Ramiro Alfonso Gómez Arzapalo Dorantes
A partir de la
observación etnográfica en relación al uso de las imágenes de los santos en
medio de la vida cotidiana dentro de las comunidades campesinas de origen
indígena en México, salta a la vista que -como personajes numinosos-, los
santos son considerados –dentro de las celebraciones rituales- como personas
vivas más que como imágenes innertes, con todas las características propias que
esto implica, tales como una voluntad propia, un ámbito específico de funciones
en medio del entorno natural y social, parentescos con otros santos y
pertenencia territorial a un pueblo en específico. Así,
las imágenes de los santos bien pueden ser consideradas como: mudos predicadores de otra historia, y
esa otra historia que predican es la
que se origina lejos del púlpito, en la lucha diaria por sobrevivir, en el
campo, en los problemas cotidianos que urgen soluciones inmediatas. Allí donde
la rudeza de la rutina hace necesaria toda la ayuda posible, las redes de
solidaridad y reciprocidad se extienden más allá del vecino tangible de carne,
hueso y sangre, para integrar a otro tipo de vecinos que comparten esta
realidad desde su propia particularidad y posibilidades: los santos.
A
partir de esto, el problema que se plantea, refiere primeramente a la pregunta
acerca de cómo interpretaron estos pueblos campesinos de ascendencia indígena,
desde su cosmovisión, las imágenes religiosas cristianas insertadas en su espacio
cultural, y a partir de su propia perspectiva interpretativa de lo divino y su
relación con lo humano, ¿qué roles le fueron asignados a las imágenes
religiosas cristianas dentro de la vida del pueblo?
Así pues, partimos
de considerar que las imágenes de los santos en las comunidades campesinas de
origen indígena en México fueron reinterpretadas de acuerdo a la cosmovisión
propia de los pueblos donde se implantaron, alejándose considerablemente de la
explicación piadosa del clero para ser adoptados como entidades sobrenaturales
cuyas funciones específicas corresponden a las necesidades históricas concretas
de los hombres que les rinden culto, incorporándose con otras personalidades de
carácter igualmente divino que definitivamente no provienen de la explicación
cristiana, sino que corresponden a una concepción mesoamericana. Dicha
adaptación o reformulación de los santos, no opera exclusivamente a nivel de un
pueblo en particular, sino que es una constante en un conglomerado de numerosos
pueblos que se engarzan en una región.
Dulce Nombre de Jesús. Imagen venerada en Tepetlixpa, México. Cartel de fiesta 2005. El fotomontaje fue preparado por los mayordomos para repartir las estampas y carteles.
Santo Santiago. Acatlán, Guerrero. Fotografía de Jaime Bernardo Díaz
Díaz. Estudios Mesoamericanos, UNAM.
Esta
peculiaridad en el uso de las imágenes religiosas, circunscritas en un entorno
cristiano católico en poblaciones de ascendencia indígena, obligan –desde la
antropología- a ofrecer una interpretación que dé cuenta de un fenómeno religioso
que se aleja considerablemente de los parámetros oficiales de la instancia
religiosa eclesial, que definitivamente entra en juego en estas
manifestaciones, pero que –dadas sus características propias institucionales-
no ve en ello sino una desviación o mala interpretación de la Verdad Revelada de la cual se considera
depositaria.
Dicha interpretación, desde la cual podríamos
dar cuenta de este fenómeno social, parte del concepto clave de religiosidad
popular. Un concepto problemático dada su polisemia, por lo que
apuntamos –en primer lugar, y de manera enfática- que no lo consideramos como
un término peyorativo o de depreciación, entre lo oficial y lo no-oficial, sino
que lo consideramos un término útil para dar cuenta de una realidad social que
se vive en un grupo subalterno (grupo de ascendencia indígena) que se encuentra
inmerso en un contexto social más amplio (Estado-Nación), y que incorpora
ciertos elementos que la oficialidad, tanto eclesial como estatal, le imponen,
pero los reformula de tal manera que el resultado es un ritual acorde a su
propia tradición cultural coherente con el proceso social históricamente
vivido, pero que encuentra puntos de amarre con las instancias oficiales
hegemónicas, de las cuales, por más que quisiera no puede librarse. Entendemos
entonces dicha religiosidad popular
como una estrategia social que “traduce” los parámetros de la oficialidad al
nivel popular, la intimidad del pueblo, el ritual, la milpa y el cerro. En este
sentido la religiosidad popular tiene un papel de intermediación entre ambos
sectores sociales que se mueven continuamente en la fricción y el conflicto.
El concepto de religiosidad popular entonces, incluye a
los sectores populares y étnicos que son sujetos de dominación. En su seno se
desarrollan procesos de resistencia y se efectúan prácticas religiosas
relativamente autónomas, que imbrican las esferas social, política y económica
en una misma realidad indivisible, pues la tendencia moderna de fracturar la
realidad en partes aisladas, es totalmente ajena a los habitantes de estos
pueblos que no establecen distinciones entre un ámbito y otro, pues la
operatividad de su vida cotidiana no establece dichas fronteras.
En el entramado
que subyace a la religiosidad popular, se llevan a cabo procesos de resignificación,
que desembocan en un sincretismo, donde
se lleva a cabo un proceso de incorporación selectiva de elementos religiosos
impuestos por un poder externo, imposición que motiva al receptor a elaborar
estrategias de selección y apropiación de esos elementos a su propio contexto
cultural y de tradición.
Así
pues, la especificidad de las prácticas religiosas populares de ascendencia
indígena, podemos explicarla como el resultado de un fenómeno sincrético que posibilita una vivencia religiosa donde
coexisten interpretaciones surgidas en distintos ambientes o contextos
culturales. Entonces dicha especificidad es producto de un proceso histórico y
la coherencia de esta síntesis está dada por la cosmovisión que articula la
concepción que se tiene del mundo, y los entes que lo habitan, donde se
encuentran animales, plantas, hombres y los entes divinos que se vinculan
directa o indirectamente con el control de las fuerzas naturales.
El
espacio del mundo, se convierte en una vecindad de los hombres, la naturaleza,
y los divinos, en la cual, todos interactúan, cada quien aportando lo que debe
desde sus posibilidades ontológicas, donde destaca la participación humana en
el ritual que –desde estos contextos- integra el orden social, político y
económico del pueblo con la naturaleza y la divinidad, una relación de la que
todos salen beneficiados, pues comparten este mismo mundo.
Siguiendo
este orden de ideas, es comprensible que la religiosidad popular en estos
contextos específicos se caracterice frente a su contraparte como una expresión
religiosa de la inmanencia, una religión de la vida diaria y de los problemas
concretos, como la salud, el temporal, la cosecha, la prosperidad material,
etc. Por esto, en este tipo de estructura religiosa, las respuestas acerca de
la vida y la resolución de problemas concretos, alcanzan su máximo grado de
resonancia.
La
idea que queremos rescatar es pensar a la religiosidad popular en contextos
indígenas como una práctica social donde convergen tradiciones diferentes y que
se expresan en manifestaciones rituales con identidad propia, lo cual, es muy
valioso y sugerente para México, entendido como un contexto pluriétnico, donde
esa pluralidad ha sido muchas veces negada en aras de una sola identidad
nacional dictada desde el grupo hegemónico.
En medio de los
vertiginosos cambios sociales que vivimos en nuestra época contemporánea,
generados en buena medida por un proyecto nacional hegemónico inserto en un
contexto mundial globalizado, resulta muy interesante que estas poblaciones
campesinas de origen indígena mantengan una actividad ritual que les posibilita
ciertas formas de relaciones sociales que favorecen redes de solidaridad y
fortalecen sentimientos identitarios anclados en una cosmovisión común, no sólo
a nivel pueblo, sino en un grupo de pueblos vecinos que forman un conjunto
diferenciable de los que no comparten esta visión.
Las
fiestas religiosas se convierten así, en el engrane central donde se engarzan,
de manera simultánea, cosmovisión, ritual, santos, necesidades materiales
concretas, relaciones sociales, prácticas políticas, soluciones económicas,
distanciamientos de las instancias hegemónicas –tanto en lo religioso, como en
lo civil-, luchas por el poder –frente a la hegemonía, y también al interior de
las facciones del propio pueblo-. El resultado de todo el conjunto es un
sistema coherente, en cuanto que opera bajo una lógica singular propia, la cual
se refuerza a través de la articulación de este engranaje en la celebración de
las fiestas en un entorno regional.
La
utilidad de estudiar estos procesos implícitos en los fenómenos religiosos en
las comunidades de origen indígena, es considerar en el ámbito
teórico-interpretativo la existencia de ambos sectores sociales en un contexto
nacional que -desde la hegemonía- pretende ignorar el empuje de los grupos
subalternos. En todo caso se trata de un esfuerzo por interpretar los fenómenos
religiosos en contextos indígenas partiendo desde la originalidad cultural e
histórica propia de esas sociedades, sin entrometer modelos ajenos a los cuales
pretender ajustarlos desde realidades totalmente lejanas a sus parámetros
autóctonos.
Sea éste un
aporte para entender esa “lógica singular” inherente en el proceso histórico-cultural
de estos pueblos y que puede ser una valiosa propuesta de interpretación para
otros procesos similares en nuestro actual mundo globalizado donde conviven lo
ultra-moderno y lo tradicional que se resiste a desaparecer.
Soteapan, municipio en la Sierra de Santa Martha en Veracruz. Etnia
zoque-popoluca. Los jesuitas y las hermanas de San José de Lyon como encargados
de la evangelización de la región, pretenden la inculturación del evangelio
valiéndose de la tradición de los pueblos indígenas basado en Jomxuk (o bien: Homshuk), dios del maíz, en una reinterpretación condensada en la
llamada “teología india”.
Fotos de Consuelo Pulido García, estudiante de teología en la UIC.