Presentación del libro (como autor): Los Santos Indígenas:
entes divinos
populares bajo sospecha oficial
(Religiosidad popular
campesina en México y sus
procesos sociales
implícitos analizados desde la antropología).
Universidad Intercontinental,
Auditorio San Francisco Xavier,
Viernes 12 de octubre de 2012, 9:00 hrs.
Los santos: otras
concepciones de lo divino y del ámbito de lo sagrado
Ramiro Alfonso Gómez Arzapalo Dorantes
La historia del Occidente y la historia del
Cristianismo, han estado –tanto para bien, como para mal- intrínsecamente
entrelazadas, hasta el punto de disolverse en un mismo cauce en muchos lapsos a
través de estos veinte siglos. Desde este punto de partida, tenemos que
reconocer que la idea misma de Dios, como concepto, está fraguada en lo que el
occidente ha gestionado desde la irrigación de sus venas Griega, Romana y
Hebrea.
En
este sentido, no creo exagerar al decir, que el Occidente tiene una especial
tara en el reconocimiento de lo sagrado cifrado desde otros horizontes culturales.
Primero, porque Occidente se reservó el derecho en siglos precedentes a ser la
única voz digna de ser escuchada, ya fuera desde sus prerrogativas religiosas y
doctrinales, como ocurrió durante toda la edad media, o bien, desde el discurso
científico moderno que, desbancando la intolerancia religiosa se irguió como
una nueva intolerancia positivista constituyéndose en un nuevo mito que también
reclamó soberbiamente ese derecho a la unicidad monológica. En segundo lugar,
dicha tara, le viene de su –hasta hace algunas décadas- incuestionable
postulado de supremacía cultural y civilizatoria. El Darwinismo llevado a la
esfera social humana influenció muchas posturas de corte filosófico, que
defendieron la existencia de estadios evolutivos, en los cuales –por supuesto-
el Occidente era la cumbre, reservándose el derecho de calificar de salvajes,
bárbaros y primitivos a los otros grupos humanos, y en base a eso, ejercer su
dominio ideológico, político, económico y militar sobre ellos, sin empacho de
la destrucción generalizada de culturas, bajo las ruedas de esta maquinaria de
progreso que más temprano que tarde nos develó su rostro inhumano y la
intrínseca estupidez de quien socava el suelo sobre el cual está parado.
Desde
este punto de vista, las tradiciones religiosas no-occidentales, fueron
genéricamente vistas por el cristianismo occidental, como obstáculos a la
adscripción a la Única posibilidad oficial de religión. En el caso concreto de
México: la religión católica preferentemente.
En
ese inmenso bote de desperdicios a donde el Occidente arrojó todo aquello no
sustentado por la razón, todo lo no cualitativa y cuantitativamente sustentado
por ella y su lógica, impíamente se desechó del horizonte de lo “verdadero”, lo
“certero”, lo “válido”, allí fueron a parar nuestras culturas indígenas y sus
formas de existencia social, tradiciones, mitos y rituales.
Sin
embargo, en décadas recientes, el interés que en las ciencias sociales se ha
despertado por los asuntos religiosos, llama poderosamente la atención, pues
pareciera ser una ruptura en la consecución de ideas desarrolladas en la
modernidad occidental, abriéndose –para muchos- la posibilidad de atisbo de un
nuevo horizonte en la vida contemporánea del occidente destilado en el concepto
de posmodernidad –a falta de mejor término-. Sea como sea, la religión está de
nuevo en escena, a franco contrapelo de las tendencias modernas que hasta
mediados del siglo pasado habían pretendido el total aniquilamiento de este Opio del pueblo, o mal de conciencia, negativo, pero necesario hasta cierto punto.
No
es el caso en nuestros días, hoy por hoy en el contexto contemporáneo ha
cobrado particular importancia la religión y el reconocimiento del lugar que
ésta ocupa en la sociedad, a pesar del intento secularizador moderno que
pretendió desplazarla o confinarla al ámbito meramente privado, y frente al
cual la religión nunca dejó de tener presencia social con funciones específicas
en medio del mundo Occidental.
Definitivamente el tema en cuestión
es apasionante, y polémico, pues pone sobre la mesa dos formas de entendimiento
humano que en momentos parecen irreconciliables dadas sus pretensiones y puntos
de partida: ciencia y religión. Implican relación entre razón y fe, pero yendo
más a fondo, implican también la posición del ser humano frente a esto que
llamamos mundo, que en su desnudez y crudeza se nos presenta como un caos
originario que urge cosmificar para hacerlo propio. El conflicto parece estar
ya presente desde los mitos del origen, desde la tradición judeo-cristiana la
pérdida del paraíso implica la decisión humana de extender la mano y comer el
fruto del “árbol de la ciencia” con lo cual se cobra conciencia y ser conciente
es perder el estado de inocencia original, un paso que no puede desandarse, no
hay marcha atrás, a partir de ese acontecimiento el ser humano conciente se
sabe a sí mismo inmerso en su propia situación concreta y se asume como
caminante que se dirige a donde sus propios pies lo encaucen. Toma de
conciencia, búsqueda del conocimiento, intento maravillosamente humano por asir
las riendas de nuestro destino y controlar el derredor en provecho propio. Sin
embargo, esa característica excelsa humana es penada por el mismo mito,
retomando la referencia que hacíamos del génesis, a la toma de conciencia le
sigue la expulsión del paraíso a un “Valle de lágrimas” donde el ser humano
pagará con trabajos, sinsabores y sufrimientos su descarada osadía. En otros
relatos del mundo Occidental encontramos el mismo trasfondo: Ícaro precipitado
al mar por la intrepidez de su vuelo, Prometeo condenado y torturado
incesantemente por su atrevimiento a favor del hombre, que al fin y al cabo,
tiene acceso a algo que los dioses no tenían dispuesto que tuviera acceso de
forma original. Esta idea la misma tradición judeo-cristiana lo reafirma en el Eclesiastés bajo las siguientes
palabras: “Donde abunda sabiduría, abundan penas, y quien acumula ciencia,
acumula dolor” (Ec 1, 18).
Palabras radicales que tal vez
fueran un atisbo de los excesos en que podría incurrirse. Recordemos las
palabras finales que Mary Shelley pone en boca del Monstruo creado por Victor
Frankestein: Pronto moriré, y lo que
ahora sufro no lo sufriré más. Pronto concluirán mis infortunios. Subiré como
un triunfador a mi pira funeraria, y gozaré, en mi agonía, de mi triunfo
mientras me consumen las llamas. La luz de esa hoguera se extinguirá y el
viento llevará al mar mis cenizas.[1]
Ese monstruo encarna la obra humana a través de la ciencia y la técnica,
producto de un tipo de racionalidad que la Escuela de Frankfurt tanto criticó,
y cuyas implicaciones vivimos hoy en día, para bien y para mal. En el caso de
esta obra literaria, el buen doctor Victor –el científico inquieto que busca
rebasar todos los límites- se equivocó y se arrepiente al decir en su discurso
final: ¡Gran Dios! Si por un solo
instante hubiera imaginado lo que podía discurrir la infernal maldad de mi
diabólico enemigo –al que él mismo
creó-, me habría más bien desterrado
de mi país natal para vagar solo por el mundo.[2]
Sin embargo, en la realidad no se trata tanto del bien intencionado que se
equivoca, sino más bien del asalariado que cumple órdenes sin importar consideración
alguna de otro tipo, tal fue el caso de Eichmann, entre otros colaboradores
nazis.
Bien, para quienes ansiaban
escuchar de los santos, ya me he alejado bastante, pero tiene su sentido si
ubicamos en las tendencias contemporáneas el resurgimiento en el interés por lo
religioso, bebiéndolo de fuentes No-occidentales. En este sentido, y ya en
referencia concreta al libro en cuestión pues no podemos obviar que las
comunidades rurales de ascendencia indígena en México, son herederas de un
importante bagaje cultural y religioso de originalidad mesoamericana. En su
devenir histórico, a partir de la conquista y colonización, tuvieron que
integrar muchos elementos novedosos provenientes de otros contextos culturales
y religiosos. En ese proceso, dichas comunidades, lejos de acatar sumisamente
los nuevos parámetros impuestos por el grupo hegemónico, activa y creativamente
han reformulado y resignificado esos nuevos símbolos, de tal manera que el
sincretismo resultante reúne en una nueva vivencia cultural las procedencias,
tanto de uno como de otro lado.
Considerar a las imágenes de
los santos como personajes vivos en el interior de los pueblos, responde a la
forma concreta como estas imágenes –aparentemente innertes- han sido
incorporadas en la cosmovisión de los pueblos campesinos de, donde son
considerados como personajes vivos y dinámicos que están presentes en sus
cuerpos de madera, pasta de caña o resina. Por eso mi insistencia de nombrarlos
Mudos predicadores de otra historia
y la otra
historia que predican es la que se origina lejos del púlpito, en la lucha
diaria por sobrevivir, en el campo, en los problemas cotidianos que urgen
soluciones inmediatas. Allí donde la rudeza de la rutina hace necesaria toda la
ayuda posible, las redes de solidaridad y reciprocidad se extienden más allá
del vecino tangible de carne, hueso y sangre, para integrar a otro tipo de
vecinos que comparten esta realidad desde su propia particularidad y
posibilidades: los santos. Por eso, dichos vecinos sagrados, no son oficiales,
juegan en la tenue línea de lo aceptable y lo abiertamente inaceptable (desde
la oficialidad eclesial). Son tolerables, pero no abiertamente aceptables. Es
en ese espacio donde se manifiesta el Diablo como un Santo más del Santoral
(Xalatlaco, Mex), la Virgen como esposa de San Juan, con todos los derechos
conyugales (Mazatepec, Mor), Cristo cuidando a su madre, porque le hizo su casa
“en el mismo corral” para atenderla como buen hijo (Miacatlán, Mor.), La Virgen
de la Asunción peleada con San Nicolás, por pleitos de tierras (Coatepec y
Xalatlaco, Mex.), El Niño Dios como gemelos (Los santos niños cuatitos de
Tzintzuntzan, Mich.), Santiago Apóstol enviando alacranes sobre los habitantes
de Tilapa que dudan u olvidan “El costumbre” (Tilapa, Mex.), Nuestro Padre
Jesús, sentado a la mesa comiendo arroz con mole y coca cola el jueves santo en
la última cena (Atlatlauhcan, Mor), Las ánimas del purgatorio, inscritas en la
imagen como Angustia, Pena y Desesperación, acompañantes iconográficas de un
retablo en la Iglesia de La Magdalena de Las Salinas, D.F., convertidas por los
feligreses en Santa Angustia, Santa Pena y Santa Desesperación, cada una con
sus propios milagros y reconocimientos como entidad personal e individual. En
este sentido Félix Báez-Jorge lo plasma de forma genial al escribir:
¿Cómo debe explicarse que en el
imaginario colectivo de los huicholes la Virgen de Guadalupe sea considerada
una mujer incestuosa y frívola? ¿Por qué
los zoques de Chiapas conciben a Santa Mónica (canonizada como madre de San
Agustín) como patrona del pueblo de Tapalapa, y padeciendo en el infierno por
maltratar a las personas? ¿Desde qué ángulo simbólico debe entenderse que Santa
Clara (patrona de Dzindzantún) sea imaginada por los mayas paseando cada año en
la playa para saludar a su hermana la sirena? ¿Cuál es la perspectiva analítica
pertinente para examinar los relatos de los otomíes de Temoaya que devocionan
al apóstol Santiago por protegerlos en su lucha contra los españoles?¿Es propio
de un Santo patrono proyectar tensión entre sus devotos y amenazarlos con
cambiar de residencia si no se le ofrendas sus alimentos preferidos? La
pregunta surge de la compleja relación que los popolocas de San Marcos
Tlacoyalco (Puebla) mantienen con su
imagen epónima, una tardía expresión epifanía de Tlaloc.[3]
Así pues, la hipótesis de la
que se parte y se desarrolla a lo largo de las páginas de este libro es la
siguiente: las imágenes de los santos en las comunidades campesinas de origen
indígena fueron reinterpretadas de acuerdo a la cosmovisión propia de los
pueblos donde se implantaron, alejándose considerablemente de la explicación
piadosa del clero para ser adoptados como entidades divinas cuyas funciones
específicas corresponden a las necesidades históricas concretas de los hombres
que les rinden culto, incorporándose con otras personalidades numinosas que
definitivamente no provienen de la explicación cristiana, sino que corresponden
a una concepción mesoamericana, donde los entes divinos se incorporan al
trabajo cotidiano codo con codo con el ser humano –los vivos y los muertos- y
los elementos naturales presentes en el paisaje, lo cual, en un sentido profundo
nos abre los horizontes a diferentes formas de concebir lo sagrado, lo divino y
lo trascendente, desde estas culturas específicas.
No me resta más que agradecer de
todo corazón a nuestras invitadas: Dra. Alicia y Mtra. Alba, por su generosa
participación en este evento, que definitivamente aportó mucho al tema desde su
propia visión y ángulo de lectura, en lo personal agradezco su presencia en
este evento, pues es relevante en lo personal, y engrandecen mi alegría con su
propositiva presencia, además del esfuerzo por leer este texto y redactar sus
aportes, así como abrir este espacio para compartir físicamente este momento.
[3] Félix Báez-Jorge,
“Núcleos de identidad y espejos de
alteridad (hagiografías populares y cosmovisiones indígenas)”, en: Ramiro
Alfonso Gómez Arzapalo Dorantes (coord.), Los
Divinos entre los Humanos, México, editorial edisai, pp. 25-42, 2012. P.
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