RELIGIOSIDAD POPULAR EN MEXICO


Las comunidades rurales de ascendencia indígena en México, son herederas de un importante bagaje cultural y religioso de originalidad mesoamericana. En su devenir histórico, a partir de la conquista y colonización, tuvieron que integrar muchos elementos novedosos provenientes de otros contextos culturales y religiosos. En ese proceso, dichas comunidades, lejos de acatar sumisamente los nuevos parámetros impuestos por el grupo hegemónico, activa y creativamente han reformulado y resignificado esos nuevos símbolos, de tal manera que el sincretismo resultante reúne en una nueva vivencia cultural las procedencias, tanto de uno como de otro lado.
Se trata de una forma de entender los fenómenos religiosos sincréticos en México, donde no se aniquila la diversidad inherente al proceso de conformación social de los diferentes rituales. En este sentido es la "Otra historia", la que se origina fuera del centro, lejos del púlpito, en la intimidad de los pueblos, barrios y colonias frente a la dureza de su vida particular y los avatares para abrirse paso en ella. En ese proceso, lo divino se materializa, necesariamente se encarna y se particulariza desde el horizonte cultural local. Esta aproximación implica una cierta apertura a pensar a Dios desde otros horizontes culturales, i.e., re-pensar lo divino desde otras coordenadas culturales.

viernes, 15 de febrero de 2013

DINÁMICA INTERCULTURAL EN CONTEXTOS PLURIÉTNICOS NEGADOS. Ponencia en la Mutirao de Comunicación América Latina y el Caribe.


Dr. Ramiro Alfonso Gómez Arzapalo Dorantes
Mutirâo de Comunicación América Latina y El Caribe.
Universidad Intercontinental, México.
27 de marzo de 2009.
 
 
 
 
Dinámica Intercultural en Contextos Pluriétnicos Negados.
 
Los problemas interculturales, no se dan exclusivamente en la relación entre dos grupos humanos diferentes y lejanos geográficamente que fortuitamente se entrecruzan cada una desde su propia instalación cultural, sino también –y de forma muy compleja- en la relación interna entre culturas que por su configuración histórica, se desarrollan en contextos pluriculturales negados y reinterpretados desde la hegemonía que detenta el poder. Tal es el caso de México, en medio de muchos procesos similares a lo largo de toda Latinoamérica.
El antiguo adagio de “la historia la escriben los vencedores” no parece sustentarse más. Ya Eric Wolf en su bello libro Europa y la Gente Sin Historia[1] presenta argumentos sustanciales y de mucho peso contra la idea de que exista gente sin historia, o al margen de ella, como si todos esos sectores no privilegiados fueran “relleno” en una realidad social que hubiera podido construirse prescindiendo de ellos. Hoy más que nunca se hace evidente que no es posible la comprensión unilateral de la historia.
Las culturas indígenas, que se desarrollaron desde época prehispánica en una continua interacción en el territorio que hoy es México, después de la conquista, fueron vistos genéricamente como “indios”, sus diferencias fueron negadas por el ojo homologante de los colonizadores, todos se convirtieron en "indios", y todo lo indio se consideró como igual, además, sus diferencias con respecto a los españoles fueron vistas como desviaciones y carencias, lo cual llevaba a sustentar su supuesta inferioridad. Sólo fueron reconocidos en aquellos opacos reflejos que se vislumbraban en el espejo de la nueva oficialidad, mientras que todo aquello que no encontró un correlato, o un paralelismo evidente con los nuevos parámetros culturales impuestos, se convirtió en superchería, errores y mentiras; o en el mejor de los casos; en un burdo remedo de la Verdad implícita en el modelo occidental.
El término: cuarto mundo, al que recurre Brotherston al intitular su libro[2], ilustra claramente esa tendencia. América viene a insertarse como un mundo más en los ya entonces conocidos: Europa, Asia y África. Adquiere un lugar en un plan ya diseñado, y una caracterización no emanada de su propia voz, sino desde comparaciones con otra cosa que no es ella misma.
Frente a esta interpretación tan pobre en alcance y tan injusta en su consideración, se requieren enfoques de otro tipo que permitan otra interpretación donde el otro –no considerado en la historia “oficial”- tenga cabida no como mero agente pasivo receptor de todo lo que se le impone, sino como una fuerza en relación dialéctica con la instancia hegemónica, donde se dan reacomodos, negociaciones y rupturas.
Desde esta perspectiva, necesariamente subyace la postura de que la cultura no es algo estático que se conservaría inmutable a través del tiempo, sino que es un proceso sumamente dinámico y complejo de mecanismos de apropiación, adaptación, interpretación y reinterpretación constante. Si no aceptamos este presupuesto no podríamos hablar de una lógica interna en las culturas indígenas. Por lo tanto,  tendríamos que rechazar de entrada aquella concepción que considera a la cultura como un proceso lineal donde lo que da identidad cultural es el aferramiento inconsciente y obstinado a las formas primitivas del grupo, y donde todo lo nuevo es una amenaza que haría en un momento dado, desaparecer a esa cultura. Lejos de esta visión simplista de lo que es la cultura, tenemos que reconocer que a lo largo de los embates externos que recibe un grupo cultural, los cambios al interior de la misma se dan siguiendo una lógica cultural interna, y no de una manera mecánica donde el exterior irrumpe y el interior obedece sin más a esa presión externa. La cultura no es un arcaísmo, sino un proceso dinámico –como ya dije antes- donde el grupo, a través de su cosmovisión, ritual, relaciones sociales específicas, relaciones económicas, etc., genera mecanismos de reproducción de su propia cultura. A este proceso es al que se evoca cuando hablamos de una "lógica interna" en una cultura.
 
Ya no nos referimos a este término de cultura como “La única”, ya no hablamos de La Cultura como sinónimo de la cultura occidental, tal y como se suponía en el s. XIX, donde la distinción entre un nosotros occidental y un ellos no-occidental, equivalía a las denominaciones culto y salvaje. La diversidad existe, hay culturas (destacando el plural), por lo tanto, la pregunta crucial en el ámbito de la problematización teórica acerca de la cultura me parece que debe apuntar hacia la maraña de problemas que se anudan en torno a la interculturalidad.
Dentro de estos problemas, destaca el de la instalación cultural donde se posiciona cada ser humano en el mundo… en realidad ¿quién construye a quién, el hombre a la cultura o la cultura al hombre?[3] En el momento de la toma de conciencia personal, hemos ingerido incuestionadamente durante más de una década de nuestra vida, lo que nuestro entorno cultural nos enseñó que era lo bueno y lo malo, lo decente y lo indecente, lo bello y lo grotesco, lo valioso y lo efímero. Una vez instalados en este mundo enfrentamos otras formas de ser humano, configuradas desde su propia instalación cultural. ¿Quién es poseedor de lo bueno, lo bello, lo decente? Este problema se ha acuñado bajo el término etnocentrismo, que evidencia el problema epistemológico y ético de la imposibilidad de abstraerse de la propia subjetividad (con todas sus condicionantes) en el momento de enfrentar al otro. ¿Desde dónde situarse, si no desde el Sí Mismo, en la relación? Ontológicamente es imposible quitarse esta piel y esta historia para encontrar al otro como si yo fuera un desollado.
 
Recordemos aquí que, en 1973, cuando la UNESCO declaró el Año Internacional de Lucha contra la Segregación y la Discriminación Racial, Lévi-Strauss[4] fue invitado a dictar la conferencia inaugural de dicho año, y en ella, este autor hacía una interesante reflexión acerca de que el etnocentrismo no parece ser en sí un problema que aspire a solución, sino que más bien se trata de una característica inherente a nuestra antropología cultural. El problema –según Strauss- estaría en las consecuencias de ese etnocentrismo sin limitación alguna. En este sentido conviene recordar lo que Pérez Tapias señala en su artículo Humanidad y Barbarie[5], cuando apunta que frente a la realidad del etnocentrismo, se requiere una sana dosis de “relativismo cultural”. No se promueve ni la una ni la otra, sino un sano punto intermedio, donde no se equipare la particularidad de lo propio con lo humano, sino ser capaces de reconocer que nuestra forma concreta de ser humano, es eso, una sola forma –entre otras posibles- de desarrollar nuestra humanidad.
Ya Fornet Betancourt señalaba entre estos dos extremos una posible solución cuando escribe, refiriéndose a su propuesta de filosofía intercultural, lo siguiente:
 
Es nueva la filosofía intercultural porque decentra la reflexión filosófica de todo posible centro predominante. No es sólo antieurocéntrica, no sólo libera a la filosofía de las amarras de la tradición europea sino que, yendo más allá, critica la vinculación dependiente exclusiva de la filosofía con cualquier otro centro cultural. Así que en este sentido critica con igual fuerza cualquier tendencia latinoamericanocentrista, o de afrocentrismo […] Ese anticentrismo de la filosofía intercultural no debe confundirse en modo alguno con una negación o descalificación del ámbito cultural propio correspondiente. No es ése el sentido que le damos. Entendemos más bien que se trata de subrayar la dimensión crítica frente a lo propio, de no sacralizar la cultura que es nuestra y de ceder a sus tendencias etnocéntricas. Hay que partir de la propia tradición cultural, pero sabiéndola y viviéndola no como instalación absoluta sino como tránsito y puente para la intercomunicación.[6]
 
 
Para la propuesta de análisis que presentamos en esta ponencia, dicha característica dinámica de la cultura resulta imprescindible para entender ciertos procesos culturales que implican la resignificación y reelaboración simbólica de los contenidos presentes en una cultura que entra en contacto con otra en desigualdad de circunstancias, es decir, en una relación de poder asimétrica, donde se imponen a una cultura subalterna, los elementos propios de la cultura dominante. En dicho proceso, no podemos pensar que el cambio en la cultura subalterna se limite al mero desplazamiento absoluto de sus parámetros culturales, para someterse indiscriminadamente a lo impuesto desde la cultura dominante, como si el resultado de este proceso social, implicara la desaparición total de uno de los actores que se convertiría en un sujeto totalmente pasivo y receptor (cultura sojuzgada), quedando solamente la cultura dominante y sus actores como agentes activos del proceso histórico-social.  ¿Qué pasa con la cultura subalterna en estos contextos?, ¿realmente es epistemológica y ontológicamente posible que se despoje de su perspectiva cultural para adoptar otra? Desde el enfoque en que nos posicionamos, la respuesta a esta última pregunta es rotundamente negativa, y para poder responder a la primera, es imprescindible considerar las estrategias sociales que históricamente emplearon estos grupos subalternos frente al poder hegemónico para “traducir” los parámetros impuestos desde la nueva oficialidad, al ámbito operativo local.


[1] Eric Wolf, Europa y la Gente sin Historia, México, FCE, 1987.
[2] Gordon Brotherston, La tradición del cuarto mundo desde su literatura, FCE, Mexico, 1997.
[3] Con respecto a este punto Gilberto Giménez ha puntualizado esta acción recíproca entre el hombre y la cultura cuando señala: “la cultura hace existir una colectividad en la medida en que constituye su memoria, contribuye a cohesionar sus actores y permite legitimar sus acciones. Lo que equivale a decir que la cultura es a la vez socialmente determinada y determinante, a la vez estructurada y estructurante. [...] La cultura, tal como se ha definido, no sólo está socialmente condicionada, sino que constituye también un factor condicionante que influye de manera profunda sobre las dimensiones económica, política y demográfica de cada sociedad [...] Ahora bien, como la cultura no pude ser operativa más que a través de los actores sociales que la portan, la tesis precedente puede ser ampliada añadiendo que la cultura sólo puede proyectar su eficacia por mediación de la identidad. En efecto, en cuanto dimensión subjetiva de los actores sociales, la identidad no es más que el lado subjetivo de la cultura, resultante, como queda dicho, de la interiorización distintiva de símbolos, valores y normas. Esto mismo se puede expresar diciendo que todo actor individual o colectivo se comporta necesariamente en función de una cultura más o menos original; la ausencia de una cultura específica –es decir, de una identidad-, provoca la anomia y la alienación, y conduce finalmente a la desaparición del actor”. (Gilberto Giménez, “Territorio, cultura e identidades. La región socio-cultural”, en Globalización y regiones en México, UNAM / Porrúa, México, 2000, pp. 28; 44-45).
[4] Cfr. Claude Lévi-Strauss, “Raza y Cultura”, en Revista Internacional de Ciencias Sociales, Vol. XXIII, No. 4, 1971.
[5] Cfr. José Antonio Pérez Tapias, “Humanidad y Barbarie. De la barbarie cultural a la barbarie moral”, en Gazeta de Antropología, Universidad de Granada, No. 10, 1993.
[6] Raúl Fornet Betancourt, Filosofía intercultural, Universidad Pontificia de México, México, 1994, pp. 10-11.