COLOQUIO CULTURAS RELIGIOSAS EN LA CIUDAD DE
MÉXICO
UNIVERSIDAD CATÓLICA LUMEN
GENTIUM
OFICINAS DEL ARZOBISPADO DE MÉXICO
22-24 DE OCTUBRE DE 2013
Las
prácticas religiosas populares: convergencias y divergencias en la
vivencia de lo sagrado
Ramiro Alfonso Gómez Arzapalo Dorantes
Introducción:
apología de la materialidad
Al tratar acerca de la religión popular no
podemos dejar de hacer una apología de la materialidad como base de partida de
toda experiencia humana. La necesidad es la impronta de nuestra ontología.
Nuestra subjetividad es una subjetividad frágil: de polvo y cenizas, como
dijera Sylvana Rabinovich (Cfr. Rabinovich
2002). La dureza de la realidad material se impone al espíritu, que para ser
humano, es necesariamente encarnado. Así, heridos por la necesidad, carentes
permanentemente de una seguridad real y duradera en este mundo hostil y rudo,
la relación con lo sagrado no puede ignorar esta huella de realidad presente en
nuestro ser humano.
Bien apunta en este sentido
Félix Báez-Jorge: “En tanto
expresiones de la conciencia, las múltiples acepciones de lo sagrado son
proyecciones subjetivas de los sujetos sociales” (Báez-Jorge 2011: 45), por lo
que se requiere, en el esfuerzo analítico, colocar en primer lugar la realidad
y no sacrificarla por pretensiones de corte universalista o arquetípico. Subyace en estos planteamientos la firme
convicción de que el ámbito de lo sagrado tiene cimientos terrenales, los
cuales se configuran históricamente, por lo que no es posible ignorar esa
configuración y determinación histórica en la aproximación teórica a lo
sagrado. La especificidad que las manifestaciones religiosas asumen en un
contexto social específico, dependen directamente de factores materiales
históricamente determinados y no de modelos universales privados de contexto.
En este sentido, bien
apuntaba Durkheim en Las formas
elementales de la vida religiosa que: “no existen, pues, en el fondo,
religiones falsas. Todas son verdaderas a su modo: todas responden, aunque de
manera diferente, a condiciones dadas de la existencia humana”. (Durkheim,
citado por Báez-Jorge 2013: 11).
En este
orden de ideas, retomo lo que discutiera Emmanuel Levinas en Los imprevistos de la historia, en el
apartado de “Filosofía del hitlerismo” refiriéndose críticamente –desde su
judaísmo- acerca de la separación alma-cuerpo en la filosofía griega y su
ulterior influencia sobre el mundo occidental:
El pensamiento filosófico y
político de los tiempos modernos tiende a situar al espíritu humano en un plan
superior a lo real, abriendo un abismo entre el hombre y el mundo. Al hacer
imposible la aplicación de las categorías del mundo físico a la espiritualidad
de la razón, el pensamiento moderno sitúa el fondo último del espíritu fuera
del mundo brutal y de la historia implacable de la existencia concreta.
Sustituye el mundo ciego del sentido común con el mundo reconstruido por la
filosofía idealista, bañado de razón y sometido a la razón. […] El hombre del
mundo liberal escoge su destino […] como posibilidades lógicas ofrecidas a una
serena razón que elige guardando eternamente las distancias. (Levinas, 2006:
28-29).
Sin embargo, la realidad es que somos
almas insertas en la mierda y el conflicto, el desorden, los impulsos, el caos
de la necesidad y el requerimiento ontológico de satisfacerla. No existe tal
división entre mundo real y racional, en todo caso, la ficción creada por la
segunda en su intento de separación y purificación del mundo, es lo que provoca
la división absurda y brutal entre alma y cuerpo en Occidente.
Esta división imposible entre razón y
materialidad, es vivenciada dramáticamente en la existencia real-concreta y se
impone como contexto cultural al ente pensante que trata de dar cuenta de sí
mismo en un entorno efímero, desechable, fugaz, gelatinoso y frívolo.
Subyace en estas ideas la apuesta de la
heterogeneidad del mundo social real más que su homogeneidad, una apuesta más
por lo diverso que por lo uno.
La
religiosidad popular: convergencias y divergencias en la vivencia de lo sagrado
Habiendo asentado los planteamientos anteriores y partiendo
desde esa base, ubico a la religión popular como una forma concreta de asumir
la religiosidad cifrada desde la existencia real, concreta y material. Nada más
encarnado que eso, pero también nada más
desafiante para una posición doctrinal “extracomunitaria”, y me explico en
cuanto al término: los fenómenos religiosos populares tienen siempre un
referente doméstico. Dada su adhesión a lo íntimo del pueblo, barrio, colonia o
grupo que le da vida y vigor, la religiosidad popular no puede ser pretendida
bajo una caracterización universal, y conservará siempre su sentido y
coherencia en relación con el contexto social particular que la genera. Así,
como dijera mi abuela entre los dichos de su pueblo, refiriéndose al médico que
tomaba nota en su libreta cuando un paciente se curaba y otro no: “Lo que es bueno para uno, no es bueno para
el otro”.
En la religión popular se debate la identidad, pertenencia y cobijo
social de grupos poblacionales subalternos que no se sienten identificados con
lo que se dicta desde la hegemonía y encuentran refugio a su propia
singularidad en las expresiones religiosas populares y las instancias que las
posibilitan. En este sentido, el peso que la identidad tiene en estos procesos
religiosos populares es un elemento que no puede pasar desapercibido.
La
“religiosidad popular”, en necesaria referencia a la “religión oficial”, son
términos que –desde la antropología- tratan de desentrañar las lógicas
operantes en uno y otro lado. Desde el seno de la antropología, la religiosidad
popular necesariamente tiene que entenderse desde la particularidad cultural e
histórica que la origina, es decir, no existe una religiosidad popular
omniabarcante que de cuenta de los fenómenos religiosos populares de todos los
lugares. Más bien, la religiosidad popular tiene siempre –como ya dijimos
antes- un referente doméstico, es en la particularidad de un determinado pueblo
y su historia, donde es posible describir los fenómenos religiosos populares
significativos a esa población desde la singularidad de los procesos que la
conforman.
La religión, para los
sectores populares que vigorizan las expresiones religiosas populares, es algo vital, no es una excentricidad.
Tiene que ver con el apoyo que se requiere en el ámbito material para la
subsistencia en esta realidad inmanente. Así, los fines perseguidos dentro de
la religiosidad popular no se sitúan en el campo escatológico, sino en esta
realidad tangible que demanda satisfactores inmediatos y continuos.
En
este contexto de religión popular, lo importante son las funciones pragmáticas
operantes en el orden material, lo cual devela una diferencia radical entre la
concepción religiosa católica oficial y la concepción religiosa popular. La
primera invierte sus esfuerzos en una apuesta que no ha de ganarse en esta
vida, mientras que la segunda invierte y gana aquí en esta vida terrenal.
Desde este punto de vista,
resulta obvio lo señalado desde el subtítulo de este pequeño apartado: las
convergencias y divergencias en la relación con lo sagrado provienen de la
diferencia social, significados y roles que juegan los actores sociales desde
su particularidad como miembros de una sociedad Macro.
Ilustrativamente, Cristina
Auerbach Benavides, escribe en la revista Magis,
refiriéndose a las comunidades que se dedican a la minería del carbón en el
municipio de Músquiz, Coahuila:
la mayoría de las familias del carbón
no sueñan con la iglesia porque no la conocen o la conocen demasiado. No saben
el nombre de su obispo, pero saben que se sitúa al lado de las grandes empresas
o que es el gran ausente cuando la muerte alcanza a los mineros de minas
ilegales o clandestinas. Para muchos, no importa quién es el párroco, ni qué
hace, ni para qué está, porque ni siquiera va a los funerales de los mineros.
(Auerbach: 37).
Dos
ejemplos de canonizaciones populares en Latinoamérica
Esta característica de la religión popular en
su tensa relación con las instancias religiosas oficiales, institucionalizadas
y hegemónicas, devela un conflicto presente en todo el entramado social de
estos grupos culturales que dan vida y sustento a dichas manifestaciones
religiosas al margen de la ortodoxia. La
separación entre los intereses de la religión oficial y los de la religión
popular, es una distancia abismal que acentúa de forma diferente –y de hecho en
extremos muy divergentes- los propósitos, esperanzas y expectativas humanas en
relación a lo divino.
Desde
este punto de vista, refiero brevemente dos casos latinoamericanos que ilustran
lo recién expresado: Monseñor Romero, en El Salvador y La Difunta Correa en
Argentina. Ambos casos son ejemplos de canonizaciones populares que evidencian
–en el culto- las diferencias sociales (en cuanto a proyectos
sociales-nacionales) entre una hegemonía que detenta el poder, tiende a la
homologación, la uniformidad y el franco integracionismo a ese monoproyecto
social, y por otro lado, los grupos tradicionales que no se ven reflejados en
dichos proyectos, y luchan por conservar sus tradiciones de corte ancestral, su
identidad cultural autóctona y sus estructuras sociales locales.
Monseñor
Romero en El Salvador es un ejemplo evidente de esa canonización popular, una
canonización que por razones políticas y religiosas ortodoxas, difícilmente
llegará a oficializarse, al menos en un futuro cercano. Sin embargo, la forma
en que el pueblo salvadoreño se volcó en derredor de su arzobispo desde el
funeral después de su asesinato, marcó el derrotero de un culto popular que –en
esos difíciles momentos de aquella nación- denotaba la urgencia de adscripción
social, cobijo, pertenencia y unión entre grupos no favorecidos desde el poder
hegemónico nacional, y además fuertemente violentados para integrarse a ese
proyecto en detrimento propio. La santidad reconocida, desde el pueblo al
arzobispo Romero, radica no tanto en su virtud y ortodoxia, sino en su opción
por los pobres y los reprimidos de aquél momento, marcando una clara división
de un “ellos” (gobierno represor) y un “nosotros” (los marginados). El pueblo
ve a este hombre como santo, porque reconoce en él una autoridad que se quedó
del lado de los reprimidos, no “se rajó”, ni se vendió, ni los entregó, como en
el ámbito político tan frecuentemente ocurre. Esta realidad se ve aún hoy
reflejada en la catedral de El Salvador, donde el culto en el sótano en
derredor de la tumba de Monseñor Romero, contrasta con el culto oficial en la
planta superior de la liturgia católica ordinaria.
En
el caso de la Difunta Correa, esta mujer –de apellido Correa- se ve obligada a
desplazarse, huyendo de los conflictos políticos de la Argentina de principios
del s. XX, nuevamente en derredor de problemas generados por proyectos
modernizadores patrocinados desde el estado, que violentan a los grupos
tradicionales locales, que no se ven reflejados en dichos proyectos. Esta mujer
caminó, con un baúl debajo de un brazo, y con el otro, cargando a su hijo.
Caminó y caminó hasta caer muerta, por lo que se le representa como una mujer
muerta tirada boca arriba en el piso, con el crío prendido de su pecho. Casos
parecidos son los del Gauchito Gil, y otros ejemplos de canonización popular de
la época. En todo caso, no son personajes que hayan hecho algo específicamente
sobresaliente, heróico o destacado en un acto monumental, más bien, son gente
que “aguantó vara”, que siguió hasta donde pudo y fue truncada por proyectos
exógenos a su realidad social local. Eso el pueblo lo entiende perfectamente,
para ellos la virtud fue aguantar y no ceder, y si se cae, se cae permaneciendo
lo que se es en la propia identidad. Ante la carencia de virtud que acusaría un
proceso eclesiástico de canonización, el sector popular valora aquello en lo
que ve reflejada su lucha diaria por sobrevivir física y culturalmente. Estos
personajes que sucumbieron ante un proyecto social hegemónico expansivo y
violento, se convierten en los modelos de virtud con poderes suprahumanos en la
vivencia religiosa cotidiana de los grupos marginados.
En
este sentido, en la religión popular encontramos una radiografía de los
procesos sociales conflictivos entre grupos antagónicos, pues evidencia luchas
de poder, tironeo por la gestión del tiempo y el espacio sagrado, debates entre
los mismos símbolos pero interpretados diferentemente de uno y otro lado, etc.
La tensa relación entre lo
popular y lo oficial pareciera ser un juego perenne del “gato y el ratón”.
Cualquier pensamiento que se enfrenta con un “corpus” establecido y articulado
desde el Dogma, pareciera no tener esperanza alguna más que el desecho a
priorístico de cualquier punto de discusión, pues atenta contra lo establecido
como inamovible y punto férreo de referencia que de ser cuestionado hace
cimbrar el universo entero. Ya desde el campo literario, Miguel de Cervantes
Saavedra escribía en El Quijote lo siguiente, en sus primeras páginas:
En un lugar
de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivía
un hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo
corredor […]
En
resolución, él se enfrascó tanto en su lectura, que se le pasaban las noches
leyendo de claro en claro, y los días de turbio en turbio, y así, del poco
dormir y del mucho leer, se le secó el cerebro, de manera que vino a perder el
juicio. Llenósele la fantasía de todo aquello que leía en los libros, así de
encantamientos, como de pendencias, batallas, desafíos, heridas, requiebros,
amores, tormentas y disparates imposibles, y asentósele de tal modo en la
imaginación que era verdad toda aquella máquina de aquellas soñadas invenciones
que leía, que para él no había otra historia más cierta en el mundo. (Cervantes
s/f: cap. I).
¿Acaso no es este el mismo
fin de cualquier dogmático? Sea cual fuere el nombre particular que pudiera
dársele, el punto de partida, las fuentes y el punto de llegada están dadas de
forma indiscutible, y en el esfuerzo por atornillar el cosmos entero a esa
seguridad interpretativa, las huellas de las distintas procedencias acaban por
borrarse en un pasado mítico que arranca de sus raíces históricas la
conformación del dogma, presentándose –finalmente- como un producto suprahumano
sin actores, ni procesos, ni conflictos,
ni temporalidad.
Como ejemplo cercanísimo a
nosotros –en nuestro contexto mexicano- podríamos ilustrar esto con el caso de
la Virgen de Guadalupe, cuya hierofanía se data en 1531. Sin entrar en los
pormenores de su historicidad y exactitud, es muy temprano en el s. XVI en el
proceso evangelizador de estas tierras. Frente a esto, Fray Bernardino de
Sahagún, uno de los máximos cronistas de aquellos tiempos, plasmaba sus
sospechas en relación al culto del Tepeyac, cuando al final del libro XI, en el
ápendice sobre supersticiones escribe:
Cerca de las montañas se localizan
tres o cuatro lugares en los que ellos solían ofrecer solemnes sacrificios, y a
los cuales llegaban en peregrinaje desde los más remotos lugares. Uno de esos
lugares está aquí en México. Es una pequeña colina llamada Tepeyac [...] ahora
conocida como Nuestra Señora de Guadalupe. En este mismo lugar tenían un templo
dedicado a la madre de los dioses, a quien llamaban Tonantzin, que significa
“Nuestra Madre”. Allí se realizaban numerosos sacrificios en su honor... a los
festivales asistían hombres, mujeres y niños... Las multitudes invadían el
templo en esos días. La gente decía: “Vamos a la fiesta de Tonantzin”. Hoy la
iglesia edificada allí está dedicada a Nuestra Señora de Guadalupe, a quien
ellos llaman también Tonantzin, imitando a sus prelados, que decían: “Nuestra
Señora Madre de Dios, Tonantzin”[...] Así que vienen desde muy lejos a visitar
a esta Tonantzin tanto como antes; encontrándonos con que esta devoción es
sospechosa, ya que en todas partes hay numerosas iglesias dedicadas a Nuestra
Señora que ellos no visitan; sino que vienen desde los más remotos lugares
precisamente a éste. (Sahagún, 1992: 704).
En
todo caso, los años han pasado y ¿qué hay ahora en el catolicismo mexicano más
oficial y ortodoxo que la Virgen de Guadalupe? Como bien señala Félix
Báez-Jorge en su libro Debates en torno a lo sagrado, insisto en lo
apuntado párrafos arriba: subyace en estos
planteamientos la firme convicción de que el ámbito de lo sagrado tiene
cimientos terrenales, los cuales se configuran históricamente, por lo que no es
posible ignorar esa configuración y determinación histórica en la aproximación
teórica a lo sagrado. La especificidad que las manifestaciones religiosas
asumen en un contexto social específico, dependen directamente de factores
materiales históricamente determinados y no de modelos universales privados de
contexto. (Cfr. Báez-Jorge 2011).
Esto
nos recuerda en todo sentido que volver a las raíces de la conformación de las
ideas que subyacen en el dogma, aleja al intelecto de las pasiones arrebatadas
del concurso y la descalificación apensante, y reditúa en volver al origen para
una mejor comprensión –cabal y holística- de lo que se cree en una línea
temporal donde aquello que se ha configurado como dogma, pasó un proceso conflictivo,
dinámico, muy permeable, de selección y discriminación de elementos propuestos
en una cultura específica. La idea de “pureza”, “verdad plena”,
“infalibilidad”, son un acto posterior de la conciencia social religiosa
institucionalizada, que pretende la reducción a lo uno de la inmensa pluralidad
existente en la realidad tangible y cotidiana.
La
religión en el actual contexto posmoderno y las críticas intraeclesiales al
cristianismo histórico
En la posmodernidad, la religión está de nuevo en escena, a franco
contrapelo de las tendencias modernas que hasta mediados del siglo pasado
habían pretendido el total aniquilamiento de este Opio del pueblo, o mal de
conciencia, negativo, pero necesario hasta cierto punto.
No es el caso en nuestros días, hoy
por hoy en el contexto contemporáneo ha cobrado particular importancia la
religión y el reconocimiento del lugar que ésta ocupa en la sociedad, a pesar
del intento secularizador moderno que pretendió desplazarla o confinarla al
ámbito meramente privado, y frente al cual la religión nunca dejó de tener
presencia social con funciones específicas en medio del mundo Occidental.
Sin embargo, es un retorno a lo
sagrado y el misterio, en esa ambigüedad, sin tal o cual adscripción
institucional, o al menos, de compromiso de vida a largo plazo. En este
sentido, bien apunta Lluis Dutch:
La
actual “crisis de Dios” resulta tanto más difícil de analizar e interpretar por
cuanto ha irrumpido en una atmósfera religiosa muy distendida, en medio de un
“retorno de lo religioso” sumamente amigable o como señala Metz, en “una época
de religión sin Dios cuyo lema podría ser: religión sí, Dios no […] Al
contrario de lo que sucedía hace sólo unas pocas décadas, “lo religioso”, con
su manifiesta y profunda ambigüedad, se halla diseminado en nuestra sociedad
con mil rostros y manifestaciones. Con relativa facilidad, puede observarse en
ella –tan secularizada, según la opinión de muchos- una notable expansión de
una religiosidad invisible o difusa que prescinde de las mediaciones
de las instituciones religiosas especializadas, que antaño fueron los únicos intermediarios
reconocidos entre Dios y los hombres. Por eso creemos que lo que ahora realmente está en crisis es el Dios cristiano. […] Se
busca con ahínco, al margen de Dios o, al menos, al margen del Dios de la
tradición judeocristiana, una religión “a la carta” cuyo destinatario último es
el mismo ser humano, sus estados emocionales, su afán descontrolado e
impaciente de vivencias, su inapetencia social. Sin exagerar, podría decirse
que la orden de Yavé a Abraham: “Vete de tu casa, de tu parentela y de la casa
de tu padre, a la tierra que yo te mostraré” (Gn 12, 1), para muchos, se ha
transformado en esta otra: “¡Vete a tu interior, desciende hasta las
profundidades de tu mismidad y no te preocupes de nada más!”. (Lluis Duch 2007: 21-22).
Ya
algunos teólogos como José María Mardones (Cfr.
1988, 1991, 1999) y Luis de Carbajal (Cfr.
1989, 1993 a y b) insisten que en el actual entorno globalizado de corte
eminentemente posmoderno, la religión cristiana se encuentra sumergida en una
crisis sin precedentes que la estructura institucional no parece ser capaz de
afrontar bajo los lineamientos tradicionales, precisamente por estar en crisis
la figura de la institución, la autoridad y la tradición, no solamente en el
ámbito eclesiástico, sino en todos los ámbitos de la cultura Occidental. En la
misma línea de pensamiento está el ya citado Lluis Duch, quien - como monje
benedictino, pero también como antropólogo- realiza una fuerte crítica –desde
adentro- a la Iglesia en su configuración actual, pues sostiene que Dios,
dentro del cristianismo, se ha convertido en un extraño en su propia casa, el
anuncio nitzcheano de Dios ha muerto,
se ha convertido en algo real y cotidiano, un Dios muerto que murió porque lo
matamos, mediante el robo de su trascendencia, al inmanentizarlo en conceptos y
argumentos sólidos, lógicos, coherentes y convincentes que lo despojaron de
todo carácter personal, dejándolo desnudo de todo sentido y flotando su cadáver
en el mar del absurdo y el vacío.
Este
autor, acuña dos términos cruciales para exponer su pensamiento al respecto:
1.) El Trayecto Biográfico
2.) La Eclestización del Cristianismo
En relación al primero se
trata de un eminente personalismo en la relación con lo sagrado. No son
posibles las universalizaciones descontextualizadas del individuo concreto,
real, sufriente, sintiente, pasional y materialmente necesitado que en su
propia historia concreta se configura de una forma no masificada. En relación
con el segundo término, la “eclestización del cristianismo” se refiere a la
reducción de lo cristiano y del mundo de Dios a los intereses de la Iglesia.
Una iglesia que deja de ser mediadora para convertirse en el punto de llegada,
como meta en sí misma, aniquila el espíritu de apertura propio del
cristianismo, no como ideología, sino como camino de vida que articula lo
humano y lo divino de forma indisociable (Cfr.
Bech, Hernández y Arllette 2012).
Los
autores mencionados en este subtítulo –desde el seno de la iglesia y la
teología- critican fuertemente la identidad católica contemporánea, porque se
ha quedado enana frente a la realidad desbordantemente nueva que afrontamos. Dice Dutch (2007:91), retomando a Giuseppe
Ruggieri[1]:
La hipótesis que sustenta un discurso verosímil sobre la extrañeza de
Dios en su Iglesia es que no sólo por parte de algunos pensadores, sino como
componente de la conciencia general, ha madurado una representación de las
relaciones humanas que se fundamenta en otra valoración de la alteridad sexual,
cultural, religiosa, etc. Esa nueva valoración hace posible, por un lado, una
comprensión más profunda del Dios de Jesucristo y, por el otro, pone al
descubierto una insuficiencia “jurídico-teológica” de la comprensión que tiene
la Iglesia de sus relaciones con el otro. Es esta insuficiencia
jurídico-teológica de la Iglesia en sus relaciones con el otro la que provoca
la extrañeza de Dios. Dios, sin embargo, conserva “su” derecho.
Retomo
las siguientes palabras que usa Félix Báez como epígrafe de uno de sus libros,
retomadas de una carta que dirige Lev Tolstói a Mahatma Gandhi en 1910:
Toda la
vida de los pueblos cristianos es una constante contradicción entre aquello que
predican y aquello sobre lo que construyen su vida: una contradicción entre el
amor aceptado como ley de vida y la violencia considerada incluso indispensable
en ciertos casos, […] Esta contradicción fue creciendo a la par que se
desarrollaban los pueblos del universo cristiano y en los últimos tiempos ha
alcanzado su punto culminante. (Lev Tolstói, Carta a Gandhi, 1910, citado
por: Báez-Jorge 2011: 11).
Y
esto podría ampliarse a la división tajante y grotescamente dicotómica entre un
pensamiento de inspiración cristiana que implicaría –al menos desde la teoría-
cierto humanismo a la cristiana, o sea, una forma divina de ser humano, dadas
las implicaciones de la visión de la Encarnación, y por el otro lado –tenemos
en contraste-, una forma pragmática, histórica y reiterada de desechar al ser
humano tan pronto “estorbe” para los fines preestablecidos de un programa
prediseñado, pasando de prójimo a enemigo tan pronto como las circunstancias
cambien: hijos de un mismo Padre, pero al fin y al cabo prescindibles,
desechables y vanos.
Este
estilo de cristianismo, tan en boga desde los productos sociales resultantes de
la institucionalización, la jerarquía, las relaciones de poder y –en general-
desde el interés mundano, la objetivación y la inherente despersonalización que
conlleva, ha encontrado un caldo de cultivo excelente y óptimo en la apatía
social posmoderna contemporánea, su sed insaciable de trascendencia
exclusivamente individual, en total inapetencia por cualquier tipo de
compromiso social o proyecto a largo plazo que arranque al individuo solipsista
de la gratificación inmediata.
Esta
crítica implica el avivamiento del espíritu de búsqueda sincera por lo sagrado
y su comprensión, sabiendo que nuestra humanidad va en juego en el intento.
Lejos de lo criticado en el párrafo anterior, y de ese cierto estilo de
cristianismo tan lógico, coherente, unívoco, teórico, pero también tan
prostituible en las distancias entre la teoría y la práctica, se hace necesario
retomar el espíritu que subyace en la búsqueda de Dios como rostro (dentro del
cristianismo) y su conformación histórica recordándonos que lo diverso,
heterodoxo y diferente estuvieron en la génesis misma de esta Iglesia, lo cual
lleva a su reinterpretación y tal vez rectificación de rumbo.
Lo
sagrado, la trascendencia y el misterio, implica un necesario encuentro con lo
más excelso, intocable y digno del propio ser humano. Esta reflexión apunta a
despertar a un cristianismo consciente de sus raíces y contradicciones
inherentes desde la conformación de sí mismo. Contradicciones presentes en la
realidad humana. Ser humano es una forma de ser plagada de contradicciones,
luces y sombras, vida y muerte, pros y contras, integrados en un ser
indisociable que vive, sueña, ama, construye y destruye, odia, se desespera y
muere, todo en un mismo actor.
Entre
la inmanencia y la trascendencia: retroalimentación religiosa desde lo popular.
La distinción
que la religión oficial hace entre este mundo y el otro, implica la separación
del ámbito humano y el divino, donde la divinidad se acerca a la realidad
humana, pero el fin último se concibe fuera de esta realidad. Es una visión de
la trascendencia donde los ámbitos de lo humano (terrenal, perecedero,
inmanente) están muy bien diferenciados de lo divino (celestial, eterno,
trascendente).
En base a lo observado en los cultos
populares con enfoque etnográfico, esta distinción de los ámbitos humano y
divino no opera, de hecho no existen en sí esos ámbitos, sino que se trata de
una sola realidad, ésta, la que conocemos y en la que nos movemos, donde
cohabitan el hombre, la naturaleza y los entes divinos, en una interrelación
que integra a las partes en un destino común. Así, el santo, como entidad
divina en sí mismo, es un habitante del mundo, un vecino del hombre, pero con
cualidades y potencialidades diferentes, pero al fin y al cabo una entidad
personal con la que se puede pactar, con quien se puede hablar, y a la que se
puede convencer de que de algo que el hombre por sí sólo o no podría o le
costaría mucho tiempo alcanzar. Como es considerado una persona, tiene voluntad
propia, así que es susceptible de ver influenciada su voluntad a través de
regalos –o en casos extremos- castigos para presionarlo. Siguiendo esta misma
línea, al ser persona, tiene a la vez gustos y disgustos, por lo que es
ambivalente, pues así como da, puede quitar, tiene una faceta dadivosa, pero
también castiga. Hay que tratarlo con ciertas precauciones rituales, porque se
considera que tiene personalidad, humor, deseos, amistades y enemistades, buenos
y malos ratos, como todos nosotros, y nadie quisiera tocarlo justo en el punto
que lo hace explotar.
La separación
que se aprecia entre la festividad popular en estos pueblos y los patrones
oficiales de celebración litúrgica en la ortodoxia eclesial, nos llevan a
deducir que las motivaciones en uno y otro lado son diferentes y lo que se
busca con la celebración responde también a intereses distintos.
Desde la articulación de ideas
expuestas en este aporte, pretendo mostrar que el espíritu subyacente en los
fenómenos religiosos populares, podría retroalimentar a la religión oficial en
su espíritu desgastado –al parecer de muchos como se indicó anteriormente-
reconstruyéndose su ámbito de significación a partir del vigor y dinamismo
inherentes en los sectores que dan vida y forma a la religiosidad popular. Si
el cristianismo contemporáneo se vuelve una extraña religión desacralizada (por
el desgaste en su concepción de lo divino y su consecuente vacuidad de sentido
de Dios y lo religioso) ¿no podría re-sacralizarse en una retroalimentación de
la vivencia de lo sagrado desde otras coordenadas culturales otrora
despreciadas y minusvaloradas?
Conclusión
La idea que
queremos rescatar es pensar a la religiosidad popular como una práctica social
donde convergen tradiciones diferentes y que se expresan en manifestaciones
rituales con identidad propia, lo cual, es muy valioso y sugerente para México,
entendido como un contexto pluriétnico, donde esa pluralidad ha sido muchas
veces negada en aras de una sola identidad nacional dictada desde el grupo
hegemónico. En palabras de Luis Millones, reconocemos una vivencia cultural en
la cual “se descubre a la lejanía la oscurecida presencia del cristianismo
detrás de las muchas capas de un mestizaje que no concluye”. (Millones 2010:
54).
En
medio de los vertiginosos cambios sociales que vivimos en nuestra época
contemporánea, generados en buena medida por un proyecto nacional hegemónico
inserto en un contexto mundial globalizado, resulta muy interesante que las
poblaciones locales, íntimas y tradicionales, mantengan una actividad ritual
que les posibilita ciertas formas de relaciones sociales que favorecen redes de
solidaridad y fortalecen sentimientos identitarios anclados en una cosmovisión
común, no sólo a nivel singular, sino en un grupo de pueblos, barrios o
colonias vecinas que forman un conjunto regional diferenciable de los que no
comparten esta visión.
La fiesta religiosa popular se
convierte así, en el engrane central donde se engarzan, de manera simultánea,
cosmovisión, ritual, santos, necesidades materiales concretas, relaciones
sociales, prácticas políticas, soluciones económicas, distanciamientos de las
instancias hegemónicas –tanto en lo religioso, como en lo civil-, luchas por el
poder –frente a la hegemonía, y también al interior de las facciones de la
propia comunidad-. El resultado de todo el conjunto es un sistema coherente, en
cuanto que opera bajo una lógica singular propia, la cual se refuerza a través
de la articulación de este engranaje en la celebración de las fiestas en un
entorno social específico.
No
podemos dejar de mencionar el impulso que esta dinámica proporciona a la
identidad, pues se desarrollan actividades comunes donde el beneficio se
comparte. La participación colectiva intensa en estas actividades crea un
referente común en el santo, el trabajo, la fiesta, la diversión, los gastos y los beneficios que
no recaen en un particular, sino en el grupo.
Así pues, impulsada por su propia lógica interna, esta dinámica engrana
lo económico, político, social y religioso, ayudando al amalgamamiento de una
forma de existencia social concreta, que responde a las necesidades y
antecedentes concretos del lugar donde se origina. La memoria que el pueblo,
barrio o colonia guarda de su pasado, le ayuda a definir su identidad, en una
continuidad, que no sólo es referencia al pasado, sino una proyección hacia lo
venidero, donde la acción presente es la que asegura dicha continuidad.
Referencias
bibliográficas
Auerbach Benavides, Cristina, “Una iglesia con el rostro
encarbonado”, en: Revista
Magis, Guadalajara, ITESO, núm. 434,
junio-julio de 2013, p. 37.
Bech, Julio Amador; Hernández, Quintero; Arllette, Jennie,
“La humanidad de lo
humano.
Aproximaciones a la antropología de Lluís Duch”, en: Revista Mexicana de Ciencias Políticas y Sociales, México, UNAM,
vol. LVII, núm. 216, pp. 25-40.
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[1] La
referencia que retoma Dutch de Ruggieri se refiere a: G. Ruggieri, “Gott-ein
Fremder in der Kirche?”, en P. Hünermann (ed.), Gott-ein Fremder in unserent Haus? Die Zukunft des Glaubensin Europa,
Friburgo-Basilea-Viena, Herder, 1996, pp. 149-170. El párrafo aquí referido se
encuentra específicamente en la p. 152.