https://ia902607.us.archive.org/16/items/fenomenos-rel.-pop.-latinoamerica/FENOMENOS%20REL.%20POP.%20LATINOAMERICA.pdf
*Capítulo de libro: “Aportes fenomenológicos al
análisis de los fenómenos religiosos
populares”, en: Ramiro
Alfonso Gómez Arzapalo Dorantes y Alicia María Juárez Becerril (Coords.), Fenómenos religiosos populares en Latinoamérica.
Análisis y aportaciones interdisciplinares,
México, Artificio Editores, 2014, pp. 35-68.ISBN: 978-607-96189-1-9
I. APORTES FENOMENOLÓGICOS AL ANÁLISIS DE LAS
MANIFESTACIONES RELIGIOSAS POPULARES
Ramiro
Alfonso Gómez Arzapalo Dorantes[1]
UIC
Introducción
La fenomenología de la religión, como método
asociado al análisis de los fenómenos religiosos, aporta un sugerente ángulo de
observación de los mismos. En primer lugar, el descentramiento del sujeto que
confronta el ritual –como externo a la cultura que lo genera- y la apuesta de
una integración del mismo –en aras de la comprensión- a la propia lógica
inherente al fenómeno religioso particular, me parecen valiosos aportes al
momento de confrontar las manifestaciones concretas de la religión popular.
Estas características han sido acuñadas por la fenomenología, bajo los términos
de reducción eidética y comprensión holística del hecho religioso,
los cuales han llevado a no pocas discusiones teóricas preferentemente de corte
epistemológico. Sin embargo, los elementos cruciales propuestos desde esta
disciplina, me parecen fundamentales para comprender las manifestaciones religiosas
populares en contextos pluriétnicos como México, donde esa diversidad es negada
desde un poder hegemónico y, a partir de allí, la asimetría social hace casi
desaparecer de la escena social a los grupos culturales locales de tradición
ancestral en una sistemática negación de los procesos histórico-culturales
generados al interior de estos grupos desde sus propios horizontes de sentido.
La fenomenología de la religión:
definición y método
Así pues, en primer lugar creo necesario
recordar brevemente la definición y los pasos del método fenomenológico. José
Luis Sánchez, nos recuerda que M. Dhavamony define la fenomenología de la
religión como “estudio científico de los hechos religiosos y sus
manifestaciones tal y como se presentan en la historia de la humanidad”
(Dhavamony 1981: 12, citado por Sánchez 2003: 319). Sin embargo, la objetividad
pretendida desde este intento de “estudio científico”, es siempre mediatizado
por la subjetividad del observador. En este sentido, el concepto de fenómeno como tal, nos lleva a
interesantes reflexiones y graves consecuencias en cuanto a lo manifestado y lo
percibido, como entidades independientes entre las cuales se establece un vínculo fenomenológico, si es posible
expresarlo en estos términos, entre el sujeto cognoscente y el “objeto” que de
alguna forma se manifiesta. De entrada tendríamos que apuntar que el fenómeno
no se da ni en uno ni en otro, sino en la relación establecida entre lo
manifestado y una conciencia que percibe aquello que se manifiesta. En todo
caso, la unilateralidad no cierra el “círculo” fenomenológico de una
manifestación percibida. Una conciencia no excitada por la irrupción de “algo”
que estimule sus sentidos permanece pasiva e imperturbable, y de igual forma,
un objeto que no es aún percibido, permanece nouménico. No está puesta en tela
de juicio la existencia y ser de cada uno, como pudiera haber inquietado a los
filósofos medievales, aquí se trata de una relación, y ese vínculo relacional
es uno de los principales aspectos a rescatar en la reflexión aplicada a los
fenómenos religiosos populares. El antes mencionado “vínculo fenomenológico”
implica la subjetividad –es cierto- pero conlleva también cierto grado de
objetividad en cuanto al apego al fenómeno tal y cual se observa, tal y como ocurre
desde su propia lógica generadora y original, sin entrometer interpretaciones
externas al círculo concreto donde se experimenta el hecho religioso específico
y particular. Respecto a este planteamiento, bien apuntaba Martín Pindado:
Como fenómeno histórico, la relación
personal con Lo Sagrado reclama de la presencia de mediaciones objetivas, a las
que los fenomenólogos han llamado “hierofanías”: manifestaciones profanas que
nos remiten a otro ámbito, el de la Realidad Trascendente. Lo Sagrado, en cuanto
dimensión invisible, no se nos muestra a sí mismo sino en oblicuo, en aquello
mismo en que se nos presencializa, sin dejar de ser Misterio.”Mediante el
templo Dios se hace presente en el templo” (M. Heidegger). Se hace sentir
vivamente, sin convertirse en un objeto más de este mundo. (Pindado 1995: 211).
En este sentido, Durkheim en Las formas elementales de la vida religiosa señalaba que: “no
existen, pues, en el fondo, religiones falsas. Todas son verdaderas a su modo:
todas responden, aunque de manera diferente, a condiciones dadas de la
existencia humana” (Citado por: Báez-Jorge
2013: 11).
También José Luis Sánchez
especificaba que –desde la fenomenología- sólo aquello que se manifiesta y
percibe (fenómeno) puede ser considerado como material de reflexión confiable:
En fenomenología de la religión, el
objeto es lo sagrado y el misterio, y el sujeto la conciencia del hombre
creyente. Pero el análisis fenomenológico sólo se ocupa de lo que se muestra,
del fenómeno; más allá de éste, para ella no existe nada. El análisis
fenomenológico no “ve” a Dios o lo divino, sino que solo puede “captarlo” a
través del hombre que experimenta y vive unos fenómenos y unos hechos
religiosos. Podemos, pues, conocer mediante el análisis, lo que este hombre
considera objeto de su fe y cómo determina su conducta la relación con ese
objeto de fe. […] para comprender la complejidad de un fenómeno religioso hay
que seguir el fluir a través del cual ha venido a ser así, tal y como se
muestra ante el observador. (Sánchez 2003: 324; 331).
Así pues, llegados a este punto,
es necesario explicitar los pasos del método fenomenológico para estandarizar
una base común antes de proseguir con esta reflexión. Básicamente son tres
puntos a considerar:
1.) La epochê.
2.) La
reducción eidética.
3.) La
comprensión globalizante.
En relación con la primera, la epochê, se refiere al paréntesis que
debe abrirse en el sujeto que confronta el fenómeno religioso. Hace referencia
a la necesidad de abstenerse de emitir un juicio sobre lo atestiguado, en aras
de llegar antes a la comprensión del sentido total del fenómeno como tal. No se
pretende, en este matiz, la adquisición de datos, para después comparar con
otra instancia considerada a priori
como la Verdad plena. Desde este punto de vista, la pretensión del fenomenólogo
es simplemente la observación del fenómeno religioso, sin otra intencionalidad
que la comprensión del mismo desde el horizonte de sentido de los sujetos
religiosos que ejecutan ese hecho religioso. Así, las coordenadas establecidas
por la fenomenología de la religión, distan mucho de las establecidas por
cualquier religión dogmática e institucionalizada. Si consideramos las
posibilidades desde estas últimas, no hay ni comprensión ni diálogo posibles,
pues se choca de frente con una pared inamovible de absolutos incuestionables.
Cualquier pensamiento que se
enfrenta con un “corpus” establecido y articulado desde el Dogma, pareciera no
tener esperanza alguna más que el desecho a priorístico de cualquier punto de
discusión, pues atenta contra lo establecido como inamovible y punto férreo de
referencia que de ser cuestionado hace cimbrar el universo entero. Ya desde el
campo literario, Miguel de Cervantes Saavedra escribía en El Quijote lo
siguiente, en sus primeras páginas:
En un lugar
de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivía
un hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo
corredor […]
En
resolución, él se enfrascó tanto en su lectura, que se le pasaban las noches
leyendo de claro en claro, y los días de turbio en turbio, y así, del poco
dormir y del mucho leer, se le secó el cerebro, de manera que vino a perder el
juicio. Llenósele la fantasía de todo aquello que leía en los libros, así de
encantamientos, como de pendencias, batallas, desafíos, heridas, requiebros,
amores, tormentas y disparates imposibles, y asentósele de tal modo en la
imaginación que era verdad toda aquella máquina de aquellas soñadas invenciones
que leía, que para él no había otra historia más cierta en el mundo (Cervantes
Saavedra 2004: cap. I).
¿Acaso no es este el mismo
fin de cualquier dogmático? Sea cual fuere el nombre particular que pudiera
dársele, el punto de partida, las fuentes y el punto de llegada están dadas de
forma indiscutible, y en el esfuerzo por atornillar el cosmos entero a esa
seguridad interpretativa, las huellas de las distintas procedencias acaban por
borrarse en un pasado mítico que arranca de sus raíces históricas la
conformación del dogma, presentándose –finalmente- como un producto suprahumano
sin actores, ni procesos, ni conflictos,
ni temporalidad.
Así pues, la epochê, como bien señala Sánchez, trata
de rescatar la siguiente idea:
La
fenomenología toma la religión como un hecho específico e irreductible a ningún
otro ámbito de la cultura, que se halla presente en la historia de la humanidad
en una serie de manifestaciones que constituyen la historia de las religiones.
El hecho religioso se muestra a sí mismo como existente, y como tal es tomado.
Por consiguiente el presupuesto de la epochê requiere:
a.
Atenerse
a la existencia del hecho poniendo entre paréntesis todo juicio de valor o
verdad del mismo.
b.
Proporcionar
al fenomenólogo proximidad e inmediatez al hecho en sí mismo.
c.
Liberarlo
de todos los prejuicios acerca de su validez, verdad o valor recibidos desde
otras instancias de la cultura. (Sánchez 2003: 325).
En relación con el segundo
paso del método fenomenológico, la
reducción eidética, se refiere a la necesaria visión de conjunto en orden a
una comprensión holística del fenómeno religioso. Se le llama reducción para
enfatizar la visión total o completa del fenómeno total y no la parcialidad de
sus partes constitutivas. El eidos o
el sentido del hecho religioso como tal, se destaca de manera crucial desde la
fenomenología, pues el proyecto como tal de la misma es precisamente la
comprensión del fenómeno religioso desde el significado que le dotan los
sujetos participantes en él. Ese eidos
sería, no solamente el sentido –visto en general-, sino el sentido específico
que en el contexto de un fenómeno religioso determinado, implica, es decir, la
lógica interna del funcionamiento de lo religioso en un contexto cultural
específico, más aún, la lógica con la que opera un ritual determinado y
concreto desde su singularidad.
Finalmente, en cuanto a la comprensión globalizante, hace alusión
a la realidad factual de que los fenómenos religiosos son sumamente complicados
por las vastas ligaduras con los demás ámbitos de la cultura, de tal forma que
más que un fenómeno aislado, son verdaderos apelmazamientos de elementos
provenientes de muy variadas fuentes de la realidad cultural humana: sociedad,
identidad, economía, política, etc. entretejen sus raíces con las
manifestaciones religiosas, las cuales son un punto privilegiado de comprensión
de la cultura, dado que en ellas se destila y ventila lo que puede permanecer
velado en aquellas.
Habiendo asentado los
principios anteriores, quisiera ahora continuar esta disertación en torno al
problema de la intersubjetividad, pues como ya asentamos en líneas precedentes,
el problema central de la fenomenología es un problema relacional, entre el
sujeto y el objeto. Invito ahora a considerar los planteamientos que formulara
Emmanuel Levinas en este sentido, pues –a mi parecer- son un aporte invaluable
en cuanto a la independencia existente entre el sujeto cognoscente y el objeto
de su conocimiento, máxime cuando esta relación se efectúa entre personas, o
como en el tema que estamos tratando, implica la relación con lo sagrado.
El problema esencial de la cultura en
perspectiva intercultural: el Otro
El otro constituye el problema esencial de la
cultura, la cual podría cifrarse en términos de ser-con-el-otro. Desde la posición teórico-existencial defendida por
Emmanuel Levinas, más que saber –como
tal-, urge encontrar el sentido previo a la construcción de un sistema teórico.
Lo distintivo humano –desde este autor- no es el saber, sino la socialidad que se traduce como
responsabilidad por el Otro y Trascendencia:
[…]
la pluralidad en cuanto proximidad social no tiene por qué ensamblarse (s’assembler) en unidad del Uno; en la
que ese tipo de pluralidad ya no significa mera privación de la coincidencia,
esto es, una pura y simple falta de unidad. Excelencia del amor, de la
socialidad, del “temor por los otros” y de la responsabilidad para con los
otros que no es mi angustia por mi muerte, mía.
La trascendencia ya no sería una inmanencia fallida. En la socialidad –que no
es ya simple mira intencional, sino responsabilidad por el prójimo-, alcanzaría
la trascendencia la excelencia propia del espíritu: la perfección o el Bien
precisamente. Socialidad que, por oposición a todo saber y a toda inmanencia,
es relación con el otro como tal, y
no con el otro como mera parte del mundo. (Levinas 2006b: 34).
En este orden de ideas, bien apunta José Luis
Barrios lo siguiente:
Mientras
que la pluralidad incontenible de nuestra época pugna por soluciones que nos
devuelvan el orden y donde la pluralidad sea sometida a los grandes sistemas,
Lévinas propone asumir esta última, para desde ahí volver a significar el
sentido de la historia y sus instituciones. El pensamiento de Lévinas es un
pensamiento de rupturas, pero aquí la ruptura no significa el fin trágico de un
proyecto, sino la posibilidad misma de todo proyecto. Se trata de permitir la
“mostración” de la diferencia, de lo otro, de aquello que no se subsume bajo
ninguna categoría, noción, idea o sistema. Es el sentido de la responsabilidad
como respeto a lo diferente, se trata de la ética como metafísica (Barrios
2004: 60).
En estos planteamientos,
subyace una reinterpretación del quehacer filosófico, donde la piedra angular
de la reflexión no parte desde el interior de la mismidad, sino que ésta se
despierta en el mismo por la irrupción de lo otro, lo diferente, lo ajeno. La conciencia
de sí inicia su movimiento no desde las propias fronteras, sino precisamente
desde lo que está fuera de ellas. A partir de este punto, se bifurcan las
propuestas, por un lado, desde la filosofía anclada en la epistemología y la
ontología, encontramos un esfuerzo constante por la inmanentización de lo
alterno. El mundo, los prójimos y hasta Dios mismo, son despojados de su
otredad en aras de una conciencia que lo interioriza todo.
Desde esta perspectiva, la
conciencia del otro, invierte el movimiento de la conciencia centrada en el sí
mismo, al hacerse conciente de aquello que no puede aprehender ni asir, como
cualquier objeto del mundo: el otro hombre.
Este despertar del sueño de
la conciencia ensimismada, es –para Levinas- donde se juega la máxima manifestación
del espíritu humano. La excelencia de ese espíritu no se da en el encierro,
sino en la apertura, la cual no es un movimiento proveniente de la propia
conciencia del sí mismo, sino una epifanía del otro rostro, cuyo advenimiento
no depende de mí. En la liberación del Mismo por el Otro, es donde se alcanza
–como mencionamos líneas arriba- la
excelencia del espíritu humano y este filósofo lo denomina la “santidad”:
El rasgo fundamental del ser es la
preocupación que cada ser particular siente por su propio ser. Las plantas, los
animales, el conjunto de los vivientes se atrincheran en su existencia. Para
cada uno de ellos, se trata de la lucha por la vida. ¿Acaso no es la materia,
en su esencial dureza, cerrazón y conflicto? Y es justamente ahí donde
encontramos en lo humano la probable aparición de un absurdo ontológico: la
preocupación por el otro por encima del cuidado de sí. Esto es lo que yo
denomino “santidad”. Nuestra humanidad consiste en poder reconocer esta
preeminencia del otro […] El “rostro” en su desnudez es la fragilidad de un ser
único expuesto a la muerte, pero al mismo tiempo es el enunciado de un
imperativo que me obliga a no dejarlo solo. Dicha obligación es la primera
palabra de Dios. La teología comienza, para mí, en el rostro del prójimo. La
divinidad de Dios se juega en lo humano. Dios desciende en el rostro del otro.
Reconocer a Dios es escuchar su mandamiento: “no matarás”, que no se refiere
únicamente a la prohibición del asesinato, sino que constituye una llamada a la
responsabilidad incesante para con el otro –ser único-, como si yo hubiese sido
elegido para esta responsabilidad que me da la posibilidad, también a mí, de
reconocerme único, irremplazable, de poder decir: “Yo”. (Levinas 2006a:
193-194).
En este sentido, Silvana
Rabinovich apunta lo siguiente refiriéndose precisamente al papel del sujeto en
la responsabilidad por el otro: “debemos tomar el término “sujeto”
literalmente, es decir, uno sujeto (sujetado) a la mirada del otro, y no como
la modernidad occidental lo propone, sujeto soberano en la relación con el
objeto” (Rabinovich 1999: 10).
Se trata de una apuesta ética en lugar de una
epistemológica, propia del mundo moderno,
una apuesta donde no se pretende la aniquilación de los procesos
epistémicos y sus beneficios en la confrontación-manipulación del mundo, sino
de un nuevo orden de valores, donde lo ético prima sobre lo epistemológico, y
el Otro, ya no es parte de ese mundo manipulable. A la concepción de
sujeto moderno capaz de inmanentizarlo
todo a través de su razón, se le antepone una concepción subjetiva incapaz de
reducir la Trascendencia
del otro rostro pues éste está fuera del alcance de la voluntad del sujeto que
pretende aprehenderlo todo a través de la todopoderosa fuerza de su razón,
siempre hay algo que escapa, que no se subsume bajo este esquema, que preserva
su alteridad y que requiere otro tipo de aproximación. Eso que se escapa a la
totalidad inmanente de la epistemología, es el otro, y requiere otro tipo de
acercamiento: el ético
Construcción de un proyecto donde el otro rostro se
incluye no como producto del pensamiento del Mismo, sino como novedad exterior
a toda ipseidad. En la segunda Meditación
Metafísica, Descartes se pregunta: “¿No hay algún Dios o algún otro poder
que haga nacer en mi espíritu estos pensamientos?”, e inmediatamente se
responde: “No es eso necesario porque puedo producirlos yo mismo” (Descartes
1992: 59). En el sentido que hemos
venido exponiendo en esta disertación, el espíritu es incapaz de producir la
diferencia de la alteridad, pues en tanto que encerrado en su ipseidad, sólo es
capaz de dar cuenta de lo idéntico. La irrupción de lo diferente, de lo otro,
no es una iniciativa del propio espíritu, tanto como una manifestación o
revelación de lo ajeno, que no responde a la voluntad del sujeto ensimismado.
Siguiendo con Levinas, en Trascendencia e inteligibilidad señala que “la atención del filósofo se dirige
a la vivencia humana que se reconoce y se declara experiencia, es decir, que se
deja legítimamente convertir en enseñanzas, en lecciones de cosas des-cubiertas
o presentes” (Levinas 2006b: 21).
En esta atención que se dirige a la vivencia humana
se abre el amplísimo horizonte de la vastedad de formas concretas que esa
vivencia asume. Frente a ello, crecen a la par la curiosidad por lo ajeno y la
preocupación por permanecer fiel a sí mismo. Es el inicio de un drama perenne,
el yo, instalado en el mundo a partir de una conciencia de sí mismo, encuentra
frente a sí lo no-yo, lo otro, lo diferente, y como si esa alteridad fuera
demasiada osadía, inmediatamente se asimila para que ya no sea ajeno, sino
propio. En este sentido
El
saber es una relación de lo Mismo con lo Otro en la que lo Otro se reduce a lo
Mismo y se despoja de cuanto tiene de extraño, en la que el pensamiento se
refiere a lo otro, pero en la que lo otro ya no es tal otro; en la que ya es lo
propio, ya mío. […] Es inmanencia. […] o sea que nada absolutamente nuevo, nada
otro, nada extraño, nada trascendente podría afectar ni verdaderamente
ensanchar un espíritu destinado a contemplarlo todo (Levinas 2006b: 22-23).
Sobra decir que en relación a este planteamiento, es
donde se sitúa la crítica levinasiana a
la apuesta de la filosofía por la epistemología y la ontología, cuando –según
él- su preocupación central nunca debió ser otra que la ética, en una relación
con el Otro donde la subjetividad se conserva a pesar de la revelación
fenoménica, es decir, a la tradicional relación Sujeto-Objeto, antepone una
relación Sujeto-Sujeto, donde la imposibilidad de objetivación del Otro hace
justicia a su otredad que sólo puede darse a través de su propia presencia como
rostro que se manifiesta, nunca tematizable, nunca conceptualizable, sino
siempre presencia inconmensurable pero próxima. Es trascendencia plena.
El Otro no se
convierte en objeto a la mano para que sea lo que el Mismo decida que sea en el
mundo, de acuerdo a sus requerimientos, sino que conserva su cualidad de Otro,
a pesar de la relación. Así pues, no se plantea –desde estos principios
levinasianos- la existencia de mónadas incapaces de articulación, sino una
relación de otro tipo, diferente a la
instrumental, donde la relación no implica el sometimiento de una de las
partes, un diálogo donde no se requiere la supremacía de uno de los
interlocutores. Es sensibilidad ante la diferencia y reconocimiento de ella,
como algo siempre ajeno, pero no indiferente. Despertar del sueño de la Mismidad y descubrir que
la novedad existe: el Otro, lo cual no aniquila mi identidad, sino que la
significa, pero la convoca a una responsabilidad irrenunciable.
Aunque la relación con los
otros haga aparecer ante mí la responsabilidad de su presencia, no significa
ésta una interrupción de mi libertad, “no hay ninguna esclavitud incluida en la
obligación del Mismo hacia el Otro” (Levinas 1993: 182). No se trata de que la
autonomía del sujeto racional sea negada por la heteronomía, pero sí reconocer
que esa heteronomía existe y es previa a la propia toma de conciencia, es
decir, es anterior al sí mismo como tal. Previo al reconocimiento de la propia
subjetividad, nos encontramos inmersos en las subjetividades ajenas. Así pues,
no se desecha la importancia de la autonomía del sujeto racional y su libertad,
sino que éstas se sitúan en un nuevo plano que no ignora la presencia del otro.
Se trata de una
responsabilidad ética donde el Otro y el Mismo, al descubrir mutuamente sus
rostros, se convocan por su presencia a responderse y en ese espacio de la
respuesta se construye un espacio común.
En cierto sentido, quedan involucrados uno con el otro. Aunque Yo no
pida al Otro que venga, él ya está allí, eso está dado y no depende de mí su
aparición en la existencia. Su sola presencia es para mí una realidad ética,
metafóricamente soy su rehén, dependo de él para mi propio reconocimiento; soy
“rehén de los demás” (Levinas 1993: 33).
Levinas apunta: “La epifanía
del rostro como rostro, introduce la humanidad” (Levinas 1992: 226) porque es
cuando el Yo puede situarse en su interioridad y lo que es exterior a él: el
Otro. Cabe recalcar que esta relación es eminentemente ética, pues el rostro
que se me revela, al contemplarlo cara-a-cara convoca a mi responsabilidad,
porque yo puedo decidir qué actitud asumir frente a él, ya sea de respeto, o
bien, de violencia, y cualquiera de estas formas lo afectará como Otro. Por eso
convoca a mi responsabilidad de tratarlo como Otro y no como extensión de mí
Mismo.
Dichos
conceptos abren un vastísimo horizonte de posibilidades y perspectivas para
intentar explicar la compleja realidad social que se vive en México, que ha
incorporado a sus sistemas culturales tradicionales, modelos religiosos,
educativos, económicos, políticos y sociales provenientes de la modernidad
occidental. Esta incorporación se realiza en grupos culturalmente no
homogéneos, que son más bien mosaicos interculturales que han quedado
indiscutiblemente interrelacionados en condiciones sociales desiguales, por lo
que la aceptación de esos nuevos modelos afecta de manera diferente a los
grupos que cohabitan dentro de esos espacios sociales, generando conflictos,
tensiones y fricciones que tienden a la negación absoluta del interlocutor más
débil, en un estéril monólogo incapaz de reconocer la humanidad del otro hombre.
El problema de fondo en esta cuestión intercultural
es la toma de postura frente a una realidad cultural diferente a la propia que
puede ser minusvalorada por enfoques etnocéntricos posicionados de manera
férrea, innegociable e incuestionada en un “nosotros” del cual no forman parte
aquellos sujetos sociales pertenecientes al ámbito de los “otros”, que desde el
“nosotros” pudieran ser rechazados a
priori como salvajes, bárbaros, brutos o cualquier otra designación
despectiva que indique la relación. Las consecuencias previsibles de no
integrar los aportes hechos desde las ciencias sociales a este problema son
graves por implicar mecanismos de imposición de parámetros culturales
totalmente ajenos a los de los pueblos receptores de la cultura occidental, lo
que conlleva violencia ideológica y un paulatino menoscabo de los diferentes sustentos
culturales autóctonos que a la larga llevaría a una irreparable pérdida con
todas sus consecuencias sociales.
Ya no nos referimos a este término de
cultura como “La única”, ya no hablamos de La Cultura como sinónimo de
la cultura occidental, tal y como se suponía en el s. XIX, donde la distinción
entre un nosotros occidental y un ellos no-occidental, equivalía a las
denominaciones culto y salvaje. La diversidad existe, hay culturas (destacando el plural), por lo tanto,
la pregunta crucial en el ámbito de la problematización teórica acerca de la
cultura me parece que debe apuntar hacia la maraña de problemas que se anudan
en torno a la interculturalidad.
Dentro de estos problemas, destaca el
de la instalación cultural donde se posiciona cada ser humano en el mundo… en
realidad ¿quién construye a quién, el hombre a la cultura o la cultura al
hombre? En el momento de la toma de conciencia personal, hemos ingerido
incuestionadamente durante más de una década de nuestra vida, lo que nuestro
entorno cultural nos enseñó que era lo bueno y lo malo, lo decente y lo
indecente, lo bello y lo grotesco, lo valioso y lo efímero. Una vez instalados
en este mundo enfrentamos otras formas de ser humano, configuradas desde su
propia instalación cultural. ¿Quién es poseedor de lo bueno, lo bello, lo
decente? Este problema se ha acuñado bajo el término etnocentrismo, que evidencia el problema epistemológico y ético de
la imposibilidad de abstraerse de la propia subjetividad (con todas sus
condicionantes) en el momento de enfrentar al otro. ¿Desde dónde situarse, si
no desde el Sí Mismo, en la relación? Ontológicamente es imposible quitarse
esta piel y esta historia para encontrar al otro como “desollado” de todo
previo.
Recordemos aquí que, en 1973, cuando la UNESCO declaró el Año Internacional de Lucha contra la Segregación y la Discriminación
Racial , Lévi-Strauss (Cfr.
Lévi-Strauss 1973) fue invitado a dictar la conferencia inaugural de dicho año,
y en ella, este autor hacía una interesante reflexión acerca de que el etnocentrismo
no parece ser en sí un problema que aspire a solución, sino que más bien se
trata de una característica inherente a nuestra antropología cultural. El
problema –según Strauss- estaría en las consecuencias de ese etnocentrismo sin
limitación alguna. En este sentido conviene recordar lo que Pérez Tapias señala
en su artículo Humanidad y Barbarie (Cfr.
Pérez Tapias 1993), cuando apunta que frente a la realidad del etnocentrismo,
se requiere una sana dosis de “relativismo cultural”. No se promueve ni la una
ni la otra, sino un sano punto intermedio, donde no se equipare la
particularidad de lo propio con lo humano,
sino ser capaces de reconocer que nuestra forma concreta de ser humano, es eso,
una sola forma –entre otras posibles- de desarrollar nuestra humanidad.
Ya Fornet Betancourt señalaba entre
estos dos extremos una posible solución cuando escribe, refiriéndose a su
propuesta de filosofía intercultural, lo siguiente:
Es nueva la filosofía intercultural porque decentra la reflexión filosófica de
todo posible centro predominante. No es sólo antieurocéntrica, no sólo libera a
la filosofía de las amarras de la tradición europea sino que, yendo más allá,
critica la vinculación dependiente exclusiva de la filosofía con cualquier otro
centro cultural. Así que en este sentido critica con igual fuerza cualquier
tendencia latinoamericanocentrista, o de afrocentrismo […] Ese anticentrismo de
la filosofía intercultural no debe
confundirse en modo alguno con una negación o descalificación del ámbito
cultural propio correspondiente. No es ése el sentido que le damos. Entendemos
más bien que se trata de subrayar la dimensión crítica frente a lo propio, de
no sacralizar la cultura que es nuestra y de ceder a sus tendencias
etnocéntricas. Hay que partir de la propia tradición cultural, pero sabiéndola
y viviéndola no como instalación absoluta sino como tránsito y puente para la intercomunicación (Fornet Betancourt
1994: 10-11).
Interculturalidad
en México: diversidad, hegemonía y reconfiguraciones locales “populares”
Los
problemas interculturales, no se dan exclusivamente en la relación entre dos
grupos humanos diferentes y lejanos geográficamente que fortuitamente se
entrecruzan cada uno desde su propia instalación cultural, sino también –y de
forma muy compleja- en la relación interna entre culturas que por su
configuración histórica, se desarrollan en contextos pluriculturales negados y
reinterpretados desde la hegemonía que detenta el poder. Tal es el caso de
México, en medio de muchos procesos similares a lo largo de toda Latinoamérica.
El antiguo adagio de “la historia la escriben los
vencedores” no parece sustentarse más. Ya Eric Wolf en su bello libro Europa y la Gente Sin Historia (Wolf
1987) presenta argumentos sustanciales y de mucho peso contra la idea de que
exista gente sin historia (=sin cultura), o al margen de ella, como si todos
esos sectores no privilegiados fueran “relleno” en una realidad social que
hubiera podido construirse prescindiendo de ellos. Hoy más que nunca se hace
evidente que no es posible la comprensión unilateral de la historia y la
sociedad humana.
Como ejemplo, podemos evocar a las
culturas indígenas, que se desarrollaron desde época prehispánica en una
continua interacción en el territorio que hoy es México, después de la
conquista, fueron vistos genéricamente como “indios”, sus diferencias fueron
negadas por el ojo homologante de los colonizadores, todos se convirtieron en
"indios", y todo lo indio se consideró como igual, además, sus
diferencias con respecto a los españoles fueron vistas como desviaciones y
carencias, lo cual llevaba a sustentar su supuesta inferioridad. Sólo fueron
reconocidos en aquellos opacos reflejos que se vislumbraban en el espejo de la
nueva oficialidad, mientras que todo aquello que no encontró un correlato, o un
paralelismo evidente con los nuevos parámetros culturales impuestos, se
convirtió en superchería, errores y mentiras; o en el mejor de los casos; en un
burdo remedo de la Verdad
implícita en el modelo occidental.
El término: cuarto mundo,
al que recurre Brotherston al intitular su libro (Brotherston 1997), ilustra
claramente esa tendencia. América viene a insertarse como un mundo más en los
ya entonces conocidos: Europa, Asia y África. Adquiere un lugar en un plan ya
diseñado, y una caracterización no emanada de su propia voz, sino desde
comparaciones con otra cosa que no es ella misma.
Frente a esta interpretación
tan pobre en alcance y tan injusta en su consideración, se requieren enfoques
de otro tipo que permitan otra interpretación donde el otro –no considerado en la historia “oficial”- tenga cabida no como
mero agente pasivo receptor de todo lo que se le impone, sino como una fuerza
en relación dialéctica con la instancia hegemónica, donde se dan reacomodos,
negociaciones y rupturas.
Desde esta perspectiva, necesariamente
subyace la postura de que la cultura no es algo estático que se conservaría
inmutable a través del tiempo, sino que es un proceso sumamente dinámico y
complejo de mecanismos de apropiación, adaptación, interpretación y reinterpretación
constante. Si no aceptamos este presupuesto no podríamos hablar de una lógica
interna en las culturas. Por lo tanto,
tendríamos que rechazar de entrada aquella concepción que considera a la
cultura como un proceso lineal donde lo que da identidad cultural es el
aferramiento inconsciente y obstinado a las formas primitivas del grupo, y
donde todo lo nuevo es una amenaza que haría en un momento dado, desaparecer a
esa cultura. Lejos de esta visión simplista de lo que es la cultura, tenemos
que reconocer que a lo largo de los embates externos que recibe un grupo
cultural, los cambios al interior de la misma se dan siguiendo una lógica
cultural interna, y no de una manera mecánica donde el exterior irrumpe y el
interior obedece sin más a esa presión externa. La cultura no es un arcaísmo,
sino un proceso dinámico –como ya dije antes- donde el grupo, a través de su
cosmovisión, ritual, relaciones sociales específicas, relaciones económicas,
etc., genera mecanismos de reproducción de su propia cultura. A este proceso es
al que se evoca cuando hablamos de una "lógica interna" en una
cultura.
Para la propuesta de análisis que presentamos en
este texto, dicha característica dinámica de la cultura resulta imprescindible
para entender ciertos procesos culturales que implican la resignificación y
reelaboración simbólica de los contenidos presentes en una cultura que entra en
contacto con otra en desigualdad de circunstancias, es decir, en una relación
de poder asimétrica, donde se imponen a una cultura subalterna, los elementos
propios de la cultura dominante. En dicho proceso, no podemos pensar que el
cambio en la cultura subalterna se limite al mero desplazamiento absoluto de
sus parámetros culturales, para someterse indiscriminadamente a lo impuesto
desde la cultura dominante, como si el resultado de este proceso social,
implicara la desaparición total de uno de los actores que se convertiría en un
sujeto totalmente pasivo y receptor (cultura sojuzgada), quedando solamente la
cultura dominante y sus actores como agentes activos del proceso
histórico-social. ¿Qué pasa con la
cultura subalterna en estos contextos?, ¿realmente es epistemológica y
ontológicamente posible que se despoje de su perspectiva cultural para adoptar
otra? Desde el enfoque en que nos posicionamos, la respuesta a esta última
pregunta es rotundamente negativa, y para poder responder a la primera, es
imprescindible considerar las estrategias sociales que históricamente emplearon
estos grupos subalternos frente al poder hegemónico para “traducir” los
parámetros impuestos desde la nueva oficialidad, al ámbito operativo local.
Religiosidad
popular campesina en México. Intento de análisis
La religiosidad popular acuñada como un
término específico que nos ayuda a describir y explicar los rituales que se
desarrollan en los pueblos campesinos de origen indígena en México, permite
abrir un horizonte interpretativo de esta complicada vida ritual integrada en
su contexto social, político y económico particular, al interior de comunidades
que –a su vez- están integradas en un todo más amplio y hegemónico. Las
relaciones que contextualizan esta vida ritual se integran de una u otra manera
de forma no sólo endógena, sino también exógena, redituando no solamente en
lazos sociales al interior del propio pueblo, sino articulando una región, a
través de las relaciones que se establecen entre pueblos bajo una lógica común.
Este fenómeno de la
religiosidad popular implica una red de relaciones sociales que posibilitan en
la vida material la irrupción de los elementos abstractos contenidos en la
cosmovisión (Cfr. Broda 2001). En las
comunidades campesinas de origen indígena, la religiosidad popular incorpora
elementos del bagaje cultural mesoamericano refuncionalizados a lo largo de
años de presiones externas –tanto políticas, como económicas y religiosas- en
una creativa selección de seres sobrenaturales, relacionados con fuerzas
naturales y necesidades colectivas concretas.
A pesar de la relación tensa
que se establece entre religión hegemónica y religión popular, no se llega a la
ruptura total, sino que se articulan dinámicamente, siendo la religiosidad
popular usada por la religión oficial cuando así conviene a sus intereses, y la
religiosidad popular selecciona qué, cómo y cuándo permite el acceso a la
instancia oficial dentro de su ritualidad.
La religiosidad popular es
un concepto que sirve en el análisis de los fenómenos observados en
innumerables pueblos campesinos de México, pues da coherencia social e
histórica a un proceso social determinado que aunque no explique totalmente el
origen, al menos da cuenta del proceso desarrollado al interior de estas
comunidades. Ayuda a interpretar un fenómeno sumamente complejo, debido a la
cantidad de factores que en él convergen. No se trata de una explicación desde
el ámbito meramente piadoso-devocional, sino que ofrece una posibilidad de
interpretación de este abigarrado proceso social que requiere ser comprendido
desde la interconexión de sus partes.
Al
analizar los fenómenos religiosos populares, se hace indispensable considerar
la lógica interna que articula los componentes que integran dichos fenómenos,
de lo contrario, parcializaríamos un proceso social históricamente conformado,
cuya riqueza está en el conjunto y la interacción que guardan sus partes
constitutivas. Se requiere, pues, de un concepto dinámico que permita el juego
interactuante de otros conceptos que ayuden a dar cuenta del fenómeno
observado, tal es la cualidad que se quiere acuñar en el concepto de
“religiosidad popular”, el cual intenta amalgamar conceptos relacionados tales
como: sincretismo, hegemonía, contrahegemonía, poder, cosmovisión, relación
dialéctica, etc. Si se quiere, el concepto de “religiosidad popular” puede
verse como un concepto que “amarra” otros que de mantenerse separados no darían
una explicación satisfactoria para el caso de los fenómenos religiosos
populares, los cuales implican la interacción de las esferas social, económica,
política, devocional, psicológica, etc., mismas que desde su particularidad no
podrían dar cuenta de un fenómeno tan amplio y complejo, pero que articuladas,
bajo un concepto que de lógica y coherencia al conjunto explicativo, pueden
aportar mucho más en su unidad que en su dispersión.
La “religiosidad popular”, en necesaria
referencia a la “religión oficial”, son términos que –desde la antropología-
tratan de desentrañar las lógicas operantes en uno y otro lado. Desde el seno
de la antropología, la religiosidad popular necesariamente tiene que entenderse
desde la particularidad cultural e histórica que la origina, es decir, no
existe una religiosidad popular omniabarcante que de cuenta de los fenómenos
religiosos populares de todos los lugares. Más bien, la religiosidad popular
tiene siempre un referente doméstico, es en la particularidad de un determinado
pueblo y su historia, donde es posible describir los fenómenos religiosos
populares significativos a esa población desde la singularidad de los procesos
que la conforman. Los
datos recopilados en ese lugar, muy probablemente no tendrán nada que ver con
los recabados desde otra región, pero si se presta atención al proceso que
subyace en esas manifestaciones religiosas, se articula a la historia concreta
del lugar y se vincula con las demás esferas que conforman la realidad de ese
pueblo, se pueden extraer ciertas notas comunes que comparten los procesos
–desde su singularidad- que ayudarán a tener una mejor comprensión del
fenómeno. Entonces, desde la antropología, no serán entendidos los apelativos
de popular y oficial como juicios valorativos, sino como posturas de grupos
sociales que detentan proyectos antagónicos y entablan una relación dialéctica
Luis
Maldonado (1989) sitúa el origen de la religiosidad popular en la introducción
en la fe cristiana instaurada en el Imperio Romano, de creencias precristianas,
y en algunos casos, el carácter de las poblaciones rurales y campesinas, tanto
las que pertenecían al vasto imperio, como las que posteriormente fueron
irrumpiendo en él procedentes del norte. La apertura a nuevas invasiones,
nuevas etnias y culturas, y la ruralización del imperio obliga a la iglesia a
cambiar su forma de presencia social, no quedándole más remedio para subsistir
que adaptarse, realizando por una parte un importante esfuerzo de
evangelización y catequización y a la vez aceptando y asimilando los elementos
o restos de las creencias precristianas de los germanos y las peculiaridades
del carácter rural y campesino de la mayoría de la población. (Cfr. Luis Maldonado 1989: 30-34).
Esta propuesta de Maldonado, nos
resulta altamente sugerente, pues, por un lado da cuenta de la negociación que
la iglesia realiza con otras formas de religiosidad, para “cristianizarlas” y
ver enriquecidas sus filas, pero también por otro lado atiende a la cuestión de
una religiosidad ligada totalmente a los ciclos agrícolas. Los pueblos
campesinos de origen indígena en México mantienen una estrecha ligazón entre
los santos y el ciclo de cultivo, involucrándose todos en un trabajo común que
tiene como fin lograr una buena cosecha. Aún cuando la actividad agrícola se vea
paulatinamente desplazada por otras actividades de tipo industrial o comercial,
estos pueblos aún conservan un fuerte vínculo con la tierra y –aunque sea de
manera casi “simbólica”- siguen sembrando por lo menos una pequeña parcela en
ámbitos semiurbanos.
La
religión, para estos pueblos campesinos, es algo vital, no es una
excentricidad. Tiene que ver con el apoyo que se requiere en el ámbito material
para la subsistencia en esta realidad inmanente. Así, los fines perseguidos
dentro de la religiosidad popular no se sitúan en el campo escatológico, sino
en esta realidad tangible que demanda satisfactores inmediatos y continuos.
En este contexto de religión
popular, lo importante son las funciones pragmáticas operantes en el orden
material, lo cual devela una diferencia radical entre la concepción religiosa
católica oficial y la concepción religiosa popular. La primera invierte sus
esfuerzos en una apuesta que no ha de ganarse en esta vida, mientras que la
segunda invierte y gana aquí en esta vida terrenal.
Ante tal diferencia en los
intereses y fines perseguidos, se hace necesario señalar que –a pesar de su
distancia- la religiosidad popular no cuenta con autonomía fenoménica, sino que
está siempre en relación con la iglesia oficial, pues en su condición subalterna
recibe la imposición del grupo hegemónico, pero aquí lo interesante no es la
imposición como tal, sino la forma peculiar como se incorporan algunos de los
elementos impuestos al repertorio tradicional mesoamericano, a través de
procesos de discernimiento y resignificación que parten desde la cultura
“receptora” de la imposición, cambiando con esto el esquema de una cultura que
impone y otra que pasivamente se atiene a lo impuesto, por otra forma de
explicar estos fenómenos que implica una relación dialéctica dinámica y
participativa desde ambas partes involucradas.
Conclusión
Como ya había expresado en otros trabajos (Cfr. Gómez Arzapalo 2009 a y b; 2010;
2011; 2012 a y b; 2013) la organización social y económica que implica la
religiosidad popular, posibilita el desarrollo de actividades comunitarias que
ayudan a la cohesión social en el interior del pueblo y su interrelación con
los pueblos vecinos participantes. El esfuerzo por celebrar debidamente a los
santos, las tradiciones y “el costumbre” es un esfuerzo invertido en asegurar
continuidad a su especificidad como pueblo.
Los procesos sociales que se
entrecuzan en la dinámica de la religiosidad popular en estas comunidades
campesinas de origen indígena en México, posibilitan la vigorización y el
desarrollo de las redes sociales que cohesionan la comunidad y optimizan su
funcionamiento en lo económico y político.
Esto favorece la integración de los individuos y los grupos dentro del
pueblo, fortaleciendo los lazos de
parentesco o amistad, y ampliando las posibilidades de establecer nuevos nexos
tanto al interior, como al exterior del mismo.
No
podemos dejar de mencionar el impulso que esta dinámica proporciona a la
identidad, pues se desarrollan actividades comunes donde el beneficio se
comparte. La participación colectiva intensa en estas actividades crea un
referente común en el santo, el trabajo, la fiesta, la diversión, los gastos y los beneficios que
no recaen en un particular, sino en el grupo.
Impulsada por su propia
lógica interna, el ritual engrana lo económico, político, social y religioso,
ayudando al amalgamamiento de una forma de existencia social concreta, que
responde a las necesidades y antecedentes concretos del lugar donde se origina.
La memoria que el pueblo guarda de su pasado, le ayuda a definir su identidad,
en una continuidad, que no sólo es referencia al pasado, sino una proyección
hacia lo venidero, donde la acción presente es la que asegura dicha
continuidad.
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[1] Licenciado en filosofía (UIC) y en Ciencias Religiosas
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Etnohistoria (ENAH). Profesor-investigador en la Universidad
Intercontinental, México, en las licenciaturas en Filosofía y Teología, además,
coordinador de las Maestrías en Filosofía y Crítica de la Cultura y de
Filosofía del Derecho. Miembro del Sistema Nacional de Investigadores, de la
Asociación Filosófica Mexicana, del Observatorio de la Religiosidad Popular de
la UIC y del Colegio de Estudios Guadalupanos. Autor del libro Los
santos, mudos predicadores de otra historia (Editora de Gobierno de
Veracruz), Los santos indígenas: entes divinos
populares bajo sospecha oficial (Editorial Académica Española) y de
numerosos artículos en volúmenes colectivos y revistas nacionales e
internacionales, todos sobre religiosidad popular en comunidades campesinas de
ascendencia indígena en México.
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