Dr. Ramiro Alfonso Gómez Arzapalo Dorantes
Mutirâo
de Comunicación América Latina y El Caribe.
Universidad Intercontinental, México.
27 de marzo de 2009.
Dinámica
Intercultural en Contextos Pluriétnicos Negados.
Los
problemas interculturales, no se dan exclusivamente en la relación entre dos
grupos humanos diferentes y lejanos geográficamente que fortuitamente se
entrecruzan cada una desde su propia instalación cultural, sino también –y de
forma muy compleja- en la relación interna entre culturas que por su
configuración histórica, se desarrollan en contextos pluriculturales negados y
reinterpretados desde la hegemonía que detenta el poder. Tal es el caso de
México, en medio de muchos procesos similares a lo largo de toda Latinoamérica.
El antiguo adagio de “la historia la escriben los vencedores” no
parece sustentarse más. Ya Eric Wolf en su bello libro Europa y la Gente
Sin Historia[1] presenta argumentos sustanciales y de
mucho peso contra la idea de que exista gente sin historia, o al margen de
ella, como si todos esos sectores no privilegiados fueran “relleno” en una
realidad social que hubiera podido construirse prescindiendo de ellos. Hoy más
que nunca se hace evidente que no es posible la comprensión unilateral de la
historia.
Las culturas
indígenas, que se desarrollaron desde época prehispánica en una continua
interacción en el territorio que hoy es México, después de la conquista, fueron
vistos genéricamente como “indios”, sus diferencias fueron negadas por el ojo
homologante de los colonizadores, todos se convirtieron en "indios",
y todo lo indio se consideró como igual, además, sus diferencias con respecto a
los españoles fueron vistas como desviaciones y carencias, lo cual llevaba a
sustentar su supuesta inferioridad. Sólo fueron reconocidos en aquellos opacos
reflejos que se vislumbraban en el espejo de la nueva oficialidad, mientras que
todo aquello que no encontró un correlato, o un paralelismo evidente con los
nuevos parámetros culturales impuestos, se convirtió en superchería, errores y mentiras;
o en el mejor de los casos; en un burdo remedo de la Verdad implícita en el
modelo occidental.
El
término: cuarto mundo, al que recurre Brotherston al intitular su libro[2],
ilustra claramente esa tendencia. América viene a insertarse como un mundo más
en los ya entonces conocidos: Europa, Asia y África. Adquiere un lugar en un
plan ya diseñado, y una caracterización no emanada de su propia voz, sino desde
comparaciones con otra cosa que no es ella misma.
Frente a esta
interpretación tan pobre en alcance y tan injusta en su consideración, se
requieren enfoques de otro tipo que permitan otra interpretación donde el otro –no considerado en la historia
“oficial”- tenga cabida no como mero agente pasivo receptor de todo lo que se
le impone, sino como una fuerza en relación dialéctica con la instancia
hegemónica, donde se dan reacomodos, negociaciones y rupturas.
Desde esta perspectiva, necesariamente
subyace la postura de que la cultura no es algo estático que se conservaría
inmutable a través del tiempo, sino que es un proceso sumamente dinámico y
complejo de mecanismos de apropiación, adaptación, interpretación y
reinterpretación constante. Si no aceptamos este presupuesto no podríamos
hablar de una lógica interna en las culturas indígenas. Por lo tanto, tendríamos que rechazar de entrada aquella
concepción que considera a la cultura como un proceso lineal donde lo que da
identidad cultural es el aferramiento inconsciente y obstinado a las formas
primitivas del grupo, y donde todo lo nuevo es una amenaza que haría en un
momento dado, desaparecer a esa cultura. Lejos de esta visión simplista de lo
que es la cultura, tenemos que reconocer que a lo largo de los embates externos
que recibe un grupo cultural, los cambios al interior de la misma se dan
siguiendo una lógica cultural interna, y no de una manera mecánica donde el
exterior irrumpe y el interior obedece sin más a esa presión externa. La
cultura no es un arcaísmo, sino un proceso dinámico –como ya dije antes- donde
el grupo, a través de su cosmovisión, ritual, relaciones sociales específicas,
relaciones económicas, etc., genera mecanismos de reproducción de su propia
cultura. A este proceso es al que se evoca cuando hablamos de una "lógica
interna" en una cultura.
Ya no nos referimos a este término de cultura
como “La única”, ya no hablamos de La Cultura como sinónimo de la cultura occidental,
tal y como se suponía en el s. XIX, donde la distinción entre un nosotros
occidental y un ellos no-occidental, equivalía a las denominaciones culto y
salvaje. La diversidad existe, hay culturas (destacando el plural), por lo tanto,
la pregunta crucial en el ámbito de la problematización teórica acerca de la
cultura me parece que debe apuntar hacia la maraña de problemas que se anudan
en torno a la interculturalidad.
Dentro de estos problemas, destaca el
de la instalación cultural donde se posiciona cada ser humano en el mundo… en
realidad ¿quién construye a quién, el hombre a la cultura o la cultura al
hombre?[3] En el
momento de la toma de conciencia personal, hemos ingerido incuestionadamente
durante más de una década de nuestra vida, lo que nuestro entorno cultural nos
enseñó que era lo bueno y lo malo, lo decente y lo indecente, lo bello y lo
grotesco, lo valioso y lo efímero. Una vez instalados en este mundo enfrentamos
otras formas de ser humano, configuradas desde su propia instalación cultural.
¿Quién es poseedor de lo bueno, lo bello, lo decente? Este problema se ha
acuñado bajo el término etnocentrismo,
que evidencia el problema epistemológico y ético de la imposibilidad de
abstraerse de la propia subjetividad (con todas sus condicionantes) en el
momento de enfrentar al otro. ¿Desde dónde situarse, si no desde el Sí Mismo,
en la relación? Ontológicamente es imposible quitarse esta piel y esta historia
para encontrar al otro como si yo fuera un desollado.
Recordemos aquí que, en 1973, cuando la UNESCO declaró el Año Internacional de Lucha contra la Segregación y la Discriminación
Racial , Lévi-Strauss[4] fue
invitado a dictar la conferencia inaugural de dicho año, y en ella, este autor
hacía una interesante reflexión acerca de que el etnocentrismo no parece ser en
sí un problema que aspire a solución, sino que más bien se trata de una
característica inherente a nuestra antropología cultural. El problema –según Strauss-
estaría en las consecuencias de ese etnocentrismo sin limitación alguna. En
este sentido conviene recordar lo que Pérez Tapias señala en su artículo Humanidad y Barbarie[5], cuando apunta que
frente a la realidad del etnocentrismo, se requiere una sana dosis de
“relativismo cultural”. No se promueve ni la una ni la otra, sino un sano punto
intermedio, donde no se equipare la particularidad de lo propio con lo humano, sino ser capaces de reconocer
que nuestra forma concreta de ser humano, es eso, una sola forma –entre otras
posibles- de desarrollar nuestra humanidad.
Ya Fornet Betancourt señalaba entre
estos dos extremos una posible solución cuando escribe, refiriéndose a su
propuesta de filosofía intercultural, lo siguiente:
Es nueva la filosofía intercultural porque decentra
la reflexión filosófica de todo posible centro predominante. No es sólo
antieurocéntrica, no sólo libera a la filosofía de las amarras de la tradición
europea sino que, yendo más allá, critica la vinculación dependiente exclusiva
de la filosofía con cualquier otro centro cultural. Así que en este sentido
critica con igual fuerza cualquier tendencia latinoamericanocentrista, o de
afrocentrismo […] Ese anticentrismo de la filosofía
intercultural no debe confundirse en modo alguno con una negación o
descalificación del ámbito cultural propio correspondiente. No es ése el
sentido que le damos. Entendemos más bien que se trata de subrayar la dimensión
crítica frente a lo propio, de no sacralizar la cultura que es nuestra y de
ceder a sus tendencias etnocéntricas. Hay que partir de la propia tradición
cultural, pero sabiéndola y viviéndola no como instalación absoluta sino como tránsito y puente para la
intercomunicación.[6]
Para la propuesta de análisis que presentamos en esta ponencia, dicha
característica dinámica de la cultura resulta imprescindible para entender
ciertos procesos culturales que implican la resignificación y reelaboración
simbólica de los contenidos presentes en una cultura que entra en contacto con
otra en desigualdad de circunstancias, es decir, en una relación de poder
asimétrica, donde se imponen a una cultura subalterna, los elementos propios de
la cultura dominante. En dicho proceso, no podemos pensar que el cambio en la
cultura subalterna se limite al mero desplazamiento absoluto de sus parámetros
culturales, para someterse indiscriminadamente a lo impuesto desde la cultura
dominante, como si el resultado de este proceso social, implicara la
desaparición total de uno de los actores que se convertiría en un sujeto totalmente
pasivo y receptor (cultura sojuzgada), quedando solamente la cultura dominante
y sus actores como agentes activos del proceso histórico-social. ¿Qué pasa con la cultura subalterna en estos
contextos?, ¿realmente es epistemológica y ontológicamente posible que se
despoje de su perspectiva cultural para adoptar otra? Desde el enfoque en que
nos posicionamos, la respuesta a esta última pregunta es rotundamente negativa,
y para poder responder a la primera, es imprescindible considerar las
estrategias sociales que históricamente emplearon estos grupos subalternos
frente al poder hegemónico para “traducir” los parámetros impuestos desde la
nueva oficialidad, al ámbito operativo local.
[1] Eric Wolf, Europa y la Gente sin
Historia, México, FCE, 1987.
[2] Gordon
Brotherston, La tradición del cuarto
mundo desde su literatura, FCE, Mexico, 1997.
[3] Con respecto a este punto Gilberto Giménez ha puntualizado esta acción
recíproca entre el hombre y la cultura cuando señala: “la cultura hace existir
una colectividad en la medida en que constituye su memoria, contribuye a
cohesionar sus actores y permite legitimar sus acciones. Lo que equivale a
decir que la cultura es a la vez socialmente determinada y determinante, a la
vez estructurada y estructurante. [...] La cultura, tal como se ha definido, no
sólo está socialmente condicionada, sino que constituye también un factor
condicionante que influye de manera profunda sobre las dimensiones económica,
política y demográfica de cada sociedad [...] Ahora bien, como la cultura no
pude ser operativa más que a través de los actores sociales que la portan, la
tesis precedente puede ser ampliada añadiendo que la cultura sólo puede
proyectar su eficacia por mediación de la identidad. En
efecto, en cuanto dimensión subjetiva de los actores sociales, la identidad no
es más que el lado subjetivo de la cultura, resultante, como queda dicho, de la
interiorización distintiva de símbolos, valores y normas. Esto mismo se puede
expresar diciendo que todo actor individual o colectivo se comporta
necesariamente en función de una cultura más o menos original; la ausencia de
una cultura específica –es decir, de una identidad-, provoca la anomia y la
alienación, y conduce finalmente a la desaparición del actor”. (Gilberto
Giménez, “Territorio, cultura e identidades. La región socio-cultural”, en Globalización y regiones en México, UNAM
/ Porrúa, México, 2000, pp. 28; 44-45).
[4] Cfr. Claude Lévi-Strauss,
“Raza y Cultura”, en Revista
Internacional de Ciencias Sociales, Vol. XXIII, No. 4, 1971.
[5] Cfr. José Antonio Pérez
Tapias, “Humanidad y Barbarie. De la barbarie cultural a la barbarie moral”, en
Gazeta de Antropología, Universidad
de Granada, No. 10, 1993.
[6] Raúl
Fornet Betancourt, Filosofía
intercultural, Universidad Pontificia de México, México, 1994, pp. 10-11.