritmo de la danza y con esa leña se preparará la comida para todos los asistentes. El acompañamiento musical es de un solo violín tocado por un anciano que canta en náhuatl las plegarias al Tlaxinqui.
Cabe señalar que este personaje –el Tlaxinqui- es también nombrado Dueño del Monte o Señor del Monte y se asemeja mucho a lo que en algunas poblaciones morelenses, a la vez que en Xochimilco y Milpa Alta, se refiere acerca del Charro Negro, como un personaje que vive en el cerro y valles despoblados, y que cuida ese espacio y los elementos presentes en él de los intrusos que no le muestran respeto y no piden permiso para transitar o tomar bienes del monte. En todo caso implica conceptualmente la idea de que el monte tiene dueño y todo lo que hay en los cerros es suyo, por lo que no puede nada más llegarse y disponer de lo que uno encuentra, sino que hay que pedirlo, de lo contrario se pagarían las consecuencias de incurrir en la ira del verdadero dueño de los bienes existentes en el cerro.
El Tlaxinqui, como personaje de orden sagrado habita en la naturaleza y se hace presente en la danza de los tejamanileros que se efectúa exclusivamente en las fiestas de los santos comprendidos en el período de mayo a octubre, lo cual coincide plenamente con el ciclo agrícola del maíz en esta zona, en la cual, aunque la actividad agrícola haya dejado de ser la actividad económica principal, aún se realiza para autoconsumo y venta local del grano que sigue siendo valorado simbólicamente y no en relación a un uso mercantil.
 
 
El tlaxinqui sobre el “cerro”-tarima, donde danza mientras los leñadores y sus mujeres giran en derredor del cerro esperando el permiso para cortar los árboles. (Fotografía del autor).
 
 
El Tlaxinqui mostrándole a los tejamanileros los troncos que pueden usar. (Fotografía del autor).
Conclusión
Al hablar de religiosidad popular no nos referimos a un ámbito de creencias individuales aisladas e inoperantes en la vida cotidiana, sino que más bien implica una cosmovisión, tal y como Broda la entiende y explica en el sentido de una: “visión estructurada en la cual los miembros de una comunidad combinan de manera coherente sus nociones sobre el medio ambiente en que viven, y sobre el cosmos en que sitúan la vida del hombre”, (Broda 2001a: 16). La religiosidad popular, pues, la hemos entendido como un término que expresa, más que fenómenos sociales aislados,  una lógica cultural coherente con el proceso social históricamente vivido –con todas las tensiones, rupturas, conciliaciones y adopciones- que esto implica. En el entramado que subyace en la religiosidad popular en contextos culturales indígenas, se llevan a cabo procesos de resignificación, que  desembocan en un sincretismo, donde se lleva a cabo un proceso de incorporación selectiva de elementos religiosos impuestos por un poder externo, imposición que motiva al receptor a elaborar estrategias de selección y apropiación de esos elementos a su propio contexto cultural y tradición. De esta manera, aunque algunos símbolos se compartan, no se comparten los significados, tal puede ser el caso de la cruz y las imágenes de cristos, vírgenes y santos –en el contexto campesino indígena- los cuales, una vez  observados dentro de las celebraciones, se distancian considerablemente de las formulaciones eclesiales.
Así pues, la especificidad de las prácticas religiosas populares indígenas en México, podemos explicarla como el resultado de un fenómeno sincrético  que posibilita una vivencia religiosa donde coexisten interpretaciones surgidas en distintos ambientes o contextos culturales. Entonces dicha especificidad de la práctica religiosa popular en contextos indígenas es producto de un proceso histórico. La coherencia de esta síntesis está dada por la cosmovisión que articula la concepción que se tiene del mundo, y los entes que lo habitan, donde se encuentran animales, plantas, hombres y los entes divinos que se vinculan directa o indirectamente con el control de las fuerzas naturales. El espacio del mundo, se convierte en una vecindad de los hombres, la naturaleza, y los divinos, en la cual, todos interactúan, cada quien aportando lo que debe desde sus posibilidades ontológicas, donde destaca la participación humana en el ritual que –desde estos contextos- integra el orden social, político y económico del pueblo con la naturaleza y la divinidad, una relación de la que todos salen beneficiados, pues comparten este mismo mundo.
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[1] Doctor en Historia y Etnohistoria por la Escuela Nacional de Antropología e Historia, desde hace 12 años profesor-investigador de los programas de Filosofía y Teología de la Universidad Intercontinental, además coordinador de la Maestría en Filosofía y Crítica de la Cultura en la misma institución. Miembro del Sistema Nacional de Investigadores. Autor de tres libros y numerosos artículos en volúmenes colectivos y revistas nacionales e internacionales, todos sobre religiosidad popular campesina de origen indígena y procesos sociales implícitos en ella.
Universidad Intercontinental, Insurgentes Sur 4303, Col. Santa Úrsula Xitle, cp 14420, Tlalpan, D.F. Tels. (55) 54 87 13 00; (55) 54 87 14 00, ext. 4440. rarzapalo@uic.edu.mx; gomez_ramiro@hotmail.com
 
[2] Desde la teología católica, la latría es la adoración debida sólo a Dios, la dulía, es la veneración debida a los santos y la hiperdulía, la veneración especial debida a la Virgen María, por ser madre de Dios.
[3] Dentro de la tradición católica, la Virgen María, por ser madre de Dios encarnado, no conoce la muerte y es asunta en cuerpo y alma al cielo. Así, la escena de su “muerte”, no es propiamente una muerte, sino que se duerme, de ahí el término de la dormición de María. Mediante ese sueño transita de este mundo al otro, de ahí el nombre de la Virgen del Tránsito.