RELIGIOSIDAD POPULAR EN MEXICO


Las comunidades rurales de ascendencia indígena en México, son herederas de un importante bagaje cultural y religioso de originalidad mesoamericana. En su devenir histórico, a partir de la conquista y colonización, tuvieron que integrar muchos elementos novedosos provenientes de otros contextos culturales y religiosos. En ese proceso, dichas comunidades, lejos de acatar sumisamente los nuevos parámetros impuestos por el grupo hegemónico, activa y creativamente han reformulado y resignificado esos nuevos símbolos, de tal manera que el sincretismo resultante reúne en una nueva vivencia cultural las procedencias, tanto de uno como de otro lado.
Se trata de una forma de entender los fenómenos religiosos sincréticos en México, donde no se aniquila la diversidad inherente al proceso de conformación social de los diferentes rituales. En este sentido es la "Otra historia", la que se origina fuera del centro, lejos del púlpito, en la intimidad de los pueblos, barrios y colonias frente a la dureza de su vida particular y los avatares para abrirse paso en ella. En ese proceso, lo divino se materializa, necesariamente se encarna y se particulariza desde el horizonte cultural local. Esta aproximación implica una cierta apertura a pensar a Dios desde otros horizontes culturales, i.e., re-pensar lo divino desde otras coordenadas culturales.

viernes, 15 de febrero de 2013

La religiosidad y la cultura. Coloquio: “Las Humanidades y los Procesos Culturales en el s. XXI”. OAXACA


Coloquio: “Las Humanidades y los Procesos Culturales en el s. XXI”
Oaxaca, Oax, 9 de noviembre de 2012
 
La religiosidad y la cultura
 
Ramiro Alfonso Gómez Arzapalo Dorantes
 
La historia del Occidente y la historia del Cristianismo, han estado –tanto para bien, como para mal- intrínsecamente entrelazadas, hasta el punto de disolverse en un mismo cauce en muchos lapsos a través de estos veinte siglos. Desde este punto de partida, tenemos que reconocer que la idea misma de Dios, como concepto, está fraguada en lo que el occidente ha gestionado desde la irrigación de sus venas Griega, Romana y Hebrea.
            En este sentido, no creo exagerar al decir, que el Occidente tiene una especial tara en el reconocimiento de lo sagrado cifrado desde otros horizontes culturales. Primero, porque Occidente se reservó el derecho en siglos precedentes a ser la única voz digna de ser escuchada, ya fuera desde sus prerrogativas religiosas y doctrinales, como ocurrió durante toda la edad media, o bien, desde el discurso científico moderno que, desbancando la intolerancia religiosa se irguió como una nueva intolerancia positivista constituyéndose en un nuevo mito que también reclamó soberbiamente ese derecho a la unicidad monológica. En segundo lugar, dicha tara, le viene de su –hasta hace algunas décadas- incuestionable postulado de supremacía cultural y civilizatoria. El Darwinismo llevado a la esfera social humana influenció muchas posturas de corte filosófico, que defendieron la existencia de estadios evolutivos, en los cuales –por supuesto- el Occidente era la cumbre, reservándose el derecho de calificar de salvajes, bárbaros y primitivos a los otros grupos humanos, y en base a eso, ejercer su dominio ideológico, político, económico y militar sobre ellos, sin empacho de la destrucción generalizada de culturas, bajo las ruedas de esta maquinaria de progreso que más temprano que tarde nos develó su rostro inhumano y la intrínseca estupidez de quien socava el suelo sobre el cual está parado.
            Desde este punto de vista, las tradiciones religiosas no-occidentales, fueron genéricamente vistas por el cristianismo occidental, como obstáculos a la adscripción a la Única posibilidad oficial de religión. En el caso concreto de México: la religión católica preferentemente.
            En ese inmenso bote de desperdicios a donde el Occidente arrojó todo aquello no sustentado por la razón, todo lo no cualitativa y cuantitativamente sustentado por ella y su lógica, impíamente se desechó del horizonte de lo “verdadero”, lo “certero”, lo “válido”, allí fueron a parar nuestras culturas indígenas y sus formas de existencia social, tradiciones, mitos y rituales.
            Sin embargo, en décadas recientes, el interés que en las ciencias sociales se ha despertado por los asuntos religiosos, llama poderosamente la atención, pues pareciera ser una ruptura en la consecución de ideas desarrolladas en la modernidad occidental, abriéndose –para muchos- la posibilidad de atisbo de un nuevo horizonte en la vida contemporánea del occidente destilado en el concepto de posmodernidad –a falta de mejor término-. Sea como sea, la religión está de nuevo en escena, a franco contrapelo de las tendencias modernas que hasta mediados del siglo pasado habían pretendido el total aniquilamiento de este Opio del pueblo, o mal de conciencia, negativo, pero necesario hasta cierto punto.
            No es el caso en nuestros días, hoy por hoy en el contexto contemporáneo ha cobrado particular importancia la religión y el reconocimiento del lugar que ésta ocupa en la sociedad, a pesar del intento secularizador moderno que pretendió desplazarla o confinarla al ámbito meramente privado, y frente al cual la religión nunca dejó de tener presencia social con funciones específicas en medio del mundo Occidental.
Así pues, ubicamos en las tendencias contemporáneas el resurgimiento en el interés por lo religioso, bebiéndolo de fuentes No-occidentales. En este sentido, y ya en referencia concreta al tema en cuestión pues no podemos obviar que las comunidades rurales de ascendencia indígena en México, son herederas de un importante bagaje cultural y religioso de originalidad mesoamericana. En su devenir histórico, a partir de la conquista y colonización, tuvieron que integrar muchos elementos novedosos provenientes de otros contextos culturales y religiosos. En ese proceso, dichas comunidades, lejos de acatar sumisamente los nuevos parámetros impuestos por el grupo hegemónico, activa y creativamente han reformulado y resignificado esos nuevos símbolos, de tal manera que el sincretismo resultante reúne en una nueva vivencia cultural las procedencias, tanto de uno como de otro lado.
Considerar a las imágenes de los santos como personajes vivos en el interior de los pueblos, responde a la forma concreta como estas imágenes –aparentemente innertes- han sido incorporadas en la cosmovisión de los pueblos campesinos de, donde son considerados como personajes vivos y dinámicos que están presentes en sus cuerpos de madera, pasta de caña o resina. Por eso mi insistencia de nombrarlos Mudos predicadores de otra historia y  la otra historia que predican es la que se origina lejos del púlpito, en la lucha diaria por sobrevivir, en el campo, en los problemas cotidianos que urgen soluciones inmediatas. Allí donde la rudeza de la rutina hace necesaria toda la ayuda posible, las redes de solidaridad y reciprocidad se extienden más allá del vecino tangible de carne, hueso y sangre, para integrar a otro tipo de vecinos que comparten esta realidad desde su propia particularidad y posibilidades: los santos. Por eso, dichos vecinos sagrados, no son oficiales, juegan en la tenue línea de lo aceptable y lo abiertamente inaceptable (desde la oficialidad eclesial). Son tolerables, pero no abiertamente aceptables. Es en ese espacio donde se manifiesta el Diablo como un Santo más del Santoral (Xalatlaco, Mex), la Virgen como esposa de San Juan, con todos los derechos conyugales (Mazatepec, Mor), Cristo cuidando a su madre, porque le hizo su casa “en el mismo corral” para atenderla como buen hijo (Miacatlán, Mor.), La Virgen de la Asunción peleada con San Nicolás, por pleitos de tierras (Coatepec y Xalatlaco, Mex.), El Niño Dios como gemelos (Los santos niños cuatitos de Tzintzuntzan, Mich.), Santiago Apóstol enviando alacranes sobre los habitantes de Tilapa que dudan u olvidan “El costumbre” (Tilapa, Mex.), Nuestro Padre Jesús, sentado a la mesa comiendo arroz con mole y coca cola el jueves santo en la última cena (Atlatlauhcan, Mor), Las ánimas del purgatorio, inscritas en la imagen como Angustia, Pena y Desesperación, acompañantes iconográficas de un retablo en la Iglesia de La Magdalena de Las Salinas, D.F., convertidas por los feligreses en Santa Angustia, Santa Pena y Santa Desesperación, cada una con sus propios milagros y reconocimientos como entidad personal e individual. En este sentido Félix Báez-Jorge lo plasma de forma genial al escribir:
 
¿Cómo debe explicarse que en el imaginario colectivo de los huicholes la Virgen de Guadalupe sea considerada una mujer incestuosa y frívola?  ¿Por qué los zoques de Chiapas conciben a Santa Mónica (canonizada como madre de San Agustín) como patrona del pueblo de Tapalapa, y padeciendo en el infierno por maltratar a las personas? ¿Desde qué ángulo simbólico debe entenderse que Santa Clara (patrona de Dzindzantún) sea imaginada por los mayas paseando cada año en la playa para saludar a su hermana la sirena? ¿Cuál es la perspectiva analítica pertinente para examinar los relatos de los otomíes de Temoaya que devocionan al apóstol Santiago por protegerlos en su lucha contra los españoles?¿Es propio de un Santo patrono proyectar tensión entre sus devotos y amenazarlos con cambiar de residencia si no se le ofrendas sus alimentos preferidos? La pregunta surge de la compleja relación que los popolocas de San Marcos Tlacoyalco (Puebla) mantienen  con su imagen epónima, una tardía expresión epifanía de Tlaloc.[1]
 
Así pues, la hipótesis de la que partimos es la siguiente: las imágenes de los santos en las comunidades campesinas de origen indígena fueron reinterpretadas de acuerdo a la cosmovisión propia de los pueblos donde se implantaron, alejándose considerablemente de la explicación piadosa del clero para ser adoptados como entidades divinas cuyas funciones específicas corresponden a las necesidades históricas concretas de los hombres que les rinden culto, incorporándose con otras personalidades numinosas que definitivamente no provienen de la explicación cristiana, sino que corresponden a una concepción mesoamericana, donde los entes divinos se incorporan al trabajo cotidiano codo con codo con el ser humano –los vivos y los muertos- y los elementos naturales presentes en el paisaje, lo cual, en un sentido profundo nos abre los horizontes a diferentes formas de concebir lo sagrado, lo divino y lo trascendente, desde estas culturas específicas.
La negación del otro se manifiesta en múltiples sentidos, uno de ellos –el que aquí nos ocupa- en lo religioso. No se trata solamente de que se niegue a los entes divinos indígenas, sino que aún la forma de entenderlos, para luego descartarlos, no atiende a la originalidad propia de estos grupos en la forma de concebirlos, como si fueran incapaces de generar una visión religiosa propia desde su cultura, se les considera como “gente sin historia” (Cfr. Wolf 1987), como un “relleno social” en las diferentes etapas históricas de los actuales estados modernos latinoamericanos, los eternos “menores de edad” que requieren la tutoría de los grupos hegemónicos.
            No podemos olvidar, en este sentido, la configuración histórica que se dio en lo que hoy es México, como territorios donde convivían de una u otra forma distintos grupos étnicos que se interrelacionaban entre sí de maneras asimétricas, donde había algunos de esos grupos que detentaban el poder hegemónico, generando alianzas de distinto tipo entre los diferentes grupos indígenas. En ese contexto general, se impone –con distintos niveles de violencia- un modelo completamente diferente, impuesto de manera vertical por el nuevo detentor del poder hegemónico: el colonizador español, con dos fuertes brazos para imponer el nuevo modelo: las autoridades gubernamentales directamente sujetas a la Corona y la iglesia.
            Si consideramos este precedente, entenderemos mejor que el desprecio y nulificación de las formas autóctonas de religiosidad, no se dio como algo ocasional y esporádico, sino en un sistemático proyecto de desarticulación del sistema de creencias y prácticas rituales en los diferentes grupos indígenas. El presupuesto ideológico para justificar este proceso, lo daba la idea de un Dios único y verdadero, absoluto, lo cual significaba que no hay cabida para la duda de que lo que se hace es correcto. Dios se convirtió en el garante de este proyecto, a través de su única mediación terrenal oficialmente aceptada: la iglesia.
            Como proyecto social, la iglesia –durante la Colonia- atacó de manera continua toda manifestación de religiosidad que no encuadrara con la propuesta oficial, descontextualizando a las divinidades autóctonas de sus propios ámbitos operativos y sus funciones específicas en interacción con la naturaleza, la sociedad humana, los fenómenos atmosféricos, etc. Se prohibieron “los demás dioses” nominal e iconográficamente, pero sus funciones, ámbitos de dominio e interacción social con el hombre y el cosmos fueron aspectos que –en muchos casos- pasaron desapercibidos ante la mirada vigilante del clero colonial.
            Aparentemente los “falsos dioses” habían sido derrotados, destruidas sus imágenes, prohibida su invocación. Pero más allá de lo nominal e iconográfico, esas funciones, ámbitos de dominio e interacción social con el hombre y el cosmos de éstos entes divinos “derrotados”, fueron reformulándose y resignificándose en aquellos personajes sagrados que, con el nuevo orden social impuesto, sí gozaban de carácter oficial: los santos.
            Nótese que cuando hablamos de las funciones, ámbitos de dominio e interacción social con el hombre y el cosmos que los entes divinos tienen en contextos indígenas, nos estamos refiriendo a contenidos cosmovisionales en tanto que implican una visión estructurada en la cual los miembros de una comunidad combinan de manera coherente sus nociones sobre el medio ambiente en que viven, y sobre el cosmos en que sitúan la vida del hombre (Broda 2001: 16).
            Desde esta perspectiva, los santos –ya reformulados en estos contextos indígenas- se convierten en personajes adscritos nominal e iconográficamente al ámbito de la iglesia oficial, pero en tanto a las funciones que se les asignan, los ámbitos de poder sobre los cuales ejercen su dominio y la forma como se considera que interactúan con los seres humanos, los animales, las plantas, los fenómenos atmosféricos, etc. dejan entrever una procedencia totalmente diferente a la canónica y que corresponde a la resignificación local que cada uno de estos personajes tuvo. De hecho, dicha resignificación, es entendible y operativa solamente en el contexto social e histórico concreto que la formula, así, no es posible hacer una generalización de la resignificación indígena –por ejemplo- de San Isidro Labrador en general, para todos los grupos indígenas de todas las épocas en todos los contextos sociales. Pero el hecho de que tal o cual población reformule a tal o cual santo de una manera determinada, alejándolo de la propuesta oficial y atendiendo a su peculiaridad social e histórica como pueblo, refuerza el planteamiento de este enfoque teórico.
            Como conclusión de los temas abordados en este texto, retomo las palabras de Félix Báez-Jorge con respecto a  lo registrado en Guatemala y México cuando señala que:
 
La nagualización de los santos en Guatemala y México deviene en un intrincado proceso de reinterpretación simbólica que remite a dos vertientes de la evangelización colonial: por una parte, a la implantación de nuevos cultos que embozan antiguas devociones; en otro sentido, al desarrollo de nuevas devociones fincadas en arcaicos cultos, vinculados con la producción y reproducción vital. Así, los santos funcionaron como objetos significantes y referentes de la identidad grupal. Los naguales (en tanto "espíritus guardianes") y los santos se equiparan a partir de la identificación de las funciones sobrenaturales que les son atribuidas y del contexto simbólico en el que se ubican sus oficios numinosos [...] Las imágenes de los santos anualizados, la compleja trama del imaginario colectivo indígena en que anclan sus correspondientes devociones evidencian lo infinito de la cadena de sincretismos y reformulaciones simbólicas que quedan aún por estudiar. (Báez-Jorge 1998: 199).
 
               Lo presentado en este texto es un intento por comprender la originalidad propia de la religiosidad indígena que trata de dar cuenta de su entorno, la posición que el ser humano ocupa en él y los seres divinos que cohabitan e interactúan con el hombre, permitiendo reconocer la coherencia indígena en su propio sistema, donde se articulan cosmovisión, relaciones sociales, rituales, identidad, lo cual les ha permitido –como grupos específicos-  afrontar los embates históricos tan severos que han sufrido frente a un poder hegemónico, que culturalmente es tan diferente, y que tiende a la pretensión de homologar a todos los grupos sociales bajo los mismos parámetros con los cuales se rige. Se trata de una interpretación que permite reconocer que el otro existe, punto crucial en la forma de entender la relación interna entre culturas que por su configuración histórica, se desarrollan en contextos pluriculturales negados y reinterpretados desde la hegemonía que detenta el poder. En todo caso se trata de un esfuerzo por interpretar los fenómenos religiosos en contextos indígenas partiendo desde la originalidad cultural e histórica propia de esas sociedades, sin entrometer modelos ajenos a los cuales pretender ajustarlos desde realidades totalmente lejanas a sus parámetros autóctonos.
En todo caso, dichas comunidades no dejan de integrarse a un contexto social, más amplio que su propio pueblo, que es el estado-nación donde se encuentran, sin embargo, la forma como quedan integrados a éste modelo político moderno resulta sui generis, pues es evidente que su forma de ser ciudadanos mexicanos es diferente al resto de la población mestiza que se adscribe simplemente como ciudadano moderno de este país determinado.
La fuerza de la globalización es tal, que es difícil pensar que se detenga o que cambie radicalmente el modelo con  tal de respetar a las culturas locales. El común en este proceso es que dichas culturas entren en un proceso de integración abrupta disolviéndose los pilares tradicionales en los cuales descansaban sus estructuras originales –culturalmente hablando-. El porvenir de las innumerables culturas locales aparece incierto, y francamente turbio.
Sin embargo, hay algunos lugares que han sido capaces de integrarse a partes del modelo globalizante, sin perderse absorbidos por el remolino, es decir, han podido integrar de alguna manera sus economías locales al modelo capitalista “exterior” a sus comunidades sin perder por eso su identidad cultural ni sus formas tradicionales de reproducirla, conservando así mismo sus cosmovisiones y formas de organización social  en un creativo y dinámico proceso de reinterpretación, readaptación y refuncionalización de sus formas tradicionales. ¿Cómo lo logran? ¿qué mecanismos emplean? ¿qué estrategias sociales usan para conseguirlo? Me parece evidente que la tradición y ciertas formas concretas de ella, tales como la vivencia religiosa y sus rituales que la sustentan, la cosmovisión propia de un pueblo, las redes sociales que se sustentan y refuerzan a partir del trabajo conjunto para hacer praxis esas tradiciones se convierten en verdaderas regiones de refugio (Cfr. Aguirre Beltrán 1967) para las culturas locales. Enfoques de este tipo permiten una interpretación donde el otro –no considerado en la historia “oficial”- tiene cabida no como mero agente pasivo receptor de todo lo que se le impone, sino como una fuerza en relación dialéctica con la instancia hegemónica, donde se dan reacomodos, negociaciones y rupturas.
               La utilidad de estudiar estos procesos implícitos en este tipo de  fenómenos  sociales, es considerar en el ámbito teórico-interpretativo la existencia plural de sectores sociales en un contexto nacional que -desde la hegemonía- pretende ignorar el empuje de los grupos culturales subalternos. En todo caso se trata de un esfuerzo por interpretar estos fenómenos  partiendo desde la originalidad cultural e histórica propia de esas sociedades, sin entrometer modelos ajenos a los cuales pretender ajustarlos desde realidades totalmente lejanas a sus parámetros autóctonos.
 

Referencias bibliográficas
Aguirre Beltrán, Gonzalo
1967, Regiones de refugio: El desarrollo de la comunidad y el proceso dominical en mestizoamerica, INI-SEP, México.
 
Báez-Jorge, Félix
1998, Entre los naguales y los santos. Xalapa, Universidad Veracruzana.
 
Broda, Johanna
2001, “Introducción”, en  Johanna Broda y Félix Báez-Jorge (coords.), Cosmovisión, ritual e identidad de los pueblos indígenas de México. México,  Consejo Nacional para la Cultura y las Artes-Fondo de Cultura Económica: 15-45.
 
Conferencia del Episcopado Latinoamericano (CELAM)
1979, Documentos de Puebla, (Documento final de la Tercera Conferencia General del Episcopado Latinoamericano), Librería parroquial de Clavería, México.
 
Giménez, Gilberto
1978, Cultura Popular y Religión en el Anáhuac. México, Centro de Estudios Ecuménicos.
 
Gómez Arzapalo Dorantes, Ramiro Alfonso
2012, Los santos indígenas: entes divinos populares bajo sospecha oficial (Religiosidad popular campesina en México y procesos sociales implícitos analizados desde la antropología). Berlín, Editorial Académica Española.
 
Millones, Renata y Luis
2003, Calendario tradicional peruano, Fondo Editorial del Congreso de Perú, Lima.
 
Wolf, Eric
1987,  Europa y la Gente sin Historia, México, FCE.
 
 


[1] Félix Báez-Jorge, “Núcleos de identidad  y espejos de alteridad (hagiografías populares y cosmovisiones indígenas)”, en: Ramiro Alfonso Gómez Arzapalo Dorantes (coord.), Los Divinos entre los Humanos, México, editorial edisai, pp. 25-42, 2012. P. 42.