Ramiro
Alfonso Gómez Arzapalo Dorantes
Ocumicho, Michoacán es un pueblo que se ha
distinguido desde hace algunas décadas por su elaborada artesanía en barro polícromo
con marcada tendencia a la factura de diablos en distintas escenas que hacen
irrumpir a este personaje del ámbito espiritual en la cotidianidad de la
existencia ordinaria. Todas las figuras alusivas a él, van cargadas de sus
atributos como contraparte de lo Bueno, luminoso y oficial, por ende se
presenta obscuro, pícaro, travieso, transgrediendo la moral y buenas costumbres
en divertidas escenas donde el imaginario de los artesanos no encuentra límite.
Llaman en especial la atención las escenas
religiosas compuestas por diablos, como el tradicional nacimiento o la última
cena, o incluso la crucifixión, donde todos los personajes son diablos: la
virgen, el niño Dios, san José, san Juan, La Magdalena, hasta Cristo
crucificado son representados por diablos.
Tener la oportunidad de estar en este pueblo
en la Sierra Michoacana es sencillamente una experiencia única. Tuve la fortuna
de ir gracias la P. Sergio Chuela, M.G., estimado amigo y fiel compañero de
andanzas que nos llevó junto con su familia a mi esposa y a mí a un recorrido
por los pueblos serranos.
El pueblo de Ocumicho está alejado de caminos
pavimentados, y el último tramo de acceso es un camino de tierra fina como
talco donde se hunden los pies y el menor movimiento levanta nubes de polvo.
Una vez en el pueblo, los niños se agolpan en derredor para ganar el derecho a
ser guías y ganarse unas monedas, porque en el pueblo no hay tiendas ni
exhibiciones, sólo casa y en la intimidad de ellas los talleres familiares y
los cuartos-bodega, que son verdaderas puertas a otro universo, pues allí se
encuentran piezas únicas, acumuladas con el paso de los años, cubiertas de
polvo, todas aglutinadas son una explosión de colores intensos que crean un
espectáculo singular. Ya apalabrados con los niños que nos guiarán, éstos se
ponen de acuerdo para ver qué casas ver primero: “¿Qué buscan?, nos
preguntaron: “Pues los diablos” respondimos, entonces nos llevan por las
intrincadas calles del poblado serrano, defendiéndonos hasta donde pueden con
sus resorteras de los perros que se nos abalanzan en cada esquina.
Lo que más hay son diablos, pero en segundo
lugar las sirenas ocupan el puesto de honor. Como personajes femeninos con sus
voluptuosos senos al aire son el complemento perfecto para los diablos en sus
picardías y exhibicionismo fálico.
Las sirenas también aparecen en escenas
religiosas, como virgen de Guadalupe, nacimientos o últimas cenas, donde hasta
Cristo es sirena.
En tercer lugar de recurrencia en el motivo
de los diseños están las máscaras y los revolucionarios, individuales o en
complejas maquetas de 10 o 15 piezas entablando batalla. Carretas, coches,
autobuses llenos de diablos y sirenas, chivos, toros, vacas, algunas cruces,
son las piezas que más recuerdo en los distintos talleres.
El barro se amasa y se trabaja modelado, y
también combinándolo con la técnica del pastillaje. Se seca al sol y se coce en
horno. Llama la atención que en uno de los pueblos vecinos: Cocucho, cuna de
las famosas vasijas y cántaros llamadas “cocuchas”, el horneado es al aire
libre, pues las vasijas son tan grandes que no hay horno donde quepan, por lo
que se cubren completamente de leña al aire libre, se enciende y se deja arder
por un día o más. Como la leña se quema dispareja, las entradas de aire tiñen
el barro de colores cafés, naranjas, negros y amarillos en diversas
tonalidades. Pero en Ocumicho, sí es en el horno el cocimiento y el barro queda
parejo en rojo-anaranjado. Esto quiere decir que el tamaño máximo de las piezas
es el tamaño del horno, o bien, se pueden hacer piezas por separado que después
se ensamblan para formar algo más grande.
Después del horneado, viene el decorado que
es lo que más lleva tiempo y es donde se da vuelo a la imaginación en
coordinación con las manos que plasman motivos, patrones y colores en el estilo
tan propio de esta artesanía que ha cobrado renombre internacional.
Por más que se ahorre y se regatee, lo que se
merca siempre parece insignificante frente a la desbordante variedad de lo que
se ofrece en estos talleres.
Al regreso, nadie quiere salir de noche,
porque el camino es malo, y como es Ocumicho, siempre pasan “cosas”, por
aquello del diablo. Para no ser la excepción, efectivamente se descompuso el
coche en la terracería, pero gracias a la hermana del P. Sergio –esposa de
mecánico- pudimos salir bien librados de esa travesura de los diablos de
Ocumicho.
En relación a la pregunta obligada de ¿por
qué los diablos? Traigo a colación lo escrito por Cecile Gouy-Gilbert, quien
señala lo siguiente:
Respecto a cómo nació el diablo,
muchos son los que dicen haber sido iniciados por Marcelino. […] Si examinamos
la evolución de la fabricación de objetos en Ocumicho, se observa que años
después de su muerte el pueblo se orientó deliberadamente hacia los diablos.
Marcelino no transmitió una técnica, sino más bien una idea; esta idea del
diablo cuyo origen se desconoce. Efectivamente, no se sabe nada de los primeros
diablos de Marcelino, más que de “una bola de tierra que tenía en la mano, hizo
un diablo”. También se dice que el mismo diablo le sirvió de modelo, pues un
día lo había encontrado al regresar de Tangancícuaro, al atravesar una barranca
antes de llegar a Ocumicho. El diablo se dirigió a él y le dijo: “tus diablos
son feos, mírame, yo soy guapo, tómame como modelo”. Entonces se volteó levantando
los faldones de su abrigo, y al examinarlo con atención, Marcelino vio su cola,
sus patas de gallina en lugar de manos y sus patas de cabra en lugar de pies,
elementos que probaban que estaba tratando con el diablo. […] Cabría pensar que
el diablo, o más bien el demonio indígena, era un personaje lo suficientemente
fuerte en la mitología purépecha, como para motivar a Marcelino a utilizarlo.
Al observar cuidadosamente estos primeros diablos (sobre todo en el museo de
Pátzcuaro), se ven personajes modelados según el criterio de representación del
diablo cristiano. Por lo tanto, es en la religión católica donde se debe buscar
la influencia ejercida sobre Marcelino. Si efectivamente fabricó ángeles, ¿por
qué no habría de interesarle lo contrario? Por otra parte, hoy en día a los
artesanos les gusta justificar el tema del diablo, recordando que no es más que
un ángel caído.[1]
Este personaje llamado Marcelino, participó
en varias exhibiciones organizadas tanto en el estado, como en otras partes del
país y hasta en el extranjero con sus diablos, los cuales en el pueblo, no
gustaba mucho de presumir abiertamente. En un afortunado ligue de factores
externos, el FONART se interesó en los 70’s por el trabajo de Marcelino, pues
francamente se vendía a la perfección tanto en México como en Estados Unidos,
así, este personaje floreció, pero en su auge estuvo su caída también, pues
murió joven, asesinado violentamente, tal vez por envidias, pues ya había
logrado prestigio, reconocimiento y buen caudal de dinero. Una vez
desaparecido, entonces sí se popularizó la idea de los diablos entre los demás
artesanos que ya trabajaban esa técnica, pero con motivos diferentes, al fin y
al cabo, los diablos era lo que se vendía y lo pagaban bien. El florecimiento
de esta expresión artística se debió a una serie de factores que confluyeron,
como apoyos gubernamentales, políticas indigenistas que proveyeron de apoyos en
el momento justo, exhibiciones en el extranjero donde Marcelino ganó premios
por su trabajo con diablos. Sea como sea, hoy por hoy es un distintivo a la
identidad de este pueblo serrano. La mayoría de los artesanos son campesinos y
se dedican medio año al cultivo del maíz para autoconsumo y el otro medio año a
la fabricación de piezas para venta y obtener dinero en efectivo para comprar
lo necesario. Así, sea cual fuere su origen, es innegable que sus obras son
ventanas privilegiadas para asomarse a sus concepciones cosmovisionales, su
mitología y los entes que consideran pueblan el paisaje de su hermosa tierra.
[1]
Cecile Gouy-Gilbet, Ocumicho y Patamban.
Dos maneras de ser artesano, México, CEMCA. Cuadernos de estudios
michoacanos 2. 1987, pp. 27-28.