viernes, 15 de febrero de 2013

Reflexiones sobre las Unidades Habitacionales como fenómeno cultural


Vivir la Fe en la ciudad hoy. Las grandes ciudades latinoamericanas

 y los actuales procesos de transformación social, cultural y religiosa.

 Congreso del Proyecto internacional e interdisciplinario

 de investigación “Pastoral Urbana”

(Universidad de Osnabrück / Alemania).

XI Seminario internacional e interdisciplinario del Intercambio

 cultural latinoamericano-alemán (ICALA / Universidad Iberoamericana).

Programa Alumni DAAD-BMZ (Universidad de Osnabrück / Alemania).

Instalaciones de la Conferencia Episcopal Mexicana,

Lago de Guadalupe, C. Izcalli, Edo. México.

28 de febrero de 2013.

 

Reflexiones sobre las Unidades Habitacionales como fenómeno cultural

Ramiro Alfonso Gómez Arzapalo Dorantes

 

La historia del Occidente y la historia del Cristianismo, han estado –tanto para bien, como para mal- intrínsecamente entrelazadas, hasta el punto de disolverse en un mismo cauce en muchos lapsos a través de estos veinte siglos. Desde este punto de partida, tenemos que reconocer que la idea misma de Dios, como concepto, está fraguada en lo que el occidente ha gestionado desde la irrigación de sus venas Griega, Romana y Hebrea, y se ve afectada cuando la configuración de la cultura muta y se transforma. No está de más iniciar recalcando esto, pues en el actual contexto contemporáneo, la crisis generalizada que se vive en todos los ámbitos de la cultura occidental, trastoca profundamente los cimientos y postulados básicos sobre los cuales erigíamos –como occidentales- nuestro “mundo”. En este sentido, y en relación profunda con el tema propuesto para la reflexión que nos congrega, tenemos que considerar que la actual crisis de la Iglesia, no está aislada del contexto cultural global, y en muchos sentidos, valdría la pena considerar qué tanto de esa crisis es por ser Iglesia y qué tanto es por ser una Institución de cuño occidental. El oleaje de esta crisis no proviene del interior de la institución eclesiástica, sino que se mueve sobre este oleaje a la par que las demás instituciones culturales del occidente moderno en medio de corrientes que alejan cada vez más de los fundamentos de la modernidad.

            En este sentido, no creo exagerar al decir, que el Occidente y sus instituciones tiene una especial tara en el reconocimiento de lo sagrado cifrado desde otros horizontes culturales. Primero, porque Occidente se reservó el derecho en siglos precedentes a ser la única voz digna de ser escuchada, ya fuera desde sus prerrogativas religiosas y doctrinales, como ocurrió durante toda la edad media, o bien, desde el discurso científico moderno que, desbancando la intolerancia religiosa se irguió como una nueva intolerancia positivista constituyéndose en un nuevo mito que también reclamó soberbiamente ese derecho a la unicidad monológica. En segundo lugar, dicha tara, le viene de su –hasta hace algunas décadas- incuestionable postulado de supremacía cultural y civilizatoria. El Darwinismo llevado a la esfera social humana influenció muchas posturas de corte filosófico, que defendieron la existencia de estadios evolutivos, en los cuales –por supuesto- el Occidente era la cumbre, reservándose el derecho de calificar de salvajes, bárbaros y primitivos a los otros grupos humanos, y en base a eso, ejercer su dominio ideológico, político, económico y militar sobre ellos, sin empacho de la destrucción generalizada de culturas, bajo las ruedas de esta maquinaria de progreso que más temprano que tarde nos develó su rostro inhumano y la intrínseca estupidez de quien socava el suelo sobre el cual está parado.

            Desde este punto de vista, las tradiciones religiosas no-occidentales, fueron genéricamente vistas por el cristianismo occidental, como obstáculos a la adscripción a la Única posibilidad oficial de religión.         Pero –paradógica y cruelmente- también llegó el momento en que la misma religión cristiana cayó en ese inmenso bote de desperdicios a donde el Occidente arrojó todo aquello no sustentado por la razón, todo lo no cualitativa y cuantitativamente sustentado por ella y su lógica, impíamente se desechó del horizonte de lo “verdadero”, lo “certero”, lo “válido”, y allí fue a parar toda expresión religiosa, incluyendo la cristiana.

            Sin embargo, en décadas recientes, el interés que en las ciencias sociales se ha despertado por los asuntos religiosos, llama poderosamente la atención, pues pareciera ser una ruptura en la consecución de ideas desarrolladas en la modernidad occidental, abriéndose –para muchos- la posibilidad de atisbo de un nuevo horizonte en la vida contemporánea del occidente destilado en el concepto de posmodernidad –a falta de mejor término-. Sea como sea, la religión está de nuevo en escena, a franco contrapelo de las tendencias modernas que hasta mediados del siglo pasado habían pretendido el total aniquilamiento de este Opio del pueblo, o mal de conciencia, negativo, pero necesario hasta cierto punto.

            No es el caso en nuestros días, hoy por hoy en el contexto contemporáneo ha cobrado particular importancia la religión y el reconocimiento del lugar que ésta ocupa en la sociedad, a pesar del intento secularizador moderno que pretendió desplazarla o confinarla al ámbito meramente privado, y frente al cual la religión nunca dejó de tener presencia social con funciones específicas en medio del mundo Occidental.

            Sin embargo, es un retorno a lo sagrado y el misterio, en esa ambigüedad, sin tal o cual adscripción institucional, o al menos, de compromiso de vida a largo plazo. En este sentido, bien apunta Louis Dutch:

 

La actual “crisis de Dios” resulta tanto más difícil de analizar e interpretar por cuanto ha irrumpido en una atmósfera religiosa muy distendida, en medio de un “retorno de lo religioso” sumamente amigable o como señala Metz, en “una época de religión sin Dios cuyo lema podría ser: religión sí, Dios no […] Al contrario de lo que sucedía hace sólo unas pocas décadas, “lo religioso”, con su manifiesta y profunda ambigüedad, se halla diseminado en nuestra sociedad con mil rostros y manifestaciones. Con relativa facilidad, puede observarse en ella –tan secularizada, según la opinión de muchos- una notable expansión de una religiosidad invisible o difusa que prescinde de las mediaciones de las instituciones religiosas especializadas, que antaño fueron los únicos intermediarios reconocidos entre Dios y los hombres. Por eso creemos que lo que ahora realmente está en crisis es el Dios cristiano. […] Se busca con ahínco, al margen de Dios o, al menos, al margen del Dios de la tradición judeocristiana, una religión “a la carta” cuyo destinatario último es el mismo ser humano, sus estados emocionales, su afán descontrolado e impaciente de vivencias, su inapetencia social. Sin exagerar, podría decirse que la orden de Yavé a Abraham: “Vete de tu casa, de tu parentela y de la casa de tu padre, a la tierra que yo te mostraré” (Gn 12, 1), para muchos, se ha transformado en esta otra: “¡Vete a tu interior, desciende hasta las profundidades de tu mismidad y no te preocupes de nada más!”.[1]

 

Ya algunos teólogos como José María Mardones y Luis de Carbajal insisten que en el actual entorno globalizado de corte eminentemente posmoderno, la religión cristiana se encuentra sumergida en una crisis sin precedentes que la estructura institucional no parece ser capaz de afrontar bajo los lineamientos tradicionales, precisamente por estar en crisis la figura de la institución, la autoridad y la tradición, no solamente en el ámbito eclesiástico, sino en todos los ámbitos de la cultura Occidental. En la misma línea de pensamiento está Louis Duch, quien - como monje benedictino, pero también como antropólogo- realiza una fuerte crítica –desde adentro- a la Iglesia en su configuración actual, pues sostiene que Dios, dentro del cristianismo, se ha convertido en un extraño en su propia casa, el anuncio nitzcheano de Dios ha muerto, se ha convertido en algo real y cotidiano, un Dios muerto que murió porque lo matamos, mediante el robo de su trascendencia, al inmanentizarlo en conceptos y argumentos sólidos, lógicos, coherentes y convincentes que lo despojaron de todo carácter personal, dejándolo desnudo de todo sentido y flotando su cadáver en el mar del absurdo y el vacío.

Sin embargo, invito a considerar que el individuo, aún el posmoderno, una vez que cobra conciencia, debe posicionarse en el caos en el que se encuentra a sí mismo, un caos que urge cosmificar, en el nombrar, interpretar, asignar sentido, mediante lo cual esta maraña desarticulada y caótica de hostilidad y absurdo, se convierte en mundo. Este acto de generación de mundo genera también la identidad del individuo inserto en su colectividad. Identidad que en primera instancia se vive como la impronta que deja el grupo que acoge, su huella peculiar y distintiva, pero que a partir del acontecimiento de la toma de conciencia, se vuelve un asunto de responsabilidad, entendida como capacidad de responder, ante uno mismo y ante los otros. Así la identidad, deja de ser tanto esa huella dactilar impresa en el momento creacional del individuo por su sociedad, para convertirse en un asunto sumamente dinámico y dialéctico, en el que la acción genera el proceso de identificación, un individuo que actúa y mediante su acción genera su propia identidad, lo cual abre la posibilidad del cambio y la transformación en los procesos identitarios.

En el sentido que pretendí dar en esta breve disertación, me parece que los autores mencionados antes –desde el seno de la iglesia y la teología- critican fuertemente la identidad católica contemporánea, porque se ha quedado enana frente a la realidad desbordantemente nueva que afrontamos. Es una identidad que se quedó en el primer paso que mencionábamos anteriormente, la identidad asumida previa a la toma de conciencia, renunciando a la identidad responsable que requiere asumir en primera instancia el posicionamiento conciente frente a la realidad y los ideales.

Dice Dutch[2], retomando a Giuseppe Ruggieri[3]:

 

La hipótesis que sustenta un discurso verosímil sobre la extrañeza de Dios en su Iglesia es que no sólo por parte de algunos pensadores, sino como componente de la conciencia general, ha madurado una representación de las relaciones humanas que se fundamenta en otra valoración de la alteridad sexual, cultural, religiosa, etc. Esa nueva valoración hace posible, por un lado, una comprensión más profunda del Dios de Jesucristo y, por el otro, pone al descubierto una insuficiencia “jurídico-teológica” de la comprensión que tiene la Iglesia de sus relaciones con el otro. Es esta insuficiencia jurídico-teológica de la Iglesia en sus relaciones con el otro la que provoca la extrañeza de Dios. Dios, sin embargo, conserva “su” derecho.

 

En los complejos contextos sociales globalizados contemporáneos –prioritariamente urbanos-, la cuestión de las identidades se complica en extremo debido al sinnúmero de nichos sociales que quedan albergados en un territorio compartido como espacio físico, mas no como un espacio de significado común, sino muy por el contrario, como espacio contraído que se convierte en campo de batalla por la sobrevivencia. El mundo deja de ser espacio de encuentro, los rostros se desdibujan y el otro se convierte, más que en prójimo, en un competidor siempre amenazante y retador del que conviene cuidarse, alejándose y permaneciendo en el anonimato como una trinchera defensiva.

Los espacios existentes en otras épocas que separaban físicamente culturas, pueblos y Estados, se han diluido al máximo, debido a un impresionante crecimiento demográfico, pero también a una nueva era de comunicación e interacción global que nos entrelaza de manera irrenunciable a todos en un destino común. Las fronteras son totalmente permeables –a pesar de los muros- y la distancia física ha desaparecido. En este entorno, la adscripción a tal o cual grupo social conlleva la incorporación a ciertos círculos  donde se fragua el acceso a posibilidades, recursos, protección de grupo y en general a todos los beneficios que determinada red de relaciones sociales puede proveer al individuo.

            La pertenencia a un grupo social ampara al sujeto frente a la crudeza de la intemperie de la realidad desnuda. En este sentido podemos señalar que la identidad es la parte operativa de la cultura, en cuanto a que todo el cúmulo de elementos constitutivos de una cultura sólo son efectivos en tanto que haya un individuo que los incorpore en su acción.

Al señalarse que la identidad es resultado de procesos sociales dinámicos, queda claro que no es algo acabado y estático sino siempre sujeta al cambio, así que conviene entender la identidad como proceso de identificación, como bien lo expresan José Carlos Aguado y María Ana Portal:

 

[...] la identidad no puede ser analizada como una esencia estática, inmodificable, como una fotografía. Por el contrario, sólo puede comprenderse en la medida en que es vista como un conjunto de relaciones cambiantes en donde lo individual y lo social son inseparables, en los que la identidad tiene un sustrato material.[4]

 

            También Gilberto Giménez hace hincapié en esta forma de entender la identidad como proceso de identificación, al señalar que “la identidad no debe concebirse como una esencia o un paradigma inmutable, sino como un proceso de identificación; es decir, como un proceso activo y complejo, históricamente situado y resultante de conflictos y luchas”[5].

            Por su parte, Félix Báez considera que “la naturaleza dialéctica de la identidad se fundamenta en el hecho de que, simultáneamente, identifica y distingue grupos humanos; congrega y separa pertenencias; unifica y opone colectividades; le son inherentes los fenómenos ideológicos, la conciliación y el conflicto”[6].

            El antiguo adagio de “la historia la escriben los vencedores” no parece sustentarse más. Ya Eric Wolf en su bello libro Europa y la Gente Sin Historia[7] presenta argumentos sustanciales y de mucho peso contra la idea de que exista gente sin historia o cultura, o al margen de ella, como si todos esos sectores no privilegiados fueran “relleno” en una realidad social que hubiera podido construirse prescindiendo de ellos. Hoy más que nunca se hace evidente que no es posible la comprensión unilateral de la historia y los procesos culturales que la entretejen. Prolongando esta reflexión de Wolf, no es posible pensar un grupo humano sin cultura, como ya lo ha señalado pertinentemente Pérez Tapias:

 

La cultura acompaña siempre al hombre [...] es algo específicamente humano, a la vez producto global de la praxis humana [...] La cultura es, pues, propia del hombre y mediadora de todas sus manifestaciones, la realidad cultural es coextensiva a la realidad social: cada sociedad tiene su cultura, cada cultura responde a una sociedad [...] No hay, pues, hombre sin cultura ni cultura sin hombres. Esta sólo existe en tanto hay hombres con una existencia social, a lo que cabe añadir también que la sociedad, no es sino un conjunto de individuos, una población, cuyo modo de vida se halla culturalmente determinado por un conjunto de instituciones, prácticas y creencias compartidas[8].

 

A partir de esto nos posicionamos teóricamente en un concepto de cultura que explica la actividad humana y ésta define a la cultura. Donde hay hombres hay cultura, allí donde el ser humano se posiciona, interpreta y modifica su entorno hay presencia cultural. Podrá ser una expresión diferente a la “oficial” que desde sus parámetros construye los lineamientos de la “normalidad”, pero no se puede negar que esa expresión cultural es indisociable de un contexto histórico determinado desde el posicionamiento peculiar del grupo social que la construye. Insistimos, cultura e identidad, tal y como enfatiza Gilberto Giménez, son parte de una misma realidad indisociable e implican la diferenciación entre lo propio y lo ajeno en orden a la sobrevivencia como grupo social. No se trata de escoger entre la disyuntiva: o permanecer, o cambiar, sino de la inherente característica de la cultura y su proceso de transformación: permanencia y cambio van de la mano. Y el elemento que articula ambos factores es la identidad, entendida como un proceso incesante de identificación, un esfuerzo continuo por resignificarse en las constantemente renovadas situaciones vitales y sus circunstancias concretas determinadas por influencias económicas, políticas y sociales que rebasan enteramente el ámbito de lo meramente local y focalizado.

Así pues nos referimos también –y en esta ocasión de forma enfática- a los grupos “no-alineados” en los contextos urbanos, pues su no-adhesión a las normas seguidas por la mayoría colectiva, más que una tara dejan ver una opción social de grupos humanos que se han configurado y se recrean constantemente en el margen, y permanecen en el margen por la imposibilidad real de acceder al “centro”.

Resumiendo, lo que quiero poner a su consideración es la tremenda limitación de considerar a la cultura y la identidad como algo acabado, y frente a la cual la innovación y el cambio serían un peligro que las desestructuraría hasta hacerlas desaparecer. Muy por el contrario, la cultura -y su parte operativa: la identidad- son esencialmente dinámicas y continuamente cambiantes. Es necesario profundizar nuestra reflexión en este sentido, porque en el contexto educativo mexicano, se suele presentar tanto a la historia, como a la cultura e identidad, como elementos acabados, estáticos e inamovibles que se posicionan como absolutos innertes que acaban por legitimar clichés que pretenden dar cuenta de una colectividad, innegablemente plural, cuyos miembros no necesariamente se ven reflejados en las propuestas hegemónicas. ¿Cuál es el elemento distintivo de la identidad mexicana? Fuera de la promoción que desde el Estado se ha hecho de la Bandera, el Himno, la Virgen de Guadalupe –y tal vez hasta la Selección Nacional de futbol- no encontramos elementos que podrían funcionar de norte a sur y de costa a costa de este territorio. Llevando esta cuestión a algo más localizado, ¿Cuál es el elemento distintivo de la identidad de un habitante de la Ciudad de México? Dudo mucho que pudiera darse una respuesta que satisfaga por igual a un vendedor de fayuca de Tepito, que a un vecino de las Lomas de Chapultepec, pasando por todas las tonalidades intermedias.

            La concepción de la cultura y la identidad circunscritas exclusivamente a los objetos encerrados en las vitrinas de un museo, o en los escenarios de los teatros, salas de conciertos y muestras gastronómicas o artesanales, obnubila la realidad social constructora de cultura en las calles, los barrios y –en general- en todos los ámbitos del diverso quehacer humano cotidiano que la configura y la transforma, un quehacer que se desarrolla en medio de la desigualdad y el conflicto.

            En este sentido, las prácticas sociales que se desarrollan en los barrios marginales, las bandas, las pandillas, etc. generan una cultura específica con una identidad propia. Es cierto que pueden desarrollar prácticas que ponen en jaque la organización social “macro” del contexto social más amplio en el que quedan comprendidas, como la ciudad o el estado, pero reconocerlos como agentes culturales que inciden directamente en la propia conformación de su entorno social “micro”, redituaría mucho más en la búsqueda de soluciones a problemas conjuntos que seguir considerándolos mecánicamente como organismos patógenos en un organismo sano que considera que para “curarse” debe eliminarlos.


 



[1] Louis Duch, Un extraño en nuestra casa, Herder, Barcelona, 2007, pp. 21-22.
[2] Ididem, p. 19.
[3] La referencia que retoma Dutch de Ruggieri se refiere a: G. Ruggieri, “Gott-ein Fremder in der Kirche?”, en P. Hünermann (ed.), Gott-ein Fremder in unserent Haus? Die Zukunft des Glaubensin Europa, Friburgo-Basilea-Viena, Herder, 1996, pp. 149-170. El párrafo aquí referido se encuentra específicamente en la p. 152.
[4] José Carlos Aguado y María Ana Portal, Identidad, ideología y ritual, UAM, México 1992, p. 46.
[5] Gilberto Giménez, “Cambios de identidad y cambios de profesión religiosa”, en: Gillermo Bonfil Batalla (coordinador), Nuevas identidades culturales en México, CNCA, México, 1993, p. 72.
[6] Félix Báez Báez-Jorge, Entre los naguales y los santos, Universidad Veracruzana, Xalapa, 1998, p. 85.
[7] Eric Wolf, Europa y la Gente sin Historia, México, FCE, 1987.
[8] José Antonio Pérez Tapias, Filosofía y crítica de la cultura, Madrid, Trotta, 1995, p. 20.