El rostro negado del maíz en las comunidades
campesinas indígenas: una clave para entender su alteridad cultural
Ramiro Alfonso Gómez Arzapalo Dorantes
Las culturas que se han desarrollado
desde hace siglos en lo que hoy es México, han sido muy frecuentemente
observadas e interpretadas desde otras lógicas, se trata de comparaciones
forzadas entre ellos y un nosotros situado en un contexto diferente y desde
perspectivas culturales que les son totalmente extrañas a aquellos. Este tipo
de comparaciones atentan contra la originalidad propia de las explicaciones
nativas que tratan de dar cuenta de su entorno, la posición que el hombre ocupa
en él y los seres divinos que cohabitan e interactúan con el hombre. Sobra
decir que, generalmente, en este tipo de comparaciones lo indígena pierde, pues
no se ajusta a los parámetros que los modelos occidentales encuentran como
satisfactorios.
En este sentido,
es importante reconocer la coherencia indígena en su propio sistema, donde se
articulan cosmovisión, relaciones sociales, rituales, identidad, lo cual les ha
permitido –como grupos específicos-
afrontar los embates históricos tan severos que han sufrido frente a un
poder hegemónico, que culturalmente ha sido tan diferente, y que ha ejercido la
pretensión de homologar a todos los grupos sociales bajo los mismos parámetros
con los cuales se rige. Cuando hablamos de organización interna indígena, se
articulan de manera única la organización tanto social, como religiosa y
también la productiva.
De esta manera, no se pueden disociar cosmovisión, rituales,
ciclo agrícola (preferentemente del maíz), cargos civiles y religiosos,
relaciones sociales, personajes, etc. En este orden de ideas, el maíz de
temporal –en estos contextos sociales- lejos de ser un producto lucrativo, es un
personaje que comparte el entramado de la historia y la tradición de estos
grupos culturales. Desde este punto de vista, tiene un rostro, el cual ha sido
reiteradamente negado por el pragmatismo y la visión mercantilista propios del
grupo cultural hegemónico inserto en una economía de mercado globalizada.
Así pues, en
esta ponencia pretendo acercarme al tema del maíz desde uno de esos hilos que
articula varias dimensiones de la compleja realidad cultural de estos pueblos:
la vivencia religiosa, vivencia necesariamente ligada con el cristianismo pero
asumido de una forma integrada con numerosos elementos de la tradición
indígena, dando como resultado –en muchos casos- un cristianismo con mucho maíz
y poco Cristo.
Esta “forma integrada” de asumir el cristianismo desde las distintas
tradiciones indígenas, necesariamente nos lleva a considerar el problemático
concepto de sincretismo, el cual, lo
consideraremos –siguiendo a Johanna Broda- como:
la
reelaboración simbólica de creencias, prácticas y formas culturales, lo cual acontece por lo general en un contexto de dominio y de la
imposición por la fuerza –sobre todo en un contexto multi-étnico. No se
trata de un intercambio libre, sin embargo, por otra parte, hay que señalar que
la población receptora, es decir el pueblo y las comunidades indígenas han
tenido una respuesta creativa y han desarrollado formas y prácticas nuevas que
integran muchos elementos de su antigua herencia cultural a la nueva cultura
que surge después de la
Conquista.” (Broda 2007: 73).
Las imágenes
simbólicas mesoamericanas han sido reformuladas de manera continua, dando lugar
a las expresiones rituales actuales, diferentes a las de la época prehispánica,
pero no desligadas, sino más bien continuadas en un proceso constante y
dinámico de las comunidades indígenas. La eliminación de la clase gobernante
prehispánica después de la conquista, aunado a la pérdida de la cultura de la
élite, causaron grandes consecuencias en las sociedades autóctonas. La religión
oficial prehispánica (estatal) fue reemplazada por la oficial católica, proceso
durante el cual, muchos santos fueron expuestos a la devoción pública. A la par
de esta imposición, los ritos agrícolas (continuidad de las prácticas
ancestrales) se tuvieron que mover hacia los cerros, cuevas, milpas, etc, es
decir, fuera de las ciudades, lejos de la represión de las autoridades
coloniales celosas de imponer a toda costa el nuevo orden. De aquí se desprende
que los ritos que en épocas prehispánicas formaban parte de un culto estatal,
en la Colonia ,
perdieron su integración a la ideología de un sistema autónomo y se vieron
transformados en expresiones cultuales locales de campesinos. Nótese que la
agricultura como actividad económica básica en la época prehispánica, continuó
siéndolo en la época colonial, y siguió siéndolo después de la Independencia.
También Félix
Báez-Jorge en Entre los naguales y los
santos (1998), aporta un sugerente ángulo de interpretación frente al
complejo proceso de evangelización de los indígenas en los inicios de la Colonia. No se trata
ni del éxito de la tabula rasa, que
los frailes pretendían, ni tampoco de una máscara de cristianismo que los
indios tejieron para ocultar su religión prehispánica y preservarla tal cual,
inamovible e impermeable. Ante estos extremos, Báez-Jorge sugiere considerar
los términos de refuncionalización y reelaboración simbólica, en un contexto
social e histórico determinado. Esta visión permite interpretar una realidad
social sin dejar de considerar la existencia y empuje de los grupos subalternos.
La imposición desde la hegemonía, encuentra en los grupos sometidos una
respuesta dinámica donde se generan estrategias de refuncionalización
simbólica, que por un lado, le dejan vivir en el nuevo contexto en que se haya
inmerso, y por el otro lado, le posibilitan la continuidad histórica y
cosmovisional.
En este orden de
ideas, el concepto de religiosidad popular, entendido desde las reflexiones
originadas en la antropología, nos lleva a comprender la lógica cultural
interna de las comunidades que la sustentan. Así pues, al hablar de religiosidad popular en este sentido, de
ningún modo hacemos referencia a un término peyorativo. No queremos sugerir
verla como un desprendimiento de la religión oficial, cuyos orígenes serían la
ignorancia y “mala copia” local de una organización cultual sistematizada en la
religión hegemónica. En este sentido, las prácticas religiosas populares no son
un “simplismo”, sino que son una opción social, pues implican el
posicionamiento frente a un grupo hegemónico que impone ciertos parámetros, que
no necesariamente responden a las necesidades históricas y sociales concretas
de un pueblo, lo cual sí encuentra respuesta en una reinterpretación popular de
los elementos religiosos traídos por el catolicismo en esos contextos culturales.
Entonces, al
tratar acerca de la religiosidad popular en las comunidades campesinas de
origen indígena en México, no podemos ignorar los procesos de reformulación y
reinterpretación propios que los mismos indígenas hicieron tanto de los nuevos
elementos cristianos impuestos por los evangelizadores, como de los elementos
autóctonos formulados en su cosmovisión y vividos socialmente a través de sus
rituales. El sincretismo resultante, insistimos, parece provenir de un proceso
mucho más complejo que un mero “corta y pega” de aspectos cristianos por un
lado, e indígenas por el otro. El proceso histórico que vivieron estos pueblos
durante la conquista y posterior colonización, es sumamente complejo por la
forma como se desarrolló, gradualmente y con muchas estrategias y
contradicciones, tanto de parte de indígenas como de españoles, para sacarle el
mejor provecho a la situación, estrategias que al aplicarse, fueron delineando
poco a poco el perfil del indígena durante la Colonia. Posteriormente ,
al terminarse el período colonial, y empezar los diferentes países de
Latinoamérica a iniciar su vida de manera independiente, la reestructuración
social al interior de los mismos marcó un cambio para las comunidades
indígenas, que invariablemente tendrían que adaptarse a la nueva organización y
enfrentarse a los embates consecuentes frente a los mestizos que ya se habían
perfilado como la clase dominante.
Es
obvio que la religiosidad indígena actual es diferente a la del pasado, ya sea
que remontemos ésta hasta lo prehispánico, lo colonial, o primeros años de
indepedencia, sin embargo, es posible vislumbrar ciertas continuidades en las
prácticas rituales, reformuladas debido a las condicionantes históricas, pero
que conservan su sentido original. Dichas continuidades resultan más lógicas
cuando consideramos que las comunidades indígenas han conservado como
denominador común a lo largo de su historia la agricultura, predominantemente
del maíz, por lo que la mayor parte de sus rituales han estado orientados a
propiciar esta actividad y conseguir un buen fin al ciclo agrícola.
Después
de haber asentado los principios anteriores, podemos decir que la religiosidad
popular se perfiló desde el interior de las comunidades como una estrategia de
diferenciación entre lo propio y lo ajeno, donde lo propio reconoce lo ajeno,
selecciona algo, lo reformula y finalmente se lo apropia.
En
la apropiación que los indígenas hacen de elementos cristianos como los santos,
la virgen, Cristo, la cruz, etc., se percibe una integración de éstos a su
práctica agrícola, atribuyéndoles ciertas características y poderes que solo se
valoran en ese contexto agrícola, según Báez-Jorge: “se entienden como
mediaciones simbólicas entre la vida cotidiana de los hombres y la formulación
imaginaria que ellos desarrollan, incorporando a estas imágenes sus
representaciones fantásticas y sobrenaturales”(Báez-Jorge 1994: 159).
Es
claro que las realidades culturales y étnicas que vive un grupo, impulsan
dinámicas comunitarias que se perfilan desde el interior de la historia de la
misma comunidad. Dentro de esas dinámicas comunitarias, los cultos populares
han jugado un papel muy importante en la renovación cultural frente a la
hegemonía no-indígena. En esos procesos, no se debe perder de vista la
transformación gradual, dinámica y creativa donde los mismos indígenas son los
protagonistas. No hablamos de sustituciones descontextualizadas, sino de
transformaciones creativas en un entorno histórico concreto. Cabe aquí citar
nuevamente a Félix Báez en una reflexión de índole general:
No obstante, en esos procesos de
incorporación (y/o reinterpretación) espontánea o planeada, debe subrayarse el
movimiento de transformación creadora (no de mera sustitución), que dará lugar
a la configuración de los nuevos cultos. Tonantzin no se convierte simplemente
en Nuestra Señora de Guadalupe; los atributos de Pachamama no se incorporan
linealmente al ámbito numinoso de la advocación de Copacabana; la Virgen de la Caridad del Cobre no asume
de manera simplista los oficios de Ochún. En cada caso, tal como se ha
detallado, se operó un dilatado proceso de síntesis tolerado, cuando no
alentado por la jerarquía. Este movimiento dialéctico tiene definidos perfiles
históricos, forma parte de tramados sociales, conjuga múltiples variables toda
vez que comprende una realidad mucho más vasta que la que corresponde a la vida
religiosa. (Báez-Jorge 1994: 162).
Entonces,
la religiosidad existente entre los indígenas actuales no parece ser resultado
de un proceso pasivo de yuxtaposición o sustitución, sino más bien, de un
proceso sumamente dinámico y creativo de reformulaciones. Sin embargo, hay que
señalar que cuando hablamos de reformulaciones de antiguas tradiciones y cultos
indígenas, no nos referimos tanto al sistema religioso estructurado desde el
poder estatal en tiempos prehispánicos, pues éste fue directamente atacado por
los españoles y desestructurado inmediatamente consumada la conquista. Más bien
nos referimos a los cultos locales, de comunidades agrícolas, que se celebraban
en la intimidad de los pueblos o las familias, valga la siguiente observación
de Luis Millones con referencia a la experiencia del Perú:
Una vez
organizada la iglesia cristiana en el virreinato comprendió que eran los dioses
locales, aquellos que se reverenciaban en el nivel comunal o familiar, los que
resistirían con más éxito la encendida prédica de los misioneros. Desde un
principio se les privó de sus imágenes, pero eso no disminuyó la voluntad de
los creyentes, que refugiaron su fe en lugares apartados o en los propios
altares de los templos católicos, a despecho del sacerdote y los indios
cristianizados. (Millones 1997: 13).
Es
evidente que la forma como los indígenas se apropiaron de ciertos elementos
cristianos, fue –y sigue siendo- muy creativa, logrando integrar en su cosmovisión a nuevos personajes
numinosos, pero no por sustitución, sino por un proceso selectivo y de
refuncionalización acorde a sus necesidades, dando por resultado una vivencia
religiosa muy peculiar que aparentemente comparte mucho con la visión cristiana
de la iglesia oficial, pero que en realidad es muy diferente en sus
presupuestos y sus fines.
Parte
de este proceso se puede entender si se considera que desde la época del primer
contacto entre indígenas y españoles, los evangelizadores dejaron muchos huecos
que los indígenas tratarían de llenar desde su propia perspectiva
interpretativa acerca de la divinidad, el cosmos y la participación humana con
ellos. Nuevamente recurro a Millones, pues lo expone de manera muy ilustrativa:
[...] Las
imágenes quedaban expuestas a los fieles en el templo de su localidad. A falta
de la palabra explicativa del clero, a los pies de cada imagen fue naciendo
otra historia, lejana a los martirios de los primeros tiempos de la
cristiandad, o bien conformando versiones paralelas a la vida de Cristo, pero
que al entroncarse con las tradiciones locales (muchas de origen precolombino)
terminaban por conformar lo que hoy ya está consagrado como parte de la
historia del pueblo y de su patrono. [...] Al carecer de la voz oficial de la
iglesia, o si ella ejerce violencia inaceptable sobre los patrones culturales
del pueblo, éste recurre a su capacidad de “leer” de manera distinta la
expresión y parafernalia del santo, virgen o cristo expuestos en los altares.
Por encima de la doctrina oficial, cada comunidad ha establecido un diálogo
personal con su patrono. Sus rasgos, sus vestidos, sus atributos, fueron poco a
poco reflejando las angustias y esperanzas de sus fieles, convirtiéndose en
espejos culturales. En el diario entrecruzar de sus miradas, unos y otros
terminaron por borrar las distancias de sus respectivas proveniencias.
(Millones 1997: 74-75).
Esto no implica la
consideración unilateral de que la religiosidad popular indígena actual sea
consecuencia de que éstos no fueron evangelizados correctamente, en el supuesto
de que si lo hubieran sido, no tendrían esas “desviaciones” en su forma de
vivir la religión cristiana. La religiosidad popular indígena no es escisión
del cristianismo producto de ignorancia o terquedades de los indios (como
generalmente prefieren verlo los clérigos), sino una expresión cultural
original que respondió –y lo sigue haciendo- a las necesidades sociales de las
comunidades que la viven. Es necesario que los intentos unilaterales de explicación
de estos fenómenos religiosos locales, ceda el paso a interpretaciones que
acepten la existencia social de estos grupos subalternos como entidades
culturales bien diferenciadas a pesar de los procesos de incorporación y
asimilación hegemónica.
Dicha religiosidad
indígena no es de generación espontánea, sino que responde a un proceso
histórico, donde indudablemente hubo una vivencia religiosa socialmente bien
estructurada y de antigua tradición en las comunidades prehispánicas, que chocó
fuertemente con los presupuestos de los españoles, fue sistemáticamente atacada
y socialmente desestructurada, pero que durante todo el período colonial fue
hábilmente reformulada, admitiendo selectivamente elementos de la nueva
religión traída por los europeos, muchas veces solo en forma pero no en
contenidos. Cabe aquí traer las palabras
de Báez-Jorge: “Decapitada la inteligencia mesoamericana, desmanteladas las
manifestaciones canónicas de las religiones autóctonas por el aparato represivo
eclesiástico-militar de la corona española, los cultos populares emergieron
como alternativa para la catequesis cristiana o como mediadores simbólicos que
en algunos casos, terminaron sintetizándose con las deidades católicas”. (Báez-Jorge
2000: 381).
El
sistema religioso como tal había sido desmembrado, pero la actividad agrícola
–básica en época prehispánica- continuaba siéndolo en la Colonia. A ese nivel,
de cultura agrícola, los rituales propiciatorios y –en general- de todo el
ciclo de cultivo, siguieron practicándose. Los aires, la lluvia, el cerro, el
maíz mismo, siguen tratándose como un Tú y no como materia despersonalizada,
pero ya no están solos, las comunidades van integrando a ciertos santos, que
por su iconografía o sus atributos, son considerados útiles en el proceso
productivo agrícola, de acuerdo con su cosmovisión. La Cruz , Dios Padre, la Virgen , etc., son de igual
forma refuncionalizados y se integran no como foráneos, sino como autóctonos.
En este sentido compartimos la postura de
Tristan Platt cuando señala que “la reproducción y transformación étnica en
circunstancias coloniales exigía de los nativos americanos una asimilación
selectiva de elementos claves del repertorio cultural hispánico” (Platt, s/f: 21).
Por su parte, Félix Báez indica que:
La
vigencia de elementos religiosos de origen prehispánico o colonial no se
interpreta en términos de antiguallas probatorias del “atraso” de los pueblos
indios o de su pertenencia a “comunidades folk”. Se abordan como
manifestaciones ideológicas (conscientes e inconscientes) de cosmovisiones
contemporáneas, apreciación que remite a los conceptos y explicaciones que los
pueblos indios formulan acerca del origen, la forma y el funcionamiento del
universo, a las ideas que expresan respecto a la posición y papel que tienen y
deben cumplir los seres humanos en el ámbito natural y social, y que como
cuerpo de representaciones determinado socialmente están articuladas a
cuestiones prácticas toda vez que sirven como referencia normativa a diversas
conductas e instituciones. (Báez-Jorge 2000: 47).
La vivencia
religiosa de los pueblos indígenas, incorpora los elementos de su cosmovisión expresada en la praxis ritual,
la cual se entiende en ese contexto y no en otros, pues la selección que la
configura, depende de las vivencias históricas concretas de una determinada
comunidad.
Entonces tenemos
que, en la religiosidad popular encontraremos reinterpretadas y reformuladas
las imágenes de los santos, los sacramentos, la ética cristiana, la concepción
misma de la divinidad, la utilidad de la religión, las concepciones de este y
el otro mundo, etc. Una reinterpretación que integra las raíces culturales
mesoamericanas y la religión católica, en una síntesis operante sólo en
aquellos contextos regionales que comparten cosmovisión, historia y posición
frente a los grupos hegemónicos. De esta manera, las imágenes de los santos en
las comunidades campesinas de origen indígena fueron reinterpretadas de acuerdo
a la cosmovisión propia de los pueblos donde se implantaron, alejándose
considerablemente de la explicación piadosa del clero para ser adoptados como nuevas
entidades divinas cuyas funciones específicas corresponden a las necesidades
históricas concretas de los hombres que les rinden culto, incorporándose con
otras personalidades de carácter igualmente sobrenatural que definitivamente no
provienen de la explicación cristiana, sino que corresponden a una concepción
mesoamericana. Dicha concepción hunde sus raíces en tradiciones indígenas
ancestrales donde la naturaleza y el hombre no son considerados uno como amo y
la otra como materia dispuesta al uso indiscriminado, tal y como ocurre en la
concepción occidental, sino que tanto el ser humano, como los entes y fuerzas
naturales, e incluso los seres numinosos forman parte de un mismo drama que los
engarza a todos en un destino común, lo cual implica la responsabilidad de cada
parte por asumir su obligación. De esta manera, el maíz, en las
comunidades campesinas de origen indígena en México, es mucho más que un bien
de consumo o un producto de beneficio meramente económico. En él se entrecruzan
muchos hilos que entretejen la historia e identidad de los pueblos con los que
interactúa. Es así como el maíz cobra rostro, más que un Ello, se transforma en un Tú,
estableciéndose una relación de cara a un ser vivo valorado como Padre,
Sustento, Vínculo con los antepasados, etc.
Divinidad, naturaleza, seres humanos –vivos y muertos- interactuando
juntos en derredor del ciclo de esta planta que se convierte en el personaje
central de la historia de estos pueblos a través de elaborados y conflictivos
procesos de reformulación y reelaboración simbólica, los cuales han
posibilitado la permanencia de estas culturas –cohesionadas y
diferenciadas- en un contexto social más
amplio y hegemónico que pretende la homologación. Así ,
el maíz, lejos de ser valorado como mercancía inerte, es el personaje central y
corazón palpitante que irriga vitalidad a estos grupos.
El maíz es en estos pueblos un vínculo con la tierra en el sentido más
profundo que esta expresión pueda tener. La tierra, no entendida como una
determinada extensión que se posee o comercializa, sino la madre que sostiene y
da pertenencia. Estamos frente a grupos culturales que se rigen por principios
totalmente diferentes a los parámetros culturales occidentales. Funcionan bajo
otra lógica cultural, en la que el entorno natural –tanto entes como fuerzas-,
los divinos y los humanos –vivos y muertos[1]-
interactúan para el buen funcionamiento del cosmos.
No podemos dejar de mencionar el vínculo existente entre las
comunidades indígenas contemporáneas y las de antaño, vínculo que no se
manifiesta en elementos sobrevivientes intactos a lo largo del curso de la
historia, sino como procesos de larga duración donde la continuidad se
entreteje paulatinamente en las estrategias sociales que estos pueblos han
ideado y puesto en práctica frente a los diversos embates que han sufrido en
cada momento de su historia. En este sentido, uno de esos nexos constantes a lo
largo del devenir del tiempo en estas culturas ha sido el cultivo del maíz y
todo el complejo cosmovisional que gira en torno a su práctica agrícola.
En consonancia con esto, resultan muy sugerentes los trabajos de
Johanna Broda (1991, 1996, 1997, 2001
a y b, 2005) con respecto al calendario de ciclo agrícola
y las festividades que se dan a lo largo del mismo, en una revisión histórica,
tanto del período prehispánico (para el caso de los mexicas) como en el período
colonial y pervivencia hasta nuestros días (a partir del análisis de datos
etnográficos contemporáneos). De acuerdo
al aporte de esta autora, el ciclo festivo-religioso que acompaña al ciclo
agrícola del maíz privilegia ciertas fechas que sólo pueden ser valoradas en un
contexto agrícola y corresponden a momentos críticos en el desarrollo del cultivo:
siembra, crecimiento y cosecha. A continuación desglosaremos con más
detenimiento esta propuesta interpretativa.
Podemos apuntar que una
de las culturas prehispánicas que fue más ampliamente documentada por los
colonizadores desde la época inmediatamente posterior a la conquista fue la de
los mexicas, los cuales lograron hacer realidad en su cultura una síntesis
combinada de cosmovisión y percepción de la naturaleza, en base a una cuidadosa
observación de la misma.
Esto se expresó a través de un rico conjunto de fiestas
celebradas a lo largo del año. Cabe señalar que entre los mexicas había
diferentes calendarios de distinta duración y utilidad cada uno, pero que
operaban conjuntamente[2].
Así, tenemos el Tonalpohualli, con
una duración de 260 días, formado por 20 signos de días y 13 numerales, que al
combinarse entre sí no se repite ninguna combinación hasta después de 260 días.
El Xíhuitl o calendario solar, con
una duración de 365 días, formado de la combinación de 18 meses de 20 días cada
uno, más 5 días “inútiles” o “aciagos”. El Xiuhmolpilli,
que era un período de 52 años con un evento astronómico que lo corroboraba: la
culminación de Las Pléyades por el cenit a medianoche. El huehuetilliztli o “una vejez”, período de 104 años (dos Xiuhmolpilli). En la culminación de este
período de tiempo coincidían en su punto inicial el Tonalpohualli, el Xíhuitl
y la revolución sinódica de Venus[3],
de acuerdo a la siguiente tabla:
1 Huehuetilliztli = 146 Tonalpohualli
104 Xíhuitl
65
Revoluciones sinódicas de Venus
2 Xiuhmolpilli (corroborados cada uno
por la culminación de
Las Pléyades por el cenit a
medianoche)
|
Dejando de lado
–por el momento- la cuestión calendárica, podemos señalar que el culto del
Estado mexica implicaba la participación activa de la población y reflejaba la
estratificación social existente, por lo que fue una importante expresión
ideológica, donde el papel activo lo tenían los sacerdotes y algunos
gobernantes, los cuales reconvertirían en la Conquista y Colonización
en los principales objetivos a eliminar por parte del poder español.
En ese culto
mexica se podían distinguir tres grupos de fiestas que se hacían a los dioses
de la lluvia y del maíz, tal y como lo ha puntualizado Johanna Broda en
repetidas ocasiones (1997: 49-90; 2001b: 165-238; 2005: 219-248). El primero
era en el ciclo de la estación seca, y consistía en sacrificios de niños en los
cerros. En este período caía la fiesta de Atlcahualo[4]. Los niños eran
seres pequeños al igual que los Tlaloque[5]. Estos sacrificios
se concebían como un contrato entre los dioses de la lluvia y los hombres, por
medio de los sacrificios obtenían la lluvia y por ende el maíz.
El
segundo grupo de fiestas era la siembra en Huey
tozoztli[6], seguida después
de 40 días por la fiesta del maíz tierno y las precipitaciones pluviales en Etzalcualiztli[7], y por la fiesta
del agua salada del mar en Tecuilhuitontli[8]. Esta última es
interesante por el complejo simbólico del mar como un lugar de suprema
fertilidad.
Finalmente
el tercer grupo de fiestas era la cosecha y el inicio de la estación seca, lo
cual se celebraba mediante culto a los cerros y dioses del pulque en la fiesta
de Tepeíhuitl[9], repetida 60 días
después en Atemoztli[10], donde también se
daba culto a las imágenes de los cerros en conmemoración de los muertos.
Desde
la perspectiva de Broda, estas celebraciones fueron abruptamente interrumpidas
en la conquista, pero aun puede observarse cierta continuidad de las mismas en
las comunidades nahuas de hoy. Uno de los aspectos más destacados de esta
continuidad es la fiesta de la
Santa Cruz , cuya fecha es el 3 de mayo, y que actualmente se
celebra en las comunidades indígenas de una manera muy original que denota su
cosmovisión, pues en esa fecha (coincidente con la antigua fiesta de Huey Tozoztli) se implora la fertilidad,
se realizan cultos en los cerros, se consagra el maíz para la siembra, al igual
que los pozos y manantiales. Corrobora la continuidad de la cosmovisión
mesoamericana, el papel de los “graniceros”, los cuales son especialistas en el
tiempo y hacen rituales en las montañas y cerros para atraer la lluvia, lo
hacen especialmente en dos fechas: una es la de la santa cruz, y la otra el 4
de noviembre, al terminar la estación de lluvias, lo cual lo relaciona con la
cosecha y los muertos. Resumiendo, entre las fiestas del año, había cuatro que
eran claves:
- Atlcahualo (12 de febrero) inicio del ciclo agrícola
- Huey tozoztli (30 de abril) siembra
- Tlaxochimaco (13 de agosto) apogeo de las lluvias y crecimiento del maíz.
- Tepeílhuitl (30 de octubre) cosecha.
Se
hace evidente entonces –insiste Broda-, que estas cuatro fechas señaladas
anteriormente para época prehispánica,
coinciden a partir del período colonial con las fiestas cristianas de:
-
2
de febrero – candelaria
-
3
de mayo- fiesta de la Santa
Cruz
-
15
de agosto- la asunción
-
2
de noviembre – muertos.
En estas fechas se
pueden apreciar en las comunidades indígenas muchos elementos sincréticos con
el santoral católico, sin embargo, tienen un origen prehispánico. Ya que éstas
fechas se basan en los ciclos climáticos y agrícolas, han mantenido su
funcionalidad aún después de la conquista y dado que las comunidades indígenas
son principalmente campesinas las han conservado, reelaborándolas e
incorporando los nuevos elementos, así como refuncionalizando los ritos,
conservando su cosmovisión propia en medio de las agresiones externas que han
sufrido. En este proceso histórico, el maíz ha estado presente como
protagonista y eje en la configuración social de estos pueblos, como Padre y
Sustento.
Desde los aportes
de la etnografía contemporánea, estos presupuestos teóricos cobran forma
definitiva. Menciono en primer lugar los sugerentes datos de campo que recopiló
Catherine Good Eshelman entre las décadas de los setentas y los noventas, entre
los nahuas de la región del Balsas en Guerrero (Good, 1988, 1994, 1996, 2001 y
2004). En sus reportes publicados, queda claro que en la cosmovisión nahua de
dicha zona, los muertos no pierden la continuidad con los vivos. En otras
palabras, morir es irse a otro lado como alma, pero sin dejar de ser parte de
la comunidad, ni cesar por tanto, los derechos y las obligaciones que se
desprenden de ese hecho. Los muertos, entonces, verdaderamente trabajan, pues
allá donde están hacen comunidad con los otros muertos y están participando en
el ciclo agrícola del mundo de los vivos, trabajando ahora desde sus nuevas
posibilidades –como difuntos- para el mismo ciclo agrícola del maíz para el que
trabajaban labrando, limpiando y cosechando cuando estaban vivos.
Siguiendo
las descripciones de la mencionada autora, cuando alguien muere se le dan
numerosas ofrendas para que cuando llegue al lugar que ha de llegar, tenga
presentes para las demás almas y así éstas estén contentas y le señalen al
recién llegado sus nuevas obligaciones en ese lugar. Las obligaciones de los
muertos para con los vivos es implorar a Dios Padre, a Cristo, a los santos, a la Virgen , al aire, y a
Tonantzin para que llegue el agua. Las almas están libres de sus cuerpos, ya no
tienen ese peso y por eso son ligeras. No sólo ligeras materialmente, sino
también en un sentido simbólico profundo. Los vivos tienen tlahtlacolli=pecado, entendido no como lo entienden los cristianos,
sino como una deuda no pagada, una deuda con la tierra que nos da de comer, y
nosotros hemos de dar de comer a la tierra. Entonces los muertos ya no comen la
tierra y ya han dado –con sus cadáveres- de comer a la tierra, por eso son
ágiles y pueden estar cerca de los santos y pedirles lluvia para sus
comunidades. El vínculo entre la tierra y las personas pasa por la mediación
del maíz consumido. Aquí cabe señalar que los muertos niños, antes de comer
maíz, nunca contrajeron la deuda con la tierra, por lo cual, son todavía más
ágiles y ligeros y privilegiados en el otro mundo, por lo que estas almitas
“inocentes” son especialmente eficaces para fungir como intermediadotas entre
las necesidades de los vivos y las posibilidades supramundanas de los entes
divinos.
Se
entiende entonces, que el muerto no está separado de su comunidad y aún
participa e interactúa con los vivos en una relación de reciprocidad,
equivalente a la que se mantiene entre los vivos.
Bien,
ahora pasemos a la reciprocidad que deben tener los vivos para con los muertos.
Los vivos tienen la obligación de proporcionar alimento a los muertos, a través
de las ofrendas, las cuales son de una exhuberancia notable, especialmente en
día de muertos y en las celebraciones en torno al muerto particular. El muerto
consume solamente los aromas, porque ya es alma, por eso le duran para todo el
año y los vivos –a su vez- participan del convite al consumir la comida de la
que ya comieron sus muertos. Al ser consideradas las almas como algo etéreo, se
considera que solamente consumen los aromas y las esencias, por ello, es
imprescindible que los alimentos que se realizan para los muertos contengan
mucho condimento, como chile, hierbas de olor, epazote, laurel, piloncillo,
canela, café, vainilla, etc, pues los muertos solamente consumen los olores. De
igual forma, el camino de regreso del más allá hacia la casa en el más acá, se
marca con flores muy aromáticas, como el cempoalxóchitl y el pericón.
Cuando los vivos
dan sus ofrendas a los muertos, éstos son benévolos, es decir, corresponden y
cumplen con sus obligaciones, esto crea un ambiente de prosperidad y bienestar
general. Por el contrario, cuando los vivos abandonan a las almas, se crea un
mundo inverso a la imagen de prosperidad y éxito que resultaba del conjunto del
trabajo entre los vivos y los muertos. Abandonar un alma puede causar
desgracias, pues ellos no colaborarán en el beneficio del ciclo agrícola. Sin
embargo sí se concibe que hay almas abandonadas, y es importante señalar que en
Ameyaltepec, Gro. –según refiere la citada Catharine Good-,
el 2 de noviembre se coloca una ofrenda para las almas abandonadas. Con esto se
aumenta el círculo de muertos trabajando para el bienestar de los vivos. Así
aumentan su capital social aún en esferas no materiales.
Mantener
esta cosmología, realizar las actividades rituales y ordenar las relaciones
humanas de manera consistente con ella reproduce el grupo cultural indígena a
través de la historia.
Es
interesantísimo señalar aquí el vínculo con la tierra en estos cultos a los
muertos, porque en las ofrendas no se
pueden usar gallinas de criadero, donde ya se alimentaron con otras cosas que
no sean maíz, pues se ha roto con eso el vínculo con la tierra. Los animales
caseros, alimentados con maíz cosechado en el pueblo conservan ese vínculo con
la tierra y a través de la ofrenda, con los muertos. En el año 2004 tuve la
oportunidad de estar en Acatlán, Gro. del 1 al 5 de mayo para la fiesta de la Santa Cruz. El
acontecimiento central de dicha festividad nahua fue la subida al cerro el día
2 de mayo, donde tres cruces son adornadas ricamente con collares de
cempoalxóchitl, frutas, flores, velas. Allí, al pie de la Cruz se ofrendan los
gallos que serán sacrificados y posteriormente consumidos en la comida
principal. Dichos gallos “están puros” –según las palabras que ellos mismos
usan- y la pureza les viene dada por “no conocer gallina” desde unas semanas
atrás, y principalmente por el hecho de estar alimentados durante todo el año
única y exclusivamente por maíz de temporal sembrado y cosechado en el mismo
Acatlán.
También en otra población nahua, Xalatlaco,
en el estado de México, podemos mencionar que el período intensivo de fiestas
en el pueblo coincide con el ciclo agrícola del maíz, aproximadamente de mayo a
noviembre (Cfr. Gómez Arzapalo,
2004). En este período del año se celebran una serie de Santos católicos, a saber: San Isidro
Labrador (15 de mayo), San Juan Bautista (24 de junio), La Asunción (15 de
agosto) San Bartolomé (24 agosto), San Agustín (28 de agosto), Santa Teresa (15
de octubre), San Rafael (24 de octubre). A grandes rasgos, podemos apuntar que
en mayo (San Isidro Labrador) se prepara la tierra y las semillas, es el culmen
de la estación seca y ritualmente es un período de petición de las lluvias
necesarias para iniciar el cultivo anual del maíz de temporal. Las fiesta de
San Juan Bautista, en junio, se ubica aún en el inicio del temporal, por lo que
cuando se atrasan las lluvias adquiere un tinte de petición del agua, mientras
que cuando la estación comienza “temprano” –en mayo- adquiere un tono de
petición de las “buenas aguas”, y “alejamiento del granizo”. Las fiestas de los
santos comprendidas en agosto (La Virgen de la Asunción, San Bartolomé Apóstol
y San Agustín) se ubican dentro del ciclo crítico del crecimiento del maíz
cuando ya jilotea, incluso hay elotes, pero aún no madura lo suficiente para
garantizar el autoconsumo de grano para el resto del año. Finalmente las
fiestas de octubre (Santa Teresa y San Rafael) se ubican ya en un contexto
ritual de maduración de las mazorcas, cercanas a la cosecha, la cual
ritualmente está siempre unida a las fiestas de Muertos en noviembre.
Así pues, el maíz
en este tipo de comunidades, es incorporado socialmente como parte del pueblo,
y como tal, desarrolla sus funciones sociales desde la particularidad de su ser
y posibilidades, las cuales se engarzan con las del ser humano, los entes
divinos, los demás seres naturales que llenan el paisaje dando como resultado
este mundo. Desde esta perspectiva cosmovisional, el mundo es tal y como lo
conocemos, no porque repita leyes eternas inscritas en la sucesión de
acontecimientos, sino porque es una red de colaboraciones entre animales,
plantas, seres humanos y entes divinos. En esa red el maíz ocupa un lugar
destacado como personaje primordial que posibilita este drama cósmico.
Aquello hacia lo
que estamos llamando la atención del lector, es a considerar la diferencia de
las culturas indígenas en relación a la cultura nacional hegemónica. Partamos
de que las culturas indígenas, que se desarrollaron desde época prehispánica en
una continua interacción en el territorio que hoy es México, después de la
conquista, fueron vistos genéricamente como “indios”, sus diferencias fueron
negadas por el ojo homologante de los colonizadores, todos se convirtieron en
"indios", y todo lo indio se consideró como igual, además, sus
diferencias con respecto a los españoles fueron vistas como desviaciones y
carencias, lo cual llevaba a sustentar su supuesta inferioridad. Sólo fueron
reconocidos en aquellos opacos reflejos que se vislumbraban en el espejo de la
nueva oficialidad, mientras que todo aquello que no encontró un correlato, o un
paralelismo evidente con los nuevos parámetros culturales impuestos, se convirtió
en superchería, errores y mentiras; o en el mejor de los casos; en un burdo
remedo de la Verdad
implícita en el modelo occidental.
Frente a esta
interpretación tan pobre en alcance y tan injusta en su consideración,
requerimos de enfoques de otro tipo que permiten una interpretación donde el otro –no considerado en la historia
“oficial”- tenga cabida no como mero agente pasivo receptor de todo lo que se
le impone, sino como una fuerza en relación dialéctica con la instancia
hegemónica, donde se dan reacomodos, negociaciones y rupturas. En este
dinamismo cultural de continuos reacomodos sociales, el maíz ha sido una línea
que cruza los diferentes momentos históricos que han vivido estas comunidades
de origen indígena. El maíz visto, vivido y reverenciado como Padre y Sustento,
vínculo con la tierra y los antepasados, es un rostro con el que se interactúa
en una relación interpersonal de sumo respeto, postura frente a la cual, la
relación objetivante propia del mercantilismo contemporáneo resulta sumamente grotesca.
Hablamos pues de culturas diferentes, con formas distintas de relacionarse con
el entorno. El rostro negado del maíz
que evoca el título de esta ponencia invita a considerar esa otra forma de ser
y vivir, fuera de la visión utilitaria y mercantilista del Occidente
contemporáneo.
REFERENCIAS
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[1] En relación a esta concepción de que los muertos siguen partícipes de
las labores comunitarias y vida social, consúltense los sugerentes trabajos de
Catharine Good (1988, 1994, 1996, 2001).
[2] La articulación de estos calendarios resulta muy significativa, pues
recordemos que eran sociedades estratificadas socialmente cuya base de
estabilidad económica era la
agricultura. Si consideramos que los ciclos de siembra y
cosecha se marcan de acuerdo a las estaciones de lluvia y de secas que pueden
ser previstas en el calendario solar de 365 días, y recordamos que en realidad
el año dura 365.25 días, podemos darnos cuenta que el error acumulado en este
calendario resulta altamente crítico para una élite que legitima su poder en la
aparente manipulación de los fenómenos astronómicos y atmosféricos. La
articulación de los diferentes calendarios, permitía corregir el error
acumulado y anclar el tiempo en el espacio a través de la observación de los
astros desde puntos fijos en el paisaje.
[3] La revolución sinódica de un astro es el tiempo que tarda en volver a
un punto fijo de observación, después de recorrer la elipse de su órbita. En el
caso del planeta Venus, tiene una duración de 583.92 días, por convención: 584
días.
[4] Fiesta del primer mes mexica, significa “Detención del agua”, y su
correspondencia aproximada con el calendario gregoriano es: 26 de febrero al 16
de marzo.
[6] Fiesta del cuarto mes mexica, significa “Gran velación”, y su
correspondencia aproximada con el calendario gregoriano es: 26 de abril al 15
de mayo.
[7] Fiesta del sexto mes mexica, significa “comida de maíz y frijol”, y su
correspondencia aproximada con el calendario gregoriano es: 5 al 24 de junio.
[8] Fiesta del séptimo mes mexica, significa “pequeña fiesta de los
señores”, y su correspondencia aproximada con el calendario gregoriano es: 25
de junio al 15 de julio.
[9] Fiesta del décimo tercero mes mexica, significa “Fiesta del monte”, y
su correspondencia aproximada con el calendario gregoriano es: 23 de octubre al
11 de noviembre.
[10] Fiesta del décimo sexto mes mexica, significa “Descenso de las aguas”,
y su correspondencia aproximada con el calendario gregoriano es: 22 de
diciembre al 10 de enero.