Vivir la Fe en la ciudad hoy. Las grandes ciudades
latinoamericanas
y los
actuales procesos de transformación social, cultural y religiosa.
Congreso del Proyecto internacional e
interdisciplinario
de
investigación “Pastoral Urbana”
(Universidad
de Osnabrück / Alemania).
XI
Seminario internacional e interdisciplinario del Intercambio
cultural latinoamericano-alemán
(ICALA / Universidad
Iberoamericana).
Programa
Alumni DAAD-BMZ (Universidad de Osnabrück / Alemania).
Instalaciones
de la Conferencia Episcopal Mexicana,
Lago
de Guadalupe, C. Izcalli, Edo. México.
28 de febrero de 2013.
Reflexiones sobre las
Unidades Habitacionales como fenómeno cultural
Ramiro Alfonso Gómez Arzapalo Dorantes
La
historia del Occidente y la historia del Cristianismo, han estado –tanto para
bien, como para mal- intrínsecamente entrelazadas, hasta el punto de disolverse
en un mismo cauce en muchos lapsos a través de estos veinte siglos. Desde este
punto de partida, tenemos que reconocer que la idea misma de Dios, como concepto,
está fraguada en lo que el occidente ha gestionado desde la irrigación de sus
venas Griega, Romana y Hebrea, y se ve afectada cuando la configuración de la
cultura muta y se transforma. No está de más iniciar recalcando esto, pues en
el actual contexto contemporáneo, la crisis generalizada que se vive en todos
los ámbitos de la cultura occidental, trastoca profundamente los cimientos y
postulados básicos sobre los cuales erigíamos –como occidentales- nuestro
“mundo”. En este sentido, y en relación profunda con el tema propuesto para la
reflexión que nos congrega, tenemos que considerar que la actual crisis de la
Iglesia, no está aislada del contexto cultural global, y en muchos sentidos,
valdría la pena considerar qué tanto de esa crisis es por ser Iglesia y qué
tanto es por ser una Institución de cuño occidental. El oleaje de esta crisis
no proviene del interior de la institución eclesiástica, sino que se mueve
sobre este oleaje a la par que las demás instituciones culturales del occidente
moderno en medio de corrientes que alejan cada vez más de los fundamentos de la
modernidad.
En este sentido, no creo exagerar al
decir, que el Occidente y sus instituciones tienen una especial tara en el
reconocimiento de lo sagrado cifrado desde otros horizontes culturales.
Primero, porque Occidente se reservó el derecho en siglos precedentes a ser la
única voz digna de ser escuchada, ya fuera desde sus prerrogativas religiosas y
doctrinales, como ocurrió durante toda la edad media, o bien, desde el discurso
científico moderno que, desbancando la intolerancia religiosa se irguió como
una nueva intolerancia positivista constituyéndose en un nuevo mito que también
reclamó soberbiamente ese derecho a la unicidad monológica. En segundo lugar,
dicha tara, le viene de su –hasta hace algunas décadas- incuestionable
postulado de supremacía cultural y civilizatoria. El Darwinismo llevado a la
esfera social humana influenció muchas posturas de corte filosófico, que
defendieron la existencia de estadios evolutivos, en los cuales –por supuesto-
el Occidente era la cumbre, reservándose el derecho de calificar de salvajes,
bárbaros y primitivos a los otros grupos humanos, y en base a eso, ejercer su
dominio ideológico, político, económico y militar sobre ellos, sin empacho de
la destrucción generalizada de culturas, bajo las ruedas de esta maquinaria de
progreso que más temprano que tarde nos develó su rostro inhumano y la
intrínseca estupidez de quien socava el suelo sobre el cual está parado.
Desde este punto de vista, las
tradiciones religiosas no-occidentales, fueron genéricamente vistas por el
cristianismo occidental, como obstáculos a la adscripción a la Única
posibilidad oficial de religión. Pero
–paradógica y cruelmente- también llegó el momento en que la misma religión
cristiana cayó en ese inmenso bote de desperdicios a donde el Occidente arrojó
todo aquello no sustentado por la razón, todo lo no cualitativa y
cuantitativamente sustentado por ella y su lógica, impíamente se desechó del
horizonte de lo “verdadero”, lo “certero”, lo “válido”, y allí fue a parar toda
expresión religiosa, incluyendo la cristiana.
Sin embargo, en décadas recientes,
el interés que en las ciencias sociales se ha despertado por los asuntos
religiosos, llama poderosamente la atención, pues pareciera ser una ruptura en
la consecución de ideas desarrolladas en la modernidad occidental, abriéndose
–para muchos- la posibilidad de atisbo de un nuevo horizonte en la vida
contemporánea del occidente destilado en el concepto de posmodernidad –a falta
de mejor término-. Sea como sea, la religión está de nuevo en escena, a franco
contrapelo de las tendencias modernas que hasta mediados del siglo pasado
habían pretendido el total aniquilamiento de este Opio del pueblo, o mal de
conciencia, negativo, pero necesario hasta cierto punto.
No es el caso en nuestros días, hoy
por hoy en el contexto contemporáneo ha cobrado particular importancia la
religión y el reconocimiento del lugar que ésta ocupa en la sociedad, a pesar
del intento secularizador moderno que pretendió desplazarla o confinarla al
ámbito meramente privado, y frente al cual la religión nunca dejó de tener
presencia social con funciones específicas en medio del mundo Occidental.
Sin embargo, es un retorno a lo
sagrado y el misterio, en esa ambigüedad, sin tal o cual adscripción
institucional, o al menos, de compromiso de vida a largo plazo. En este
sentido, bien apunta Louis Dutch:
La
actual “crisis de Dios” resulta tanto más difícil de analizar e interpretar por
cuanto ha irrumpido en una atmósfera religiosa muy distendida, en medio de un
“retorno de lo religioso” sumamente amigable o como señala Metz, en “una época
de religión sin Dios cuyo lema podría ser: religión sí, Dios no […] Al
contrario de lo que sucedía hace sólo unas pocas décadas, “lo religioso”, con
su manifiesta y profunda ambigüedad, se halla diseminado en nuestra sociedad
con mil rostros y manifestaciones. Con relativa facilidad, puede observarse en
ella –tan secularizada, según la opinión de muchos- una notable expansión de
una religiosidad invisible o difusa que prescinde de las mediaciones
de las instituciones religiosas especializadas, que antaño fueron los únicos
intermediarios reconocidos entre Dios y los hombres. Por eso creemos que lo que ahora realmente está en crisis es el
Dios cristiano. […] Se busca con ahínco, al margen de Dios o, al menos, al
margen del Dios de la tradición judeocristiana, una religión “a la carta” cuyo
destinatario último es el mismo ser humano, sus estados emocionales, su afán
descontrolado e impaciente de vivencias, su inapetencia social. Sin exagerar,
podría decirse que la orden de Yavé a Abraham: “Vete de tu casa, de tu
parentela y de la casa de tu padre, a la tierra que yo te mostraré” (Gn 12, 1),
para muchos, se ha transformado en esta otra: “¡Vete a tu interior, desciende
hasta las profundidades de tu mismidad y no te preocupes de nada más!”.[1]
Ya algunos teólogos como José María
Mardones y Luis de Carbajal insisten que en el actual entorno globalizado de
corte eminentemente posmoderno, la religión cristiana se encuentra sumergida en
una crisis sin precedentes que la estructura institucional no parece ser capaz
de afrontar bajo los lineamientos tradicionales, precisamente por estar en
crisis la figura de la institución, la autoridad y la tradición, no solamente
en el ámbito eclesiástico, sino en todos los ámbitos de la cultura Occidental.
En la misma línea de pensamiento está Louis Duch, quien - como monje
benedictino, pero también como antropólogo- realiza una fuerte crítica –desde
adentro- a la Iglesia en su configuración actual, pues sostiene que Dios,
dentro del cristianismo, se ha convertido en un extraño en su propia casa, el
anuncio nitzcheano de Dios ha muerto,
se ha convertido en algo real y cotidiano, un Dios muerto que murió porque lo
matamos, mediante el robo de su trascendencia, al inmanentizarlo en conceptos y
argumentos sólidos, lógicos, coherentes y convincentes que lo despojaron de
todo carácter personal, dejándolo desnudo de todo sentido y flotando su cadáver
en el mar del absurdo y el vacío.
Sin embargo, invito a considerar que
el individuo, aún el posmoderno, una vez que cobra conciencia, debe
posicionarse en el caos en el que se encuentra a sí mismo, un caos que urge
cosmificar, en el nombrar, interpretar, asignar sentido, mediante lo cual esta
maraña desarticulada y caótica de hostilidad y absurdo, se convierte en mundo.
Este acto de generación de mundo genera también la identidad del individuo
inserto en su colectividad. Identidad que en primera instancia se vive como la
impronta que deja el grupo que acoge, su huella peculiar y distintiva, pero que
a partir del acontecimiento de la toma de conciencia, se vuelve un asunto de
responsabilidad, entendida como capacidad de responder, ante uno mismo y ante
los otros. Así la identidad, deja de ser tanto esa huella dactilar impresa en
el momento creacional del individuo por su sociedad, para convertirse en un
asunto sumamente dinámico y dialéctico, en el que la acción genera el proceso
de identificación, un individuo que actúa y mediante su acción genera su propia
identidad, lo cual abre la posibilidad del cambio y la transformación en los
procesos identitarios.
En el sentido que pretendí dar en esta
breve disertación, me parece que los autores mencionados antes –desde el seno
de la iglesia y la teología- critican fuertemente la identidad católica
contemporánea, porque se ha quedado enana frente a la realidad desbordantemente
nueva que afrontamos. Es una identidad que se quedó en el primer paso que
mencionábamos anteriormente, la identidad asumida previa a la toma de
conciencia, renunciando a la identidad responsable que requiere asumir en
primera instancia el posicionamiento conciente frente a la realidad y los
ideales.
La hipótesis que sustenta un discurso verosímil sobre la
extrañeza de Dios en su Iglesia es que no sólo por parte de algunos pensadores,
sino como componente de la conciencia general, ha madurado una representación
de las relaciones humanas que se fundamenta en otra valoración de la alteridad
sexual, cultural, religiosa, etc. Esa nueva valoración hace posible, por un
lado, una comprensión más profunda del Dios de Jesucristo y, por el otro, pone
al descubierto una insuficiencia “jurídico-teológica” de la comprensión que
tiene la Iglesia de sus relaciones con el otro. Es esta insuficiencia
jurídico-teológica de la Iglesia en sus relaciones con el otro la que provoca
la extrañeza de Dios. Dios, sin embargo, conserva “su” derecho.
En los complejos contextos sociales globalizados
contemporáneos –prioritariamente urbanos-, la cuestión de las identidades se
complica en extremo debido al sinnúmero de nichos sociales que quedan
albergados en un territorio compartido como espacio físico, mas no como un
espacio de significado común, sino muy por el contrario, como espacio contraído
que se convierte en campo de batalla por la sobrevivencia. El mundo deja de ser
espacio de encuentro, los rostros se desdibujan y el otro se convierte, más que
en prójimo, en un competidor siempre amenazante y retador del que conviene
cuidarse, alejándose y permaneciendo en el anonimato como una trinchera
defensiva.
Los espacios existentes en otras épocas que separaban
físicamente culturas, pueblos y Estados, se han diluido al máximo, debido a un
impresionante crecimiento demográfico, pero también a una nueva era de
comunicación e interacción global que nos entrelaza de manera irrenunciable a
todos en un destino común. Las fronteras son totalmente permeables –a pesar de
los muros- y la distancia física ha desaparecido. En este entorno, la
adscripción a tal o cual grupo social conlleva la incorporación a ciertos
círculos donde se fragua el acceso a
posibilidades, recursos, protección de grupo y en general a todos los
beneficios que determinada red de relaciones sociales puede proveer al
individuo.
La
pertenencia a un grupo social ampara al sujeto frente a la crudeza de la
intemperie de la realidad desnuda. En este sentido podemos señalar que la
identidad es la parte operativa de la cultura, en cuanto a que todo el cúmulo
de elementos constitutivos de una cultura sólo son efectivos en tanto que haya
un individuo que los incorpore en su acción.
Al señalarse que la identidad es
resultado de procesos sociales dinámicos, queda claro que no es algo acabado y
estático sino siempre sujeta al cambio, así que conviene entender la identidad
como proceso de identificación, como bien lo expresan José Carlos Aguado y
María Ana Portal:
[...] la identidad no puede ser analizada
como una esencia estática, inmodificable, como una fotografía. Por el
contrario, sólo puede comprenderse en la medida en que es vista como un
conjunto de relaciones cambiantes en donde lo individual y lo social son
inseparables, en los que la identidad tiene un sustrato material.[4]
También Gilberto Giménez hace
hincapié en esta forma de entender la identidad como proceso de identificación,
al señalar que “la identidad no debe concebirse como una esencia o un paradigma
inmutable, sino como un proceso de identificación; es decir, como un proceso
activo y complejo, históricamente situado y resultante de conflictos y luchas”[5].
Por su parte, Félix Báez considera
que “la naturaleza dialéctica de la identidad se fundamenta en el hecho de que,
simultáneamente, identifica y distingue grupos humanos; congrega y separa
pertenencias; unifica y opone colectividades; le son inherentes los fenómenos
ideológicos, la conciliación y el conflicto”[6].
El antiguo adagio de “la
historia la escriben los vencedores” no parece sustentarse más. Ya Eric Wolf en
su bello libro Europa y la Gente Sin Historia[7] presenta argumentos sustanciales y de
mucho peso contra la idea de que exista gente sin historia o cultura, o al
margen de ella, como si todos esos sectores no privilegiados fueran “relleno”
en una realidad social que hubiera podido construirse prescindiendo de ellos.
Hoy más que nunca se hace evidente que no es posible la comprensión unilateral
de la historia y los procesos culturales que la entretejen. Prolongando esta
reflexión de Wolf, no es posible pensar un grupo humano sin cultura, como ya lo
ha señalado pertinentemente Pérez Tapias:
La cultura acompaña
siempre al hombre [...] es algo específicamente humano, a la vez
producto global de la praxis humana [...] La cultura es, pues, propia del
hombre y mediadora de todas sus manifestaciones, la realidad cultural es
coextensiva a la realidad social: cada sociedad tiene su cultura, cada cultura
responde a una sociedad [...] No hay, pues, hombre sin cultura ni cultura sin
hombres. Esta sólo existe en tanto hay hombres con una existencia social, a lo
que cabe añadir también que la sociedad, no es sino un conjunto de individuos,
una población, cuyo modo de vida se halla culturalmente determinado por un
conjunto de instituciones, prácticas y creencias compartidas[8].
A
partir de esto nos posicionamos teóricamente en un concepto de cultura que
explica la actividad humana y ésta define a la cultura. Donde hay hombres hay
cultura, allí donde el ser humano se posiciona, interpreta y modifica su
entorno hay presencia cultural. Podrá ser una expresión diferente a la
“oficial” que desde sus parámetros construye los lineamientos de la
“normalidad”, pero no se puede negar que esa expresión cultural es indisociable
de un contexto histórico determinado desde el posicionamiento peculiar del
grupo social que la construye. Insistimos, cultura e identidad, tal y como
enfatiza Gilberto Giménez, son parte de una misma realidad indisociable e
implican la diferenciación entre lo propio y lo ajeno en orden a la
sobrevivencia como grupo social. No se trata de escoger entre la disyuntiva: o
permanecer, o cambiar, sino de la inherente característica de la cultura y su
proceso de transformación: permanencia y cambio van de la mano. Y el elemento
que articula ambos factores es la identidad, entendida como un proceso
incesante de identificación, un esfuerzo continuo por resignificarse en las
constantemente renovadas situaciones vitales y sus circunstancias concretas
determinadas por influencias económicas, políticas y sociales que rebasan
enteramente el ámbito de lo meramente local y focalizado.
Así pues nos referimos también –y en
esta ocasión de forma enfática- a los grupos “no-alineados” en los contextos
urbanos, pues su no-adhesión a las normas seguidas por la mayoría colectiva,
más que una tara dejan ver una opción social de grupos humanos que se han
configurado y se recrean constantemente en el margen, y permanecen en el margen
por la imposibilidad real de acceder al “centro”.
Resumiendo, lo que quiero poner a su
consideración es la tremenda limitación de considerar a la cultura y la
identidad como algo acabado, y frente a la cual la innovación y el cambio
serían un peligro que las desestructuraría hasta hacerlas desaparecer. Muy por
el contrario, la cultura -y su parte operativa: la identidad- son esencialmente
dinámicas y continuamente cambiantes. Es necesario profundizar nuestra
reflexión en este sentido, porque en el contexto educativo mexicano, se suele
presentar tanto a la historia, como a la cultura e identidad, como elementos
acabados, estáticos e inamovibles que se posicionan como absolutos innertes que
acaban por legitimar clichés que
pretenden dar cuenta de una colectividad, innegablemente plural, cuyos miembros
no necesariamente se ven reflejados en las propuestas hegemónicas. ¿Cuál es el
elemento distintivo de la identidad mexicana? Fuera de la promoción que desde
el Estado se ha hecho de la Bandera, el Himno, la Virgen de Guadalupe –y tal
vez hasta la Selección Nacional de futbol- no encontramos elementos que podrían
funcionar de norte a sur y de costa a costa de este territorio. Llevando esta
cuestión a algo más localizado, ¿Cuál es el elemento distintivo de la identidad
de un habitante de la Ciudad de México? Dudo mucho que pudiera darse una
respuesta que satisfaga por igual a un vendedor de fayuca de Tepito, que a un
vecino de las Lomas de Chapultepec, pasando por todas las tonalidades
intermedias.
La concepción de la cultura y la
identidad circunscritas exclusivamente a los objetos encerrados en las vitrinas
de un museo, o en los escenarios de los teatros, salas de conciertos y muestras
gastronómicas o artesanales, obnubila la realidad social constructora de
cultura en las calles, los barrios y –en general- en todos los ámbitos del
diverso quehacer humano cotidiano que la configura y la transforma, un quehacer
que se desarrolla en medio de la desigualdad y el conflicto.
En este sentido, las prácticas
sociales que se desarrollan en los barrios marginales, las bandas, las
pandillas, etc. generan una cultura específica con una identidad propia. Es
cierto que pueden desarrollar prácticas que ponen en jaque la organización
social “macro” del contexto social más amplio en el que quedan comprendidas,
como la ciudad o el estado, pero reconocerlos como agentes culturales que
inciden directamente en la propia conformación de su entorno social “micro”,
redituaría mucho más en la búsqueda de soluciones a problemas conjuntos que
seguir considerándolos mecánicamente como organismos patógenos en un organismo
sano que considera que para “curarse” debe eliminarlos.
[1] Louis Duch, Un extraño en nuestra casa, Herder,
Barcelona, 2007, pp. 21-22.
[2] Ididem, p. 19.
[3] La referencia que retoma
Dutch de Ruggieri se refiere a: G. Ruggieri, “Gott-ein Fremder in der Kirche?”,
en P. Hünermann (ed.), Gott-ein Fremder
in unserent Haus? Die Zukunft des Glaubensin Europa,
Friburgo-Basilea-Viena, Herder, 1996, pp. 149-170. El párrafo aquí referido se
encuentra específicamente en la p. 152.
[4] José
Carlos Aguado y María Ana Portal, Identidad, ideología y ritual, UAM,
México 1992, p. 46.
[5] Gilberto Giménez, “Cambios de identidad y cambios de profesión
religiosa”, en: Gillermo Bonfil Batalla (coordinador), Nuevas identidades
culturales en México, CNCA, México, 1993, p. 72.
[6]
Félix Báez Báez-Jorge, Entre los naguales y los santos, Universidad
Veracruzana, Xalapa, 1998, p. 85.
[7] Eric Wolf, Europa y la Gente sin
Historia, México, FCE, 1987.
[8] José Antonio Pérez Tapias, Filosofía
y crítica de la cultura, Madrid, Trotta, 1995, p. 20.