viernes, 15 de febrero de 2013

El rostro negado del maíz en las comunidades campesinas indígenas: una clave para entender su alteridad cultural


El rostro negado del maíz en las comunidades campesinas indígenas: una clave para entender su alteridad cultural
 
Ramiro Alfonso Gómez Arzapalo Dorantes
 
Las culturas que se han desarrollado desde hace siglos en lo que hoy es México, han sido muy frecuentemente observadas e interpretadas desde otras lógicas, se trata de comparaciones forzadas entre ellos y un nosotros situado en un contexto diferente y desde perspectivas culturales que les son totalmente extrañas a aquellos. Este tipo de comparaciones atentan contra la originalidad propia de las explicaciones nativas que tratan de dar cuenta de su entorno, la posición que el hombre ocupa en él y los seres divinos que cohabitan e interactúan con el hombre. Sobra decir que, generalmente, en este tipo de comparaciones lo indígena pierde, pues no se ajusta a los parámetros que los modelos occidentales encuentran como satisfactorios.
En este sentido, es importante reconocer la coherencia indígena en su propio sistema, donde se articulan cosmovisión, relaciones sociales, rituales, identidad, lo cual les ha permitido –como grupos específicos-  afrontar los embates históricos tan severos que han sufrido frente a un poder hegemónico, que culturalmente ha sido tan diferente, y que ha ejercido la pretensión de homologar a todos los grupos sociales bajo los mismos parámetros con los cuales se rige. Cuando hablamos de organización interna indígena, se articulan de manera única la organización tanto social, como religiosa y también la productiva. De esta manera, no se pueden disociar cosmovisión, rituales, ciclo agrícola (preferentemente del maíz), cargos civiles y religiosos, relaciones sociales, personajes, etc. En este orden de ideas, el maíz de temporal –en estos contextos sociales- lejos de ser un producto lucrativo, es un personaje que comparte el entramado de la historia y la tradición de estos grupos culturales. Desde este punto de vista, tiene un rostro, el cual ha sido reiteradamente negado por el pragmatismo y la visión mercantilista propios del grupo cultural hegemónico inserto en una economía de mercado globalizada.
Así pues, en esta ponencia pretendo acercarme al tema del maíz desde uno de esos hilos que articula varias dimensiones de la compleja realidad cultural de estos pueblos: la vivencia religiosa, vivencia necesariamente ligada con el cristianismo pero asumido de una forma integrada con numerosos elementos de la tradición indígena, dando como resultado –en muchos casos- un cristianismo con mucho maíz y poco Cristo.
Esta “forma integrada” de asumir el cristianismo desde las distintas tradiciones indígenas, necesariamente nos lleva a considerar el problemático concepto de sincretismo, el cual, lo consideraremos –siguiendo a Johanna Broda- como:
 
la reelaboración simbólica de creencias, prácticas y formas culturales, lo cual acontece por lo general en un contexto de dominio y de la imposición por la fuerza –sobre todo en un contexto multi-étnico. No se trata de un intercambio libre, sin embargo, por otra parte, hay que señalar que la población receptora, es decir el pueblo y las comunidades indígenas han tenido una respuesta creativa y han desarrollado formas y prácticas nuevas que integran muchos elementos de su antigua herencia cultural a la nueva cultura que surge después de la Conquista.” (Broda 2007: 73).
 
Las imágenes simbólicas mesoamericanas han sido reformuladas de manera continua, dando lugar a las expresiones rituales actuales, diferentes a las de la época prehispánica, pero no desligadas, sino más bien continuadas en un proceso constante y dinámico de las comunidades indígenas. La eliminación de la clase gobernante prehispánica después de la conquista, aunado a la pérdida de la cultura de la élite, causaron grandes consecuencias en las sociedades autóctonas. La religión oficial prehispánica (estatal) fue reemplazada por la oficial católica, proceso durante el cual, muchos santos fueron expuestos a la devoción pública. A la par de esta imposición, los ritos agrícolas (continuidad de las prácticas ancestrales) se tuvieron que mover hacia los cerros, cuevas, milpas, etc, es decir, fuera de las ciudades, lejos de la represión de las autoridades coloniales celosas de imponer a toda costa el nuevo orden. De aquí se desprende que los ritos que en épocas prehispánicas formaban parte de un culto estatal, en la Colonia, perdieron su integración a la ideología de un sistema autónomo y se vieron transformados en expresiones cultuales locales de campesinos. Nótese que la agricultura como actividad económica básica en la época prehispánica, continuó siéndolo en la época colonial, y siguió siéndolo después de la Independencia.
También Félix Báez-Jorge en Entre los naguales y los santos (1998), aporta un sugerente ángulo de interpretación frente al complejo proceso de evangelización de los indígenas en los inicios de la Colonia. No se trata ni del éxito de la tabula rasa, que los frailes pretendían, ni tampoco de una máscara de cristianismo que los indios tejieron para ocultar su religión prehispánica y preservarla tal cual, inamovible e impermeable. Ante estos extremos, Báez-Jorge sugiere considerar los términos de refuncionalización y reelaboración simbólica, en un contexto social e histórico determinado. Esta visión permite interpretar una realidad social sin dejar de considerar la existencia y empuje de los grupos subalternos. La imposición desde la hegemonía, encuentra en los grupos sometidos una respuesta dinámica donde se generan estrategias de refuncionalización simbólica, que por un lado, le dejan vivir en el nuevo contexto en que se haya inmerso, y por el otro lado, le posibilitan la continuidad histórica y cosmovisional.
En este orden de ideas, el concepto de religiosidad popular, entendido desde las reflexiones originadas en la antropología, nos lleva a comprender la lógica cultural interna de las comunidades que la sustentan. Así pues, al hablar de religiosidad popular en este sentido, de ningún modo hacemos referencia a un término peyorativo. No queremos sugerir verla como un desprendimiento de la religión oficial, cuyos orígenes serían la ignorancia y “mala copia” local de una organización cultual sistematizada en la religión hegemónica. En este sentido, las prácticas religiosas populares no son un “simplismo”, sino que son una opción social, pues implican el posicionamiento frente a un grupo hegemónico que impone ciertos parámetros, que no necesariamente responden a las necesidades históricas y sociales concretas de un pueblo, lo cual sí encuentra respuesta en una reinterpretación popular de los elementos religiosos traídos por el catolicismo en esos contextos culturales.
Entonces, al tratar acerca de la religiosidad popular en las comunidades campesinas de origen indígena en México, no podemos ignorar los procesos de reformulación y reinterpretación propios que los mismos indígenas hicieron tanto de los nuevos elementos cristianos impuestos por los evangelizadores, como de los elementos autóctonos formulados en su cosmovisión y vividos socialmente a través de sus rituales. El sincretismo resultante, insistimos, parece provenir de un proceso mucho más complejo que un mero “corta y pega” de aspectos cristianos por un lado, e indígenas por el otro. El proceso histórico que vivieron estos pueblos durante la conquista y posterior colonización, es sumamente complejo por la forma como se desarrolló, gradualmente y con muchas estrategias y contradicciones, tanto de parte de indígenas como de españoles, para sacarle el mejor provecho a la situación, estrategias que al aplicarse, fueron delineando poco a poco el perfil del indígena durante la Colonia. Posteriormente, al terminarse el período colonial, y empezar los diferentes países de Latinoamérica a iniciar su vida de manera independiente, la reestructuración social al interior de los mismos marcó un cambio para las comunidades indígenas, que invariablemente tendrían que adaptarse a la nueva organización y enfrentarse a los embates consecuentes frente a los mestizos que ya se habían perfilado como la clase dominante.
            Es obvio que la religiosidad indígena actual es diferente a la del pasado, ya sea que remontemos ésta hasta lo prehispánico, lo colonial, o primeros años de indepedencia, sin embargo, es posible vislumbrar ciertas continuidades en las prácticas rituales, reformuladas debido a las condicionantes históricas, pero que conservan su sentido original. Dichas continuidades resultan más lógicas cuando consideramos que las comunidades indígenas han conservado como denominador común a lo largo de su historia la agricultura, predominantemente del maíz, por lo que la mayor parte de sus rituales han estado orientados a propiciar esta actividad y conseguir un buen fin al ciclo agrícola.
            Después de haber asentado los principios anteriores, podemos decir que la religiosidad popular se perfiló desde el interior de las comunidades como una estrategia de diferenciación entre lo propio y lo ajeno, donde lo propio reconoce lo ajeno, selecciona algo, lo reformula y finalmente se lo apropia.
            En la apropiación que los indígenas hacen de elementos cristianos como los santos, la virgen, Cristo, la cruz, etc., se percibe una integración de éstos a su práctica agrícola, atribuyéndoles ciertas características y poderes que solo se valoran en ese contexto agrícola, según Báez-Jorge: “se entienden como mediaciones simbólicas entre la vida cotidiana de los hombres y la formulación imaginaria que ellos desarrollan, incorporando a estas imágenes sus representaciones fantásticas y sobrenaturales”(Báez-Jorge 1994: 159).
            Es claro que las realidades culturales y étnicas que vive un grupo, impulsan dinámicas comunitarias que se perfilan desde el interior de la historia de la misma comunidad. Dentro de esas dinámicas comunitarias, los cultos populares han jugado un papel muy importante en la renovación cultural frente a la hegemonía no-indígena. En esos procesos, no se debe perder de vista la transformación gradual, dinámica y creativa donde los mismos indígenas son los protagonistas. No hablamos de sustituciones descontextualizadas, sino de transformaciones creativas en un entorno histórico concreto. Cabe aquí citar nuevamente a Félix Báez en una reflexión de índole general:
 
No obstante, en esos procesos de incorporación (y/o reinterpretación) espontánea o planeada, debe subrayarse el movimiento de transformación creadora (no de mera sustitución), que dará lugar a la configuración de los nuevos cultos. Tonantzin no se convierte simplemente en Nuestra Señora de Guadalupe; los atributos de Pachamama no se incorporan linealmente al ámbito numinoso de la advocación de Copacabana; la Virgen de la Caridad del Cobre no asume de manera simplista los oficios de Ochún. En cada caso, tal como se ha detallado, se operó un dilatado proceso de síntesis tolerado, cuando no alentado por la jerarquía. Este movimiento dialéctico tiene definidos perfiles históricos, forma parte de tramados sociales, conjuga múltiples variables toda vez que comprende una realidad mucho más vasta que la que corresponde a la vida religiosa. (Báez-Jorge 1994: 162).
 
Entonces, la religiosidad existente entre los indígenas actuales no parece ser resultado de un proceso pasivo de yuxtaposición o sustitución, sino más bien, de un proceso sumamente dinámico y creativo de reformulaciones. Sin embargo, hay que señalar que cuando hablamos de reformulaciones de antiguas tradiciones y cultos indígenas, no nos referimos tanto al sistema religioso estructurado desde el poder estatal en tiempos prehispánicos, pues éste fue directamente atacado por los españoles y desestructurado inmediatamente consumada la conquista. Más bien nos referimos a los cultos locales, de comunidades agrícolas, que se celebraban en la intimidad de los pueblos o las familias, valga la siguiente observación de Luis Millones con referencia a la experiencia del Perú:
 
Una vez organizada la iglesia cristiana en el virreinato comprendió que eran los dioses locales, aquellos que se reverenciaban en el nivel comunal o familiar, los que resistirían con más éxito la encendida prédica de los misioneros. Desde un principio se les privó de sus imágenes, pero eso no disminuyó la voluntad de los creyentes, que refugiaron su fe en lugares apartados o en los propios altares de los templos católicos, a despecho del sacerdote y los indios cristianizados. (Millones 1997: 13).
 
Es evidente que la forma como los indígenas se apropiaron de ciertos elementos cristianos, fue –y sigue siendo- muy creativa, logrando integrar  en su cosmovisión a nuevos personajes numinosos, pero no por sustitución, sino por un proceso selectivo y de refuncionalización acorde a sus necesidades, dando por resultado una vivencia religiosa muy peculiar que aparentemente comparte mucho con la visión cristiana de la iglesia oficial, pero que en realidad es muy diferente en sus presupuestos y sus fines.
Parte de este proceso se puede entender si se considera que desde la época del primer contacto entre indígenas y españoles, los evangelizadores dejaron muchos huecos que los indígenas tratarían de llenar desde su propia perspectiva interpretativa acerca de la divinidad, el cosmos y la participación humana con ellos. Nuevamente recurro a Millones, pues lo expone de manera muy ilustrativa:
 
[...] Las imágenes quedaban expuestas a los fieles en el templo de su localidad. A falta de la palabra explicativa del clero, a los pies de cada imagen fue naciendo otra historia, lejana a los martirios de los primeros tiempos de la cristiandad, o bien conformando versiones paralelas a la vida de Cristo, pero que al entroncarse con las tradiciones locales (muchas de origen precolombino) terminaban por conformar lo que hoy ya está consagrado como parte de la historia del pueblo y de su patrono. [...] Al carecer de la voz oficial de la iglesia, o si ella ejerce violencia inaceptable sobre los patrones culturales del pueblo, éste recurre a su capacidad de “leer” de manera distinta la expresión y parafernalia del santo, virgen o cristo expuestos en los altares. Por encima de la doctrina oficial, cada comunidad ha establecido un diálogo personal con su patrono. Sus rasgos, sus vestidos, sus atributos, fueron poco a poco reflejando las angustias y esperanzas de sus fieles, convirtiéndose en espejos culturales. En el diario entrecruzar de sus miradas, unos y otros terminaron por borrar las distancias de sus respectivas proveniencias. (Millones 1997: 74-75).
 
Esto no implica la consideración unilateral de que la religiosidad popular indígena actual sea consecuencia de que éstos no fueron evangelizados correctamente, en el supuesto de que si lo hubieran sido, no tendrían esas “desviaciones” en su forma de vivir la religión cristiana. La religiosidad popular indígena no es escisión del cristianismo producto de ignorancia o terquedades de los indios (como generalmente prefieren verlo los clérigos), sino una expresión cultural original que respondió –y lo sigue haciendo- a las necesidades sociales de las comunidades que la viven. Es necesario que los intentos unilaterales de explicación de estos fenómenos religiosos locales, ceda el paso a interpretaciones que acepten la existencia social de estos grupos subalternos como entidades culturales bien diferenciadas a pesar de los procesos de incorporación y asimilación hegemónica.  
Dicha religiosidad indígena no es de generación espontánea, sino que responde a un proceso histórico, donde indudablemente hubo una vivencia religiosa socialmente bien estructurada y de antigua tradición en las comunidades prehispánicas, que chocó fuertemente con los presupuestos de los españoles, fue sistemáticamente atacada y socialmente desestructurada, pero que durante todo el período colonial fue hábilmente reformulada, admitiendo selectivamente elementos de la nueva religión traída por los europeos, muchas veces solo en forma pero no en contenidos.  Cabe aquí traer las palabras de Báez-Jorge: “Decapitada la inteligencia mesoamericana, desmanteladas las manifestaciones canónicas de las religiones autóctonas por el aparato represivo eclesiástico-militar de la corona española, los cultos populares emergieron como alternativa para la catequesis cristiana o como mediadores simbólicos que en algunos casos, terminaron sintetizándose con las deidades católicas”. (Báez-Jorge 2000: 381).
El sistema religioso como tal había sido desmembrado, pero la actividad agrícola –básica en época prehispánica- continuaba siéndolo en la Colonia. A ese nivel, de cultura agrícola, los rituales propiciatorios y –en general- de todo el ciclo de cultivo, siguieron practicándose. Los aires, la lluvia, el cerro, el maíz mismo, siguen tratándose como un Tú y no como materia despersonalizada, pero ya no están solos, las comunidades van integrando a ciertos santos, que por su iconografía o sus atributos, son considerados útiles en el proceso productivo agrícola, de acuerdo con su cosmovisión. La Cruz, Dios Padre, la Virgen, etc., son de igual forma refuncionalizados y se integran no como foráneos, sino como autóctonos.
 En este sentido compartimos la postura de Tristan Platt cuando señala que “la reproducción y transformación étnica en circunstancias coloniales exigía de los nativos americanos una asimilación selectiva de elementos claves del repertorio cultural hispánico” (Platt, s/f: 21). Por su parte, Félix Báez indica que:
 
La vigencia de elementos religiosos de origen prehispánico o colonial no se interpreta en términos de antiguallas probatorias del “atraso” de los pueblos indios o de su pertenencia a “comunidades folk”. Se abordan como manifestaciones ideológicas (conscientes e inconscientes) de cosmovisiones contemporáneas, apreciación que remite a los conceptos y explicaciones que los pueblos indios formulan acerca del origen, la forma y el funcionamiento del universo, a las ideas que expresan respecto a la posición y papel que tienen y deben cumplir los seres humanos en el ámbito natural y social, y que como cuerpo de representaciones determinado socialmente están articuladas a cuestiones prácticas toda vez que sirven como referencia normativa a diversas conductas e instituciones. (Báez-Jorge 2000: 47).
 
            La vivencia religiosa de los pueblos indígenas, incorpora los elementos de  su cosmovisión expresada en la praxis ritual, la cual se entiende en ese contexto y no en otros, pues la selección que la configura, depende de las vivencias históricas concretas de una determinada comunidad.
Entonces tenemos que, en la religiosidad popular encontraremos reinterpretadas y reformuladas las imágenes de los santos, los sacramentos, la ética cristiana, la concepción misma de la divinidad, la utilidad de la religión, las concepciones de este y el otro mundo, etc. Una reinterpretación que integra las raíces culturales mesoamericanas y la religión católica, en una síntesis operante sólo en aquellos contextos regionales que comparten cosmovisión, historia y posición frente a los grupos hegemónicos. De esta manera, las imágenes de los santos en las comunidades campesinas de origen indígena fueron reinterpretadas de acuerdo a la cosmovisión propia de los pueblos donde se implantaron, alejándose considerablemente de la explicación piadosa del clero para ser adoptados como nuevas entidades divinas cuyas funciones específicas corresponden a las necesidades históricas concretas de los hombres que les rinden culto, incorporándose con otras personalidades de carácter igualmente sobrenatural que definitivamente no provienen de la explicación cristiana, sino que corresponden a una concepción mesoamericana. Dicha concepción hunde sus raíces en tradiciones indígenas ancestrales donde la naturaleza y el hombre no son considerados uno como amo y la otra como materia dispuesta al uso indiscriminado, tal y como ocurre en la concepción occidental, sino que tanto el ser humano, como los entes y fuerzas naturales, e incluso los seres numinosos forman parte de un mismo drama que los engarza a todos en un destino común, lo cual implica la responsabilidad de cada parte por asumir su obligación. De esta manera, el maíz, en las comunidades campesinas de origen indígena en México, es mucho más que un bien de consumo o un producto de beneficio meramente económico. En él se entrecruzan muchos hilos que entretejen la historia e identidad de los pueblos con los que interactúa. Es así como el maíz cobra rostro, más que un Ello, se transforma en un , estableciéndose una relación de cara a un ser vivo valorado como Padre, Sustento, Vínculo con los antepasados, etc.  Divinidad, naturaleza, seres humanos –vivos y muertos- interactuando juntos en derredor del ciclo de esta planta que se convierte en el personaje central de la historia de estos pueblos a través de elaborados y conflictivos procesos de reformulación y reelaboración simbólica, los cuales han posibilitado la permanencia de estas culturas –cohesionadas y diferenciadas-  en un contexto social más amplio y hegemónico que pretende la homologación. Así, el maíz, lejos de ser valorado como mercancía inerte, es el personaje central y corazón palpitante que irriga vitalidad a estos grupos.
El maíz es en estos pueblos un vínculo con la tierra en el sentido más profundo que esta expresión pueda tener. La tierra, no entendida como una determinada extensión que se posee o comercializa, sino la madre que sostiene y da pertenencia. Estamos frente a grupos culturales que se rigen por principios totalmente diferentes a los parámetros culturales occidentales. Funcionan bajo otra lógica cultural, en la que el entorno natural –tanto entes como fuerzas-, los divinos y los humanos –vivos y muertos[1]- interactúan para el buen funcionamiento del cosmos.
No podemos dejar de mencionar el vínculo existente entre las comunidades indígenas contemporáneas y las de antaño, vínculo que no se manifiesta en elementos sobrevivientes intactos a lo largo del curso de la historia, sino como procesos de larga duración donde la continuidad se entreteje paulatinamente en las estrategias sociales que estos pueblos han ideado y puesto en práctica frente a los diversos embates que han sufrido en cada momento de su historia. En este sentido, uno de esos nexos constantes a lo largo del devenir del tiempo en estas culturas ha sido el cultivo del maíz y todo el complejo cosmovisional que gira en torno a su práctica agrícola.
En consonancia con esto, resultan muy sugerentes los trabajos de Johanna Broda (1991, 1996, 1997, 2001 a y b, 2005) con respecto al calendario de ciclo agrícola y las festividades que se dan a lo largo del mismo, en una revisión histórica, tanto del período prehispánico (para el caso de los mexicas) como en el período colonial y pervivencia hasta nuestros días (a partir del análisis de datos etnográficos contemporáneos).  De acuerdo al aporte de esta autora, el ciclo festivo-religioso que acompaña al ciclo agrícola del maíz privilegia ciertas fechas que sólo pueden ser valoradas en un contexto agrícola y corresponden a momentos críticos en el desarrollo del cultivo: siembra, crecimiento y cosecha. A continuación desglosaremos con más detenimiento esta propuesta interpretativa.
Podemos apuntar que una de las culturas prehispánicas que fue más ampliamente documentada por los colonizadores desde la época inmediatamente posterior a la conquista fue la de los mexicas, los cuales lograron hacer realidad en su cultura una síntesis combinada de cosmovisión y percepción de la naturaleza, en base a una cuidadosa observación de la misma. Esto se expresó a través de un rico conjunto de fiestas celebradas a lo largo del año. Cabe señalar que entre los mexicas había diferentes calendarios de distinta duración y utilidad cada uno, pero que operaban conjuntamente[2]. Así, tenemos el Tonalpohualli, con una duración de 260 días, formado por 20 signos de días y 13 numerales, que al combinarse entre sí no se repite ninguna combinación hasta después de 260 días. El Xíhuitl o calendario solar, con una duración de 365 días, formado de la combinación de 18 meses de 20 días cada uno, más 5 días “inútiles” o “aciagos”. El Xiuhmolpilli, que era un período de 52 años con un evento astronómico que lo corroboraba: la culminación de Las Pléyades por el cenit a medianoche. El huehuetilliztli o “una vejez”, período de 104 años (dos Xiuhmolpilli). En la culminación de este período de tiempo coincidían en su punto inicial el Tonalpohualli, el Xíhuitl y la revolución sinódica de Venus[3], de acuerdo a la siguiente tabla:
 
 
 
 



 

1 Huehuetilliztli = 146 Tonalpohualli

                               104 Xíhuitl

                                65 Revoluciones sinódicas de Venus

                                2 Xiuhmolpilli (corroborados cada uno por la culminación de

                               Las Pléyades por el cenit a medianoche)

 
 
Dejando de lado –por el momento- la cuestión calendárica, podemos señalar que el culto del Estado mexica implicaba la participación activa de la población y reflejaba la estratificación social existente, por lo que fue una importante expresión ideológica, donde el papel activo lo tenían los sacerdotes y algunos gobernantes, los cuales reconvertirían en la Conquista y Colonización en los principales objetivos a eliminar por parte del poder español.
En ese culto mexica se podían distinguir tres grupos de fiestas que se hacían a los dioses de la lluvia y del maíz, tal y como lo ha puntualizado Johanna Broda en repetidas ocasiones (1997: 49-90; 2001b: 165-238; 2005: 219-248). El primero era en el ciclo de la estación seca, y consistía en sacrificios de niños en los cerros. En este período caía la fiesta de Atlcahualo[4]. Los niños eran seres pequeños al igual que los Tlaloque[5]. Estos sacrificios se concebían como un contrato entre los dioses de la lluvia y los hombres, por medio de los sacrificios obtenían la lluvia y por ende el maíz.
            El segundo grupo de fiestas era la siembra en Huey tozoztli[6], seguida después de 40 días por la fiesta del maíz tierno y las precipitaciones pluviales en Etzalcualiztli[7], y por la fiesta del agua salada del mar en Tecuilhuitontli[8]. Esta última es interesante por el complejo simbólico del mar como un lugar de suprema fertilidad.
            Finalmente el tercer grupo de fiestas era la cosecha y el inicio de la estación seca, lo cual se celebraba mediante culto a los cerros y dioses del pulque en la fiesta de Tepeíhuitl[9], repetida 60 días después en Atemoztli[10], donde también se daba culto a las imágenes de los cerros en conmemoración de los muertos.
            Desde la perspectiva de Broda, estas celebraciones fueron abruptamente interrumpidas en la conquista, pero aun puede observarse cierta continuidad de las mismas en las comunidades nahuas de hoy. Uno de los aspectos más destacados de esta continuidad es la fiesta de la Santa Cruz, cuya fecha es el 3 de mayo, y que actualmente se celebra en las comunidades indígenas de una manera muy original que denota su cosmovisión, pues en esa fecha (coincidente con la antigua fiesta de Huey Tozoztli) se implora la fertilidad, se realizan cultos en los cerros, se consagra el maíz para la siembra, al igual que los pozos y manantiales. Corrobora la continuidad de la cosmovisión mesoamericana, el papel de los “graniceros”, los cuales son especialistas en el tiempo y hacen rituales en las montañas y cerros para atraer la lluvia, lo hacen especialmente en dos fechas: una es la de la santa cruz, y la otra el 4 de noviembre, al terminar la estación de lluvias, lo cual lo relaciona con la cosecha y los muertos. Resumiendo, entre las fiestas del año, había cuatro que eran claves:
 
  • Atlcahualo (12 de febrero) inicio del ciclo agrícola
  • Huey tozoztli (30 de abril) siembra
  • Tlaxochimaco (13 de agosto) apogeo de las lluvias y crecimiento del maíz.
  • Tepeílhuitl (30 de octubre) cosecha.
 
            Se hace evidente entonces –insiste Broda-, que estas cuatro fechas señaladas anteriormente para época prehispánica,  coinciden a partir del período colonial con las fiestas cristianas de:
 
-          2 de febrero – candelaria
-          3 de mayo- fiesta de la Santa Cruz
-          15 de agosto- la asunción
-          2 de noviembre – muertos.
 
En estas fechas se pueden apreciar en las comunidades indígenas muchos elementos sincréticos con el santoral católico, sin embargo, tienen un origen prehispánico. Ya que éstas fechas se basan en los ciclos climáticos y agrícolas, han mantenido su funcionalidad aún después de la conquista y dado que las comunidades indígenas son principalmente campesinas las han conservado, reelaborándolas e incorporando los nuevos elementos, así como refuncionalizando los ritos, conservando su cosmovisión propia en medio de las agresiones externas que han sufrido. En este proceso histórico, el maíz ha estado presente como protagonista y eje en la configuración social de estos pueblos, como Padre y Sustento.
Desde los aportes de la etnografía contemporánea, estos presupuestos teóricos cobran forma definitiva. Menciono en primer lugar los sugerentes datos de campo que recopiló Catherine Good Eshelman entre las décadas de los setentas y los noventas, entre los nahuas de la región del Balsas en Guerrero (Good, 1988, 1994, 1996, 2001 y 2004). En sus reportes publicados, queda claro que en la cosmovisión nahua de dicha zona, los muertos no pierden la continuidad con los vivos. En otras palabras, morir es irse a otro lado como alma, pero sin dejar de ser parte de la comunidad, ni cesar por tanto, los derechos y las obligaciones que se desprenden de ese hecho. Los muertos, entonces, verdaderamente trabajan, pues allá donde están hacen comunidad con los otros muertos y están participando en el ciclo agrícola del mundo de los vivos, trabajando ahora desde sus nuevas posibilidades –como difuntos- para el mismo ciclo agrícola del maíz para el que trabajaban labrando, limpiando y cosechando cuando estaban vivos.
            Siguiendo las descripciones de la mencionada autora, cuando alguien muere se le dan numerosas ofrendas para que cuando llegue al lugar que ha de llegar, tenga presentes para las demás almas y así éstas estén contentas y le señalen al recién llegado sus nuevas obligaciones en ese lugar. Las obligaciones de los muertos para con los vivos es implorar a Dios Padre, a Cristo, a los santos, a la Virgen, al aire,  y  a Tonantzin para que llegue el agua. Las almas están libres de sus cuerpos, ya no tienen ese peso y por eso son ligeras. No sólo ligeras materialmente, sino también en un sentido simbólico profundo. Los vivos tienen tlahtlacolli=pecado, entendido no como lo entienden los cristianos, sino como una deuda no pagada, una deuda con la tierra que nos da de comer, y nosotros hemos de dar de comer a la tierra. Entonces los muertos ya no comen la tierra y ya han dado –con sus cadáveres- de comer a la tierra, por eso son ágiles y pueden estar cerca de los santos y pedirles lluvia para sus comunidades. El vínculo entre la tierra y las personas pasa por la mediación del maíz consumido. Aquí cabe señalar que los muertos niños, antes de comer maíz, nunca contrajeron la deuda con la tierra, por lo cual, son todavía más ágiles y ligeros y privilegiados en el otro mundo, por lo que estas almitas “inocentes” son especialmente eficaces para fungir como intermediadotas entre las necesidades de los vivos y las posibilidades supramundanas de los entes divinos.
            Se entiende entonces, que el muerto no está separado de su comunidad y aún participa e interactúa con los vivos en una relación de reciprocidad, equivalente a la que se mantiene entre los vivos.
            Bien, ahora pasemos a la reciprocidad que deben tener los vivos para con los muertos. Los vivos tienen la obligación de proporcionar alimento a los muertos, a través de las ofrendas, las cuales son de una exhuberancia notable, especialmente en día de muertos y en las celebraciones en torno al muerto particular. El muerto consume solamente los aromas, porque ya es alma, por eso le duran para todo el año y los vivos –a su vez- participan del convite al consumir la comida de la que ya comieron sus muertos. Al ser consideradas las almas como algo etéreo, se considera que solamente consumen los aromas y las esencias, por ello, es imprescindible que los alimentos que se realizan para los muertos contengan mucho condimento, como chile, hierbas de olor, epazote, laurel, piloncillo, canela, café, vainilla, etc, pues los muertos solamente consumen los olores. De igual forma, el camino de regreso del más allá hacia la casa en el más acá, se marca con flores muy aromáticas, como el cempoalxóchitl y el pericón.
Cuando los vivos dan sus ofrendas a los muertos, éstos son benévolos, es decir, corresponden y cumplen con sus obligaciones, esto crea un ambiente de prosperidad y bienestar general. Por el contrario, cuando los vivos abandonan a las almas, se crea un mundo inverso a la imagen de prosperidad y éxito que resultaba del conjunto del trabajo entre los vivos y los muertos. Abandonar un alma puede causar desgracias, pues ellos no colaborarán en el beneficio del ciclo agrícola. Sin embargo sí se concibe que hay almas abandonadas, y es importante señalar que en Ameyaltepec, Gro. –según refiere la citada Catharine Good-, el 2 de noviembre se coloca una ofrenda para las almas abandonadas. Con esto se aumenta el círculo de muertos trabajando para el bienestar de los vivos. Así aumentan su capital social aún en esferas no materiales.
            Mantener esta cosmología, realizar las actividades rituales y ordenar las relaciones humanas de manera consistente con ella reproduce el grupo cultural indígena a través de la historia.
            Es interesantísimo señalar aquí el vínculo con la tierra en estos cultos a los muertos,  porque en las ofrendas no se pueden usar gallinas de criadero, donde ya se alimentaron con otras cosas que no sean maíz, pues se ha roto con eso el vínculo con la tierra. Los animales caseros, alimentados con maíz cosechado en el pueblo conservan ese vínculo con la tierra y a través de la ofrenda, con los muertos. En el año 2004 tuve la oportunidad de estar en Acatlán, Gro. del 1 al 5 de mayo para la fiesta de la Santa Cruz. El acontecimiento central de dicha festividad nahua fue la subida al cerro el día 2 de mayo, donde tres cruces son adornadas ricamente con collares de cempoalxóchitl, frutas, flores, velas. Allí, al pie de la Cruz se ofrendan los gallos que serán sacrificados y posteriormente consumidos en la comida principal. Dichos gallos “están puros” –según las palabras que ellos mismos usan- y la pureza les viene dada por “no conocer gallina” desde unas semanas atrás, y principalmente por el hecho de estar alimentados durante todo el año única y exclusivamente por maíz de temporal sembrado y cosechado en el mismo Acatlán.
También en otra población nahua, Xalatlaco, en el estado de México, podemos mencionar que el período intensivo de fiestas en el pueblo coincide con el ciclo agrícola del maíz, aproximadamente de mayo a noviembre (Cfr. Gómez Arzapalo, 2004). En este período del año se celebran una serie de Santos católicos, a saber: San Isidro Labrador (15 de mayo), San Juan Bautista (24 de junio), La Asunción (15 de agosto) San Bartolomé (24 agosto), San Agustín (28 de agosto), Santa Teresa (15 de octubre), San Rafael (24 de octubre). A grandes rasgos, podemos apuntar que en mayo (San Isidro Labrador) se prepara la tierra y las semillas, es el culmen de la estación seca y ritualmente es un período de petición de las lluvias necesarias para iniciar el cultivo anual del maíz de temporal. Las fiesta de San Juan Bautista, en junio, se ubica aún en el inicio del temporal, por lo que cuando se atrasan las lluvias adquiere un tinte de petición del agua, mientras que cuando la estación comienza “temprano” –en mayo- adquiere un tono de petición de las “buenas aguas”, y “alejamiento del granizo”. Las fiestas de los santos comprendidas en agosto (La Virgen de la Asunción, San Bartolomé Apóstol y San Agustín) se ubican dentro del ciclo crítico del crecimiento del maíz cuando ya jilotea, incluso hay elotes, pero aún no madura lo suficiente para garantizar el autoconsumo de grano para el resto del año. Finalmente las fiestas de octubre (Santa Teresa y San Rafael) se ubican ya en un contexto ritual de maduración de las mazorcas, cercanas a la cosecha, la cual ritualmente está siempre unida a las fiestas de Muertos en noviembre.
Así pues, el maíz en este tipo de comunidades, es incorporado socialmente como parte del pueblo, y como tal, desarrolla sus funciones sociales desde la particularidad de su ser y posibilidades, las cuales se engarzan con las del ser humano, los entes divinos, los demás seres naturales que llenan el paisaje dando como resultado este mundo. Desde esta perspectiva cosmovisional, el mundo es tal y como lo conocemos, no porque repita leyes eternas inscritas en la sucesión de acontecimientos, sino porque es una red de colaboraciones entre animales, plantas, seres humanos y entes divinos. En esa red el maíz ocupa un lugar destacado como personaje primordial que posibilita este drama cósmico.
Aquello hacia lo que estamos llamando la atención del lector, es a considerar la diferencia de las culturas indígenas en relación a la cultura nacional hegemónica. Partamos de que las culturas indígenas, que se desarrollaron desde época prehispánica en una continua interacción en el territorio que hoy es México, después de la conquista, fueron vistos genéricamente como “indios”, sus diferencias fueron negadas por el ojo homologante de los colonizadores, todos se convirtieron en "indios", y todo lo indio se consideró como igual, además, sus diferencias con respecto a los españoles fueron vistas como desviaciones y carencias, lo cual llevaba a sustentar su supuesta inferioridad. Sólo fueron reconocidos en aquellos opacos reflejos que se vislumbraban en el espejo de la nueva oficialidad, mientras que todo aquello que no encontró un correlato, o un paralelismo evidente con los nuevos parámetros culturales impuestos, se convirtió en superchería, errores y mentiras; o en el mejor de los casos; en un burdo remedo de la Verdad implícita en el modelo occidental.
Frente a esta interpretación tan pobre en alcance y tan injusta en su consideración, requerimos de enfoques de otro tipo que permiten una interpretación donde el otro –no considerado en la historia “oficial”- tenga cabida no como mero agente pasivo receptor de todo lo que se le impone, sino como una fuerza en relación dialéctica con la instancia hegemónica, donde se dan reacomodos, negociaciones y rupturas. En este dinamismo cultural de continuos reacomodos sociales, el maíz ha sido una línea que cruza los diferentes momentos históricos que han vivido estas comunidades de origen indígena. El maíz visto, vivido y reverenciado como Padre y Sustento, vínculo con la tierra y los antepasados, es un rostro con el que se interactúa en una relación interpersonal de sumo respeto, postura frente a la cual, la relación objetivante propia del mercantilismo contemporáneo resulta sumamente grotesca. Hablamos pues de culturas diferentes, con formas distintas de relacionarse con el entorno. El rostro negado del maíz que evoca el título de esta ponencia invita a considerar esa otra forma de ser y vivir, fuera de la visión utilitaria y mercantilista del Occidente contemporáneo.
 
 
 
 
 
REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS
 
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PLATT, Tristan, Los guerreros de Cristo, ASUR y plural editores, Bolivia.
 


[1] En relación a esta concepción de que los muertos siguen partícipes de las labores comunitarias y vida social, consúltense los sugerentes trabajos de Catharine Good (1988, 1994, 1996, 2001).
[2] La articulación de estos calendarios resulta muy significativa, pues recordemos que eran sociedades estratificadas socialmente cuya base de estabilidad económica era la agricultura. Si consideramos que los ciclos de siembra y cosecha se marcan de acuerdo a las estaciones de lluvia y de secas que pueden ser previstas en el calendario solar de 365 días, y recordamos que en realidad el año dura 365.25 días, podemos darnos cuenta que el error acumulado en este calendario resulta altamente crítico para una élite que legitima su poder en la aparente manipulación de los fenómenos astronómicos y atmosféricos. La articulación de los diferentes calendarios, permitía corregir el error acumulado y anclar el tiempo en el espacio a través de la observación de los astros desde puntos fijos en el paisaje.
[3] La revolución sinódica de un astro es el tiempo que tarda en volver a un punto fijo de observación, después de recorrer la elipse de su órbita. En el caso del planeta Venus, tiene una duración de 583.92 días, por convención: 584 días.
 
[4] Fiesta del primer mes mexica, significa “Detención del agua”, y su correspondencia aproximada con el calendario gregoriano es: 26 de febrero al 16 de marzo.
[5] Seres pequeños y traviesos, ayudantes de Tláloc, dios de la lluvia.
[6] Fiesta del cuarto mes mexica, significa “Gran velación”, y su correspondencia aproximada con el calendario gregoriano es: 26 de abril al 15 de mayo.
[7] Fiesta del sexto mes mexica, significa “comida de maíz y frijol”, y su correspondencia aproximada con el calendario gregoriano es: 5 al 24 de junio.
[8] Fiesta del séptimo mes mexica, significa “pequeña fiesta de los señores”, y su correspondencia aproximada con el calendario gregoriano es: 25 de junio al 15 de julio.
[9] Fiesta del décimo tercero mes mexica, significa “Fiesta del monte”, y su correspondencia aproximada con el calendario gregoriano es: 23 de octubre al 11 de noviembre.
[10] Fiesta del décimo sexto mes mexica, significa “Descenso de las aguas”, y su correspondencia aproximada con el calendario gregoriano es: 22 de diciembre al 10 de enero.