Coloquio: “Las Humanidades y los
Procesos Culturales en el s. XXI”
Oaxaca, Oax, 9 de noviembre de 2012
La
religiosidad y la cultura
Ramiro
Alfonso Gómez Arzapalo Dorantes
La historia del Occidente y la historia del
Cristianismo, han estado –tanto para bien, como para mal- intrínsecamente
entrelazadas, hasta el punto de disolverse en un mismo cauce en muchos lapsos a
través de estos veinte siglos. Desde este punto de partida, tenemos que
reconocer que la idea misma de Dios, como concepto, está fraguada en lo que el
occidente ha gestionado desde la irrigación de sus venas Griega, Romana y
Hebrea.
En
este sentido, no creo exagerar al decir, que el Occidente tiene una especial
tara en el reconocimiento de lo sagrado cifrado desde otros horizontes
culturales. Primero, porque Occidente se reservó el derecho en siglos
precedentes a ser la única voz digna de ser escuchada, ya fuera desde sus
prerrogativas religiosas y doctrinales, como ocurrió durante toda la edad
media, o bien, desde el discurso científico moderno que, desbancando la
intolerancia religiosa se irguió como una nueva intolerancia positivista
constituyéndose en un nuevo mito que también reclamó soberbiamente ese derecho
a la unicidad monológica. En segundo lugar, dicha tara, le viene de su –hasta hace
algunas décadas- incuestionable postulado de supremacía cultural y
civilizatoria. El Darwinismo llevado a la esfera social humana influenció
muchas posturas de corte filosófico, que defendieron la existencia de estadios
evolutivos, en los cuales –por supuesto- el Occidente era la cumbre,
reservándose el derecho de calificar de salvajes, bárbaros y primitivos a los
otros grupos humanos, y en base a eso, ejercer su dominio ideológico, político,
económico y militar sobre ellos, sin empacho de la destrucción generalizada de
culturas, bajo las ruedas de esta maquinaria de progreso que más temprano que
tarde nos develó su rostro inhumano y la intrínseca estupidez de quien socava
el suelo sobre el cual está parado.
Desde
este punto de vista, las tradiciones religiosas no-occidentales, fueron
genéricamente vistas por el cristianismo occidental, como obstáculos a la
adscripción a la Única posibilidad oficial de religión. En el caso concreto de
México: la religión católica preferentemente.
En
ese inmenso bote de desperdicios a donde el Occidente arrojó todo aquello no
sustentado por la razón, todo lo no cualitativa y cuantitativamente sustentado
por ella y su lógica, impíamente se desechó del horizonte de lo “verdadero”, lo
“certero”, lo “válido”, allí fueron a parar nuestras culturas indígenas y sus
formas de existencia social, tradiciones, mitos y rituales.
Sin
embargo, en décadas recientes, el interés que en las ciencias sociales se ha
despertado por los asuntos religiosos, llama poderosamente la atención, pues pareciera
ser una ruptura en la consecución de ideas desarrolladas en la modernidad
occidental, abriéndose –para muchos- la posibilidad de atisbo de un nuevo
horizonte en la vida contemporánea del occidente destilado en el concepto de
posmodernidad –a falta de mejor término-. Sea como sea, la religión está de
nuevo en escena, a franco contrapelo de las tendencias modernas que hasta
mediados del siglo pasado habían pretendido el total aniquilamiento de este Opio del pueblo, o mal de conciencia, negativo, pero necesario hasta cierto punto.
No
es el caso en nuestros días, hoy por hoy en el contexto contemporáneo ha
cobrado particular importancia la religión y el reconocimiento del lugar que
ésta ocupa en la sociedad, a pesar del intento secularizador moderno que
pretendió desplazarla o confinarla al ámbito meramente privado, y frente al
cual la religión nunca dejó de tener presencia social con funciones específicas
en medio del mundo Occidental.
Así pues, ubicamos en las
tendencias contemporáneas el resurgimiento en el interés por lo religioso,
bebiéndolo de fuentes No-occidentales. En este sentido, y ya en referencia
concreta al tema en cuestión pues no podemos obviar que las comunidades rurales
de ascendencia indígena en México, son herederas de un importante bagaje
cultural y religioso de originalidad mesoamericana. En su devenir histórico, a
partir de la conquista y colonización, tuvieron que integrar muchos elementos
novedosos provenientes de otros contextos culturales y religiosos. En ese
proceso, dichas comunidades, lejos de acatar sumisamente los nuevos parámetros
impuestos por el grupo hegemónico, activa y creativamente han reformulado y
resignificado esos nuevos símbolos, de tal manera que el sincretismo resultante
reúne en una nueva vivencia cultural las procedencias, tanto de uno como de
otro lado.
Considerar a las imágenes de
los santos como personajes vivos en el interior de los pueblos, responde a la
forma concreta como estas imágenes –aparentemente innertes- han sido
incorporadas en la cosmovisión de los pueblos campesinos de, donde son
considerados como personajes vivos y dinámicos que están presentes en sus
cuerpos de madera, pasta de caña o resina. Por eso mi insistencia de nombrarlos
Mudos predicadores de otra historia
y la otra
historia que predican es la que se origina lejos del púlpito, en la lucha
diaria por sobrevivir, en el campo, en los problemas cotidianos que urgen
soluciones inmediatas. Allí donde la rudeza de la rutina hace necesaria toda la
ayuda posible, las redes de solidaridad y reciprocidad se extienden más allá
del vecino tangible de carne, hueso y sangre, para integrar a otro tipo de
vecinos que comparten esta realidad desde su propia particularidad y
posibilidades: los santos. Por eso, dichos vecinos sagrados, no son oficiales, juegan
en la tenue línea de lo aceptable y lo abiertamente inaceptable (desde la
oficialidad eclesial). Son tolerables, pero no abiertamente aceptables. Es en
ese espacio donde se manifiesta el Diablo como un Santo más del Santoral
(Xalatlaco, Mex), la Virgen como esposa de San Juan, con todos los derechos
conyugales (Mazatepec, Mor), Cristo cuidando a su madre, porque le hizo su casa
“en el mismo corral” para atenderla como buen hijo (Miacatlán, Mor.), La Virgen
de la Asunción peleada con San Nicolás, por pleitos de tierras (Coatepec y
Xalatlaco, Mex.), El Niño Dios como gemelos (Los santos niños cuatitos de
Tzintzuntzan, Mich.), Santiago Apóstol enviando alacranes sobre los habitantes
de Tilapa que dudan u olvidan “El costumbre” (Tilapa, Mex.), Nuestro Padre
Jesús, sentado a la mesa comiendo arroz con mole y coca cola el jueves santo en
la última cena (Atlatlauhcan, Mor), Las ánimas del purgatorio, inscritas en la
imagen como Angustia, Pena y Desesperación, acompañantes iconográficas de un
retablo en la Iglesia de La Magdalena de Las Salinas, D.F., convertidas por los
feligreses en Santa Angustia, Santa Pena y Santa Desesperación, cada una con
sus propios milagros y reconocimientos como entidad personal e individual. En
este sentido Félix Báez-Jorge lo plasma de forma genial al escribir:
¿Cómo debe explicarse que en el
imaginario colectivo de los huicholes la Virgen de Guadalupe sea considerada
una mujer incestuosa y frívola? ¿Por qué
los zoques de Chiapas conciben a Santa Mónica (canonizada como madre de San
Agustín) como patrona del pueblo de Tapalapa, y padeciendo en el infierno por
maltratar a las personas? ¿Desde qué ángulo simbólico debe entenderse que Santa
Clara (patrona de Dzindzantún) sea imaginada por los mayas paseando cada año en
la playa para saludar a su hermana la sirena? ¿Cuál es la perspectiva analítica
pertinente para examinar los relatos de los otomíes de Temoaya que devocionan
al apóstol Santiago por protegerlos en su lucha contra los españoles?¿Es propio
de un Santo patrono proyectar tensión entre sus devotos y amenazarlos con
cambiar de residencia si no se le ofrendas sus alimentos preferidos? La
pregunta surge de la compleja relación que los popolocas de San Marcos
Tlacoyalco (Puebla) mantienen con su
imagen epónima, una tardía expresión epifanía de Tlaloc.[1]
Así pues, la hipótesis de la
que partimos es la siguiente: las imágenes de los santos en las comunidades
campesinas de origen indígena fueron reinterpretadas de acuerdo a la
cosmovisión propia de los pueblos donde se implantaron, alejándose
considerablemente de la explicación piadosa del clero para ser adoptados como
entidades divinas cuyas funciones específicas corresponden a las necesidades
históricas concretas de los hombres que les rinden culto, incorporándose con
otras personalidades numinosas que definitivamente no provienen de la
explicación cristiana, sino que corresponden a una concepción mesoamericana,
donde los entes divinos se incorporan al trabajo cotidiano codo con codo con el
ser humano –los vivos y los muertos- y los elementos naturales presentes en el
paisaje, lo cual, en un sentido profundo nos abre los horizontes a diferentes
formas de concebir lo sagrado, lo divino y lo trascendente, desde estas
culturas específicas.
La negación del otro se manifiesta en
múltiples sentidos, uno de ellos –el que aquí nos ocupa- en lo religioso. No se
trata solamente de que se niegue a los entes divinos indígenas, sino que aún la
forma de entenderlos, para luego descartarlos, no atiende a la originalidad
propia de estos grupos en la forma de concebirlos, como si fueran incapaces de
generar una visión religiosa propia desde su cultura, se les considera como
“gente sin historia” (Cfr. Wolf
1987), como un “relleno social” en las diferentes etapas históricas de los
actuales estados modernos latinoamericanos, los eternos “menores de edad” que
requieren la tutoría de los grupos hegemónicos.
No
podemos olvidar, en este sentido, la configuración histórica que se dio en lo
que hoy es México, como territorios donde convivían de una u otra forma distintos
grupos étnicos que se interrelacionaban entre sí de maneras asimétricas, donde
había algunos de esos grupos que detentaban el poder hegemónico, generando
alianzas de distinto tipo entre los diferentes grupos indígenas. En ese
contexto general, se impone –con distintos niveles de violencia- un modelo
completamente diferente, impuesto de manera vertical por el nuevo detentor del
poder hegemónico: el colonizador español, con dos fuertes brazos para imponer
el nuevo modelo: las autoridades gubernamentales directamente sujetas a la
Corona y la iglesia.
Si
consideramos este precedente, entenderemos mejor que el desprecio y
nulificación de las formas autóctonas de religiosidad, no se dio como algo
ocasional y esporádico, sino en un sistemático proyecto de desarticulación del
sistema de creencias y prácticas rituales en los diferentes grupos indígenas.
El presupuesto ideológico para justificar este proceso, lo daba la idea de un
Dios único y verdadero, absoluto, lo cual significaba que no hay cabida para la
duda de que lo que se hace es correcto. Dios se convirtió en el garante de este
proyecto, a través de su única mediación terrenal oficialmente aceptada: la
iglesia.
Como
proyecto social, la iglesia –durante la Colonia- atacó de manera continua toda
manifestación de religiosidad que no encuadrara con la propuesta oficial,
descontextualizando a las divinidades autóctonas de sus propios ámbitos
operativos y sus funciones específicas en interacción con la naturaleza, la
sociedad humana, los fenómenos atmosféricos, etc. Se prohibieron “los demás
dioses” nominal e iconográficamente, pero sus funciones, ámbitos de dominio e
interacción social con el hombre y el cosmos fueron aspectos que –en muchos
casos- pasaron desapercibidos ante la mirada vigilante del clero colonial.
Aparentemente
los “falsos dioses” habían sido derrotados, destruidas sus imágenes, prohibida
su invocación. Pero más allá de lo nominal e iconográfico, esas funciones,
ámbitos de dominio e interacción social con el hombre y el cosmos de éstos entes
divinos “derrotados”, fueron reformulándose y resignificándose en aquellos
personajes sagrados que, con el nuevo orden social impuesto, sí gozaban de
carácter oficial: los santos.
Nótese
que cuando hablamos de las funciones, ámbitos de dominio e interacción social
con el hombre y el cosmos que los entes divinos tienen en contextos indígenas,
nos estamos refiriendo a contenidos cosmovisionales en tanto que implican una visión estructurada en la cual los miembros
de una comunidad combinan de manera coherente sus nociones sobre el medio
ambiente en que viven, y sobre el cosmos en que sitúan la vida del hombre
(Broda 2001: 16).
Desde
esta perspectiva, los santos –ya reformulados en estos contextos indígenas- se
convierten en personajes adscritos nominal e iconográficamente al ámbito de la
iglesia oficial, pero en tanto a las funciones que se les asignan, los ámbitos
de poder sobre los cuales ejercen su dominio y la forma como se considera que
interactúan con los seres humanos, los animales, las plantas, los fenómenos
atmosféricos, etc. dejan entrever una procedencia totalmente diferente a la
canónica y que corresponde a la resignificación local que cada uno de estos
personajes tuvo. De hecho, dicha resignificación, es entendible y operativa
solamente en el contexto social e histórico concreto que la formula, así, no es
posible hacer una generalización de la resignificación indígena –por ejemplo-
de San Isidro Labrador en general, para todos los grupos indígenas de todas las
épocas en todos los contextos sociales. Pero el hecho de que tal o cual
población reformule a tal o cual santo de una manera determinada, alejándolo de
la propuesta oficial y atendiendo a su peculiaridad social e histórica como
pueblo, refuerza el planteamiento de este enfoque teórico.
Como conclusión de los temas
abordados en este texto, retomo las palabras de Félix Báez-Jorge con respecto
a lo registrado en Guatemala y México
cuando señala que:
La
nagualización de los santos en Guatemala y México deviene en un intrincado
proceso de reinterpretación simbólica que remite a dos vertientes de la
evangelización colonial: por una parte, a la implantación de nuevos cultos que
embozan antiguas devociones; en otro sentido, al desarrollo de nuevas
devociones fincadas en arcaicos cultos, vinculados con la producción y
reproducción vital. Así, los santos funcionaron como objetos significantes y
referentes de la identidad grupal. Los naguales (en tanto "espíritus
guardianes") y los santos se equiparan a partir de la identificación de
las funciones sobrenaturales que les son atribuidas y del contexto simbólico en
el que se ubican sus oficios numinosos [...] Las imágenes de los santos
anualizados, la compleja trama del imaginario colectivo indígena en que anclan
sus correspondientes devociones evidencian lo infinito de la cadena de
sincretismos y reformulaciones simbólicas que quedan aún por estudiar.
(Báez-Jorge 1998: 199).
Lo
presentado en este texto es un intento por comprender la originalidad propia de
la religiosidad indígena que trata de dar cuenta de su entorno, la posición que
el ser humano ocupa en él y los seres divinos que cohabitan e interactúan con
el hombre, permitiendo reconocer la coherencia indígena en su propio sistema,
donde se articulan cosmovisión, relaciones sociales, rituales, identidad, lo
cual les ha permitido –como grupos específicos-
afrontar los embates históricos tan severos que han sufrido frente a un
poder hegemónico, que culturalmente es tan diferente, y que tiende a la
pretensión de homologar a todos los grupos sociales bajo los mismos parámetros
con los cuales se rige. Se trata de una interpretación que permite reconocer
que el otro existe, punto crucial en la forma de entender la relación interna entre culturas que por su
configuración histórica, se desarrollan en contextos pluriculturales negados y
reinterpretados desde la hegemonía que detenta el poder. En
todo caso se trata de un esfuerzo por interpretar los fenómenos religiosos en
contextos indígenas partiendo desde la originalidad cultural e histórica propia
de esas sociedades, sin entrometer modelos ajenos a los cuales pretender
ajustarlos desde realidades totalmente lejanas a sus parámetros autóctonos.
En todo caso, dichas
comunidades no dejan de integrarse a un contexto social, más amplio que su
propio pueblo, que es el estado-nación donde se encuentran, sin embargo, la
forma como quedan integrados a éste modelo político moderno resulta sui generis, pues es evidente que su
forma de ser ciudadanos mexicanos es diferente al resto de la población mestiza
que se adscribe simplemente como ciudadano moderno de este país determinado.
La fuerza de la globalización es tal, que es difícil
pensar que se detenga o que cambie radicalmente el modelo con tal de respetar a las culturas locales. El
común en este proceso es que dichas culturas entren en un proceso de
integración abrupta disolviéndose los pilares tradicionales en los cuales
descansaban sus estructuras originales –culturalmente hablando-. El porvenir de
las innumerables culturas locales aparece incierto, y francamente turbio.
Sin embargo, hay algunos lugares que han sido
capaces de integrarse a partes del modelo globalizante, sin perderse absorbidos
por el remolino, es decir, han podido integrar de alguna manera sus economías
locales al modelo capitalista “exterior” a sus comunidades sin perder por eso
su identidad cultural ni sus formas tradicionales de reproducirla, conservando
así mismo sus cosmovisiones y formas de organización social en un creativo y dinámico proceso de reinterpretación,
readaptación y refuncionalización de sus formas tradicionales. ¿Cómo lo logran?
¿qué mecanismos emplean? ¿qué estrategias sociales usan para conseguirlo? Me
parece evidente que la tradición y ciertas formas concretas de ella, tales como
la vivencia religiosa y sus rituales que la sustentan, la cosmovisión propia de
un pueblo, las redes sociales que se sustentan y refuerzan a partir del trabajo
conjunto para hacer praxis esas tradiciones se convierten en verdaderas regiones de refugio (Cfr. Aguirre Beltrán 1967) para las
culturas locales. Enfoques de este tipo permiten una
interpretación donde el otro –no
considerado en la historia “oficial”- tiene cabida no como mero agente pasivo
receptor de todo lo que se le impone, sino como una fuerza en relación
dialéctica con la instancia hegemónica, donde se dan reacomodos, negociaciones
y rupturas.
La
utilidad de estudiar estos procesos implícitos en este tipo de fenómenos
sociales, es considerar en el ámbito teórico-interpretativo la
existencia plural de sectores sociales en un contexto nacional que -desde la
hegemonía- pretende ignorar el empuje de los grupos culturales subalternos. En
todo caso se trata de un esfuerzo por interpretar estos fenómenos partiendo desde la originalidad cultural e
histórica propia de esas sociedades, sin entrometer modelos ajenos a los cuales
pretender ajustarlos desde realidades totalmente lejanas a sus parámetros
autóctonos.
Referencias
bibliográficas
Aguirre Beltrán, Gonzalo
1967, Regiones de refugio: El
desarrollo de la comunidad y el proceso dominical en mestizoamerica, INI-SEP,
México.
Báez-Jorge,
Félix
1998,
Entre los naguales y los santos. Xalapa, Universidad Veracruzana.
Broda,
Johanna
2001, “Introducción”, en Johanna Broda y Félix Báez-Jorge (coords.), Cosmovisión,
ritual e identidad de los pueblos indígenas de México. México, Consejo Nacional para la Cultura y las
Artes-Fondo de Cultura Económica: 15-45.
Conferencia del Episcopado
Latinoamericano (CELAM)
1979, Documentos
de Puebla, (Documento final de la Tercera Conferencia
General del Episcopado Latinoamericano), Librería
parroquial de Clavería, México.
Giménez, Gilberto
1978, Cultura
Popular y Religión en el Anáhuac. México, Centro de
Estudios Ecuménicos.
Gómez
Arzapalo Dorantes, Ramiro Alfonso
2012,
Los santos indígenas: entes divinos populares
bajo sospecha oficial (Religiosidad popular campesina en México y procesos
sociales implícitos analizados desde la antropología). Berlín, Editorial
Académica Española.
Millones, Renata y Luis
2003, Calendario
tradicional peruano, Fondo Editorial del Congreso de Perú, Lima.
Wolf,
Eric
1987, Europa y la Gente sin
Historia,
México, FCE.
[1] Félix Báez-Jorge,
“Núcleos de identidad y espejos de
alteridad (hagiografías populares y cosmovisiones indígenas)”, en: Ramiro
Alfonso Gómez Arzapalo Dorantes (coord.), Los
Divinos entre los Humanos, México, editorial edisai, pp. 25-42, 2012. P.
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