Ponencia para Segundo
Foro sobre Diversidad e Identidad Cultural
Mesa
1: Identidad en el color, ritos y ceremonias
Universidad Autónoma de Chapingo, 21-22 de abril de 2010.
Dr. Ramiro Alfonso Gómez Arzapalo Dorantes
Universidad Intercontinental, México
Procesos identitarios en el complejo social circundante al ritual.
Reflexión a partir del intrincado
concepto de “religiosidad popular” desde la antropología.
Introducción
Las comunidades campesinas de origen indígena en
México, son herederas de un importante bagaje cultural y religioso de
originalidad mesoamericana. A lo largo de los años, haciendo frente a avatares
históricos bastante severos, han logrado sobrevivir –hasta épocas
contemporáneas- como grupos sociales culturalmente diferenciados, preservando
su propia identidad en medio de un contexto social más amplio, homogeneizado y
homogeneizante, que generalmente les resulta hostil. En este devenir histórico
signado por la desigualdad y el menosprecio, se han valido de distintas
estrategias sociales que les han redituado en cohesión interna y
fortalecimiento de redes de solidaridad, no sólo al interior de sus comunidades
singulares, sino como regiones que se engarzan en conjunto. Uno de esos
elementos que les han servido como vehículo de preservación de su memoria y
configuración de su identidad es el ritual. Cabe señalar que al proponer este
acercamiento, será necesario sentar ciertas bases teóricas que nos sirvan como
referente del fenómeno social que presentamos, lo cual haremos después de
presentar los datos etnográficos de la fiesta de la Santa Cruz en Acatlán,
Guerrero.
La fiesta
de la Santa Cruz en Acatlán, Gro.
La
comunidad de Acatlán en el estado de Guerrero es hablante del náhuatl, los que
acuden a la escuela aprenden como segundo idioma el español, aquellos que no
tuvieron la oportunidad de asistir a las aulas, aprenden lo básico del español
en la interacción necesaria fuera del pueblo para realizar actividades de
comercio. La fisionomía del pueblo es la de una zona semiurbanizada, con las calles
principales pavimentadas, hay electricidad, drenaje, teléfono y agua entubada
en la zona céntrica, pero una vez que se deja el cuadrante principal, se da
paso a los caminos de terracería, las líneas improvisadas de mangueras que
llevan el agua desde los arroyos y ojos de agua hasta las casas.
Fuera de los límites del pueblo,
están los campos de cultivo, donde se siembra maíz y a la par, en las mismas
milpas, frijol y calabaza. La actividad agrícola se realiza una vez al año, es
decir, es cultivo de temporal, empezando la preparación de las tierras entre
febrero y abril, la siembra en mayo y la cosecha entre los meses de septiembre
y noviembre, dependiendo de la altura en la que se realice la siembra, pues los
terrenos planos son escasos, por lo que se recurre a las laderas de los cerros.
Dada esta característica del terreno, el uso de maquinaria agrícola es muy
limitado, siendo lo más común la siembra con coa en las laderas y con la ayuda
de yuntas en las partes planas o en las pendientes menos pronunciadas.
La producción de maíz en esta zona
es exclusivamente para autoconsumo, pues los precios en el mercado de esta
gramínea, no hacen viable su explotación comercial. Una buena cosecha garantiza
el consumo de esta base alimenticia, tanto para humanos como para los animales
domésticos.
La fiesta de la Santa Cruz, se
celebra entonces en el contexto de la preparación a la siembra anual, de la
cual dependerá el consumo de maíz para todo el año. Inicios de mayo es el
culmen de la época de sequía y a finales de este mes se aguardan las primeras
lluvias que marcarán el comienzo de la esperada siembra. Todos podemos imaginar
lo que pasaría si esas lluvias no llegaran, pues no hay ninguna posibilidad de
regadío artificial en la región y las actividades económicas en este pueblo son
más bien complementarias a la actividad agrícola, es decir, el sustento se
garantiza con la cosecha de temporal y en los meses del año en que no se cuida
la milpa, se comercia, se emigra temporalmente o se contratan como peones en
las ciudades vecinas.
En este sentido, es muy importante
señalar que una constante en el movimiento migratorio de este pueblo, junto con
algunos otros de la zona, es hacia Ciudad Nezahualcóyotl en el estado de
México, donde se han congregado en grupos que mantienen la lengua náhuatl, y el
vínculo con las festividades del pueblo, siendo la fiesta de la Santa Cruz una
fecha obligada de regreso al pueblo para participar de los festejos en el lugar
de origen. Estos grupos de migrantes se dedican en Ciudad Nezahualcóyotl a la
“pepena” de la basura, actividad que les retribuye lo suficiente para
mantenerse en el exilio y mantener a los familiares dependientes que se quedan
en Acatlán.
El complejo festivo en derredor de
la Santa Cruz se desarrolla entre el 30 de abril y el 5 de mayo, en estos días
el festejo principal se lleva a cabo el día 1° de mayo y es la subida al cerro. Comienza muy temprano,
alrededor de las cuatro de la mañana, para “ganarle” al sol. Se llega a la
cúspide del cerro más alto de la zona aproximadamente a las once de la mañana.
Allí se encuentran permanentemente tres cruces que –con ocasión de la fiesta-
son ricamente ataviadas con collares de cempoalxóchitl (Ver foto 1).
Foto 1. La cruz
ataviada para su fiesta el 1° de mayo[1] en
la cumbre del cerro. Fotografía del autor.
Al llegar cada persona a la cumbre
del cerro se saluda a cada una de las tres cruces, tocándola, persignándose,
colocándole el collar de cempoalxóchitl, una bandera de México, y ofreciéndole
frutas, incienso y velas chorreadas que se colocan en el piso frente a los
montículos de piedras que sostienen las cruces (Ver foto 2).
Foto
2. Saludando a la Cruz en el día de la “Subida al cerro”. Fotografía del autor.
Como puede verse en las dos fotos
anteriores, a la Cruz se le ata un cendal, el cual es colocado a la altura de
la cintura si consideramos a la Cruz como una figura antropomorfa con los
brazos extendidos. Ese cendal es preparado por las mujeres de la casa y el uso
ritual que se le da es colocárselo al cadáver para que sea enterrado con él. No
puede ser usado un cendal nuevo que no haya estado en contacto con la Cruz el
día de su fiesta. Cada familia lleva por lo menos uno y los van amarrando uno
sobre otro hasta formar un voluminoso atado. El resto de ofrendas permanecen con
la Cruz hasta que se desintegran, pero este cendal es retirado por cada familia
a la hora de volver a casa y se guarda como algo sagrado hasta que llega el
momento de usarlo en el transcurso del año, o volverlo a poner en la Cruz en la
siguiente fiesta de mayo.
Una de las actividades principales en el entorno
festivo de la Santa Cruz, es la “pelea de los tigres”, los cuales, son
habitantes del pueblo, varones, que se visten de “tigres” y portan una máscara
de cuero simulando la faz de este felino. Aunque es evidente que la referencia
es al jaguar, como lo dejan ver las propias máscaras que muestran las manchas
circulares características de este mamífero. Pelear, en este contexto ritual,
se considera un honor y un privilegio, pues como lo refieren ellos mismos “la
tierra tiene sed y bebe nuestra sangre”. Las peleas se efectúan en cualquier
lugar donde dos tigres se encuentran y termina en cuanto uno de los dos
contendientes sale del círculo que se forma por los espectadores. No está
permitido pelear sin máscara, y en la lucha solamente pueden darse golpes con
los puños en la cara. Una vez que termina una pelea no se deben desenmascarar
los contendientes frente al adversario, pues se supone que no es una lucha
personal sino ritual, lo cierto es que conforme avanzan los días las peleas se
hacen más encarnizadas y violentas, la gente dice que “ya se traen ganas”,
puesto que todos se reconocen a pesar de la máscara. (Ver foto 3).
Foto 3. La pelea de
“los tigres”. Fotografía del autor.
Estos tigres que pelean, hacen una
ofrenda especial a la Cruz, consistente en gallos “puros”, y la pureza les
viene de haber sido alimentados durante todo el año anterior exclusivamente con
maíz sembrado y cosechado en esa tierra, y por otro lado, de haber sido
aislados para que no “conocieran gallina”. Estas aves serán destinadas para el
sacrificio y posterior consumo por los asistentes a la celebración. Los dueños
de estos gallos les hablan y explican que es necesario que mueran, pues la
tierra “tiene sed”, igual que los animales, las plantas y las gentes, por eso
van a morir y la tierra beberá su sangre para que pueda llover y vuelvan a
tener maíz para seguir viviendo. Es realmente muy emotivo ver a los tigres
cargando su respectivo gallo, acariciándolo y diciéndole suavemente lo que les
va a pasar y explicándoles por qué tiene que ser así. Una vez que el animal es
ofrendado al pie de la Cruz, ya nadie puede tocarlo, excepto los encargados del
sacrificio que los llevarán a la piedra llegado el momento. (Ver foto 4).
Foto 4. Los gallos
destinados al sacrificio al pie de la Cruz. Fotografía del autor.
Los gallos son sacrificados en un monolito saliente
que está en la parte plana de la cumbre, dicha piedra tiene una forma
triangular, lo que le da una saliente filosa de manera natural. Sobre esa
saliente se restriega el cuello de los gallos y se deja correr la sangre sobre
la piedra, para que sea finalmente absorbida por la tierra. Nótese que la
sangre no se contamina con la mediación de ningún instrumento como cuchillo o
recipiente que la contenga, sino que es directamente ofrendada a la tierra a
través de la mencionada saliente rocosa, la cual también recibe sus ofrendas
rituales consistentes en flores, velas y collares de cempoalxóchitl. (Ver foto
5).
Foto 5. Piedra del sacrificio con la sangre de los
gallos. Fotografía del autor.
Una vez que los gallos han sido sacrificados, son
entregados a las mujeres para que los desplumen y preparen para la comida
comunitaria. Se preparan en caldo blanco aderezado solamente con chile verde,
sal y cebolla.
Los tigres que pelean en esta fiesta, que son
solteros y ya quieren casarse, ofrendan también un árbol con flores rojas.
Dicho árbol es ensamblado, pues está formado por una rama seca a la que anudan
numerosas flores rojas que se recolectan en las riveras del río, a unas tres
horas de caminata del pueblo. Los jóvenes que ya desean contraer nupcias,
viajan de noche a preparar su árbol y emprenden el regreso de madrugada para
evitar que sus flores se marchiten con el calor del sol. Ofrendan su árbol a la
Cruz y posteriormente –en el transcurso de la fiesta- lo toman para
entregárselo a la mujer de su elección, si ella lo recibe, está comprometida
con ese hombre frente a toda la comunidad, si lo rechaza, él está rechazado
frente a todos, por lo que todos saben que ese hombre no tiene nada que hacer
rondándola e importunándola nuevamente. (Ver foto 6).
Foto 6. Un tigre
se dirige a entregar su árbol florido a la mujer que desea desposar. Fotografía
del autor.
Una parte importante de esta fiesta, es las ofrendas
a “los aires”, los cuales son considerados como personajes traviesos y
pequeños, como niños, que son caprichosos y volubles, pero indispensables para
un buen temporal, pues el aire es quien trae tanto el agua buena como mala
(tormentas, granizo, inundaciones). El culto a los aires se realiza mediante
“la danza de los aires”, la cual, es de una sencillez y plasticidad
impresionantes, se trata de un grupo de hombres vestidos de rojo, con máscaras
y paliacates en la cabeza, todo de color rojo y avanzan siempre en fila. El
acompañamiento musical es una flauta y un tambor que portan los dos primeros
hombres que encabezan la formación. Todo el tiempo, emiten un gemido monótono,
lastímero, se quejan continuamente, es porque están llamando el agua –según lo
refieren ellos mismos-. Consideran esta danza de especial importancia pues el
aire, como ya lo mencionamos, es quien
trae la lluvia, buena y mala, por lo que es indispensable atenderlo ritualmente
para propiciar una y evitar la otra. Es la única danza que se realiza todos los
días de la fiesta. (Ver foto 7).
Foto 7. Los
“aires” ofrendando a la Cruz tras su llegada a la cumbre del cerro. Fotografía
del autor.
La forma como se efectúa dicha danza es avanzar en
fila, y personificar al aire, corriendo formados en línea, pero después en
círculos haciendo remolinos, de pronto se dispersan, para después volverse a
agrupar en filas y salir corriendo en otra dirección. Realmente ver esta danza
es como ver hojas movidas por el viento. (Ver foto 8).
Foto 8. La danza de los
aires avanzando en fila. Fotografía del autor.
Al atardecer, empieza el descenso del cerro, después
de haberse despedido de las cruces y de retirar sus respectivos cendales, las
familias inician el regreso al pueblo, donde se dirigen al templo parroquial y
literalmente toman la iglesia, realizando un convite en su interior con pozole
preparado por los mayordomos y una banda que se coloca en la azotea de la
iglesia. (Ver foto 9).
Foto 9. Banda en la
azotea de la Parroquia durante la cena ofrecida en el templo por los
mayordomos. Fotografía del autor.
Es notorio que los cinco días de celebraciones a la
Santa Cruz, no hay presencia de clero en el pueblo, pues el párroco y su
vicario se van de vacaciones esos días. Sobra decir que el resto del año las
relaciones entre presbíteros y feligresía son por demás tensas y muy
conflictivas.
Los días siguientes a la subida al cerro continúan las celebraciones con diferentes danzas y
actividades propias de los campesinos en cavernas, abrigos rocosos, ojos de
agua, campos de cultivo. De entre todas estas actividades sólo haré referencia
–por su importancia- al cambio de mayordomía, la cual se realiza el día 4 de
mayo en la casa del mayordomo mayor entrante. Allí, el grupo de mayordomos
salientes, le entrega al grupo de mayordomos entrantes un collar de panes y
cempoalxóchitl como signo del cargo que reciben en una sucesión inmemorial. El
mayor saliente le entrega al mayor entrante un cirio encendido, con lo cual el cargo queda
transmitido. (Ver foto 10)
Foto 10. Ceremonia de
cambio de Mayordomía de la Santa Cruz. Fotografía del autor.
Como puede notarse con lo hasta ahora expuesto, en
esta actividad ritual, se imbrican de manera indisociable elementos
provenientes del cristianismo (la fiesta de la Santa Cruz), con otros de
identidad nacional mexicana (las banderas ofrendadas a la Cruz), con otros de
carácter indígena de cuño mesoamericano (la sangre, peticiones de lluvia y
contrato con el aire), así mismo se anuda lo económico (el inicio de la siembra
del maíz, base del sustento anual), con lo social (las redes de solidaridad
necesarias para llevar a la praxis el ritual). Junto con estas dimensiones de
la vida social, se articulan los elementos propios de la vida ordinaria humana,
como: la convivencia, el trabajo, el
matrimonio, la muerte.
Es precisamente en esta interconexión entre los
diferentes aspectos de la vida social donde tenemos que reconocer la
complejidad de la realidad socio-cultural que es única e indivisible. Tal vez
podamos desde el ámbito teórico pretender la escisión de diferentes aspectos
para un análisis más cómodo, pero en la vida real, cada aspecto interactuante
que conforma una cultura es imposible de desarticularse con los demás que
juntos forman el entramado social de un pueblo.
Así pues, en la conformación de la
religiosidad de un grupo social, no pueden obviarse los antecedentes históricos
que determinan la posición social de un grupo, que a su vez, se encuentra
inmerso en una realidad social más amplia en la cual se juega la distinción
entre lo propio y lo ajeno, generando identidad, mecanismos de sobrevivencia y
formas concretas de existencia social. La vivencia religiosa anuda muchos hilos
de este complejo entramado socio-cultural, por lo que no puede considerarse como
un tema aislado y desconectado del proceso identitario y de generación de
cultura de un pueblo.
Bases
teóricas para la interpretación de este fenómeno religioso sincrético
En primer lugar tendríamos que ubicar el problemático
concepto de religiosidad popular,
circunscrito a un contexto de ascendencia indígena y apuntamos –en primer
lugar- que no lo consideramos como un término peyorativo o de depreciación,
entre lo oficial y lo no-oficial, sino que lo consideramos un término útil para
dar cuenta de una realidad social que se vive en un grupo subalterno (grupo
indígena) que se encuentra inmerso en un contexto social más amplio
(Estado-Nación), y que incorpora ciertos elementos que la oficialidad, tanto
eclesial como estatal, le imponen, pero los reformula de tal manera que el
resultado es un ritual acorde a su propia tradición cultural coherente con el
proceso social históricamente vivido, pero que encuentra puntos de amarre con
las instancias oficiales hegemónicas, de las cuales, por más que quisiera no puede
librarse. Entendemos entonces dicha religiosidad
popular en pueblos campesinos de origen indígena como una estrategia social
que “traduce” los parámetros de la oficialidad al nivel popular, la intimidad
del pueblo, el ritual, la milpa y el cerro. En este sentido la religiosidad
popular tiene un papel de intermediación entre ambos sectores sociales que se
mueven continuamente en la fricción y el conflicto.
El concepto de religiosidad
popular entonces, incluye a los sectores populares y étnicos que son sujetos
de dominación. En su seno se desarrollan procesos de resistencia y se efectúan
prácticas religiosas relativamente autónomas, que imbrican las esferas social,
política y económica en una misma realidad indivisible, pues la tendencia
moderna de fracturar la realidad en partes aisladas, es totalmente ajena a los
habitantes de estos pueblos que no establecen distinciones entre un ámbito y
otro, pues la operatividad de su vida cotidiana no establece dichas fronteras.
En el entramado que subyace en la
religiosidad popular en contextos culturales indígenas, se llevan a cabo
procesos de resignificación, que
desembocan en un sincretismo, donde se lleva a cabo un proceso de
incorporación selectiva de elementos religiosos impuestos por un poder externo,
imposición que motiva al receptor a elaborar estrategias de selección y
apropiación de esos elementos a su propio contexto cultural y tradición. De
esta manera, aunque algunos símbolos se compartan, no se comparten los
significados, tal puede ser el caso de la cruz y las imágenes de cristos,
vírgenes y santos –en el contexto campesino descrito en este trabajo- los
cuales, una vez observados dentro de las
celebraciones, y considerando el uso que se hace de ellos, de acuerdo a los
poderes que se les otorgan, de católicos no les queda sino el nombre.
Así pues, la especificidad de las prácticas
religiosas populares indígenas en nuestro caso, podemos explicarla como el
resultado de un fenómeno sincrético que
posibilita una vivencia religiosa donde coexisten interpretaciones surgidas en
distintos ambientes o contextos culturales. El concepto que nos ayuda a dar
cuenta de dicho proceso social, histórico-dialéctico, es el de sincretismo,
entendido no como una miscelánea incoherente e inoperativa de
"pedazos" provenientes de ambas raíces culturales, sino como un
proceso histórico-social conflictivo donde se reconoce la participación activa
y protagónica del dominado, a través de la reelaboración simbólica y
reformulación de los elementos impuestos por la fuerza, desde la perspectiva
cultural del sojuzgado que nunca pierde de vista su posición relacional con el
dominante en el nuevo orden establecido. Para profundizar en este concepto, me
adhiero aquí a la propuesta de Johanna Broda para definir el sincretismo,
cuando apunta:
"Propongo
definir el sincretismo como la reelaboración simbólica de creencias,
prácticas y formas culturales, lo cual acontece por lo general en un
contexto de dominio y de la imposición por la fuerza -sobre todo en un contexto
multiétnico-. No se trata de un intercambio libre, sin embargo, por otra
parte, hay que señalar que la población receptora, es decir el pueblo y las
comunidades indígenas han tenido una respuesta creativa y han desarrollado
formas y prácticas nuevas que integran muchos elementos de su antigua herencia
cultural a la nueva cultura que surge después de la Conquista" (Broda,
2007, p. 73).
Entonces dicha especificidad de la práctica
religiosa popular en contextos indígenas es producto de un proceso histórico.
La coherencia de esta síntesis está dada por la cosmovisión que articula la
concepción que se tiene del mundo, y los entes que lo habitan, donde se
encuentran animales, plantas, hombres y los entes divinos que se vinculan
directa o indirectamente con el control de las fuerzas naturales.
El espacio del mundo, se convierte
en una vecindad de los hombres, la naturaleza, y los divinos, en la cual, todos
interactúan, cada quien aportando lo que debe desde sus posibilidades
ontológicas, donde destaca la participación humana en el ritual que –desde
estos contextos- integra el orden social, político y económico del pueblo con
la naturaleza y la divinidad, una relación de la que todos salen beneficiados,
pues comparten este mismo mundo.
Siguiendo este orden de ideas, es
comprensible que la religiosidad popular en contextos indígenas se caracterice frente a su contraparte
oficial como una expresión religiosa de la inmanencia, una religión de la vida
diaria y de los problemas concretos, como la salud, el temporal, la cosecha, la
prosperidad material, etc. Por esto, en este tipo de estructura religiosa, las
respuestas acerca de la vida y la resolución de problemas concretos, alcanzan
su máximo grado de resonancia.
La idea que queremos rescatar es
pensar a la religiosidad popular indígena como una práctica social donde
convergen tradiciones diferentes y que se expresan en manifestaciones rituales
con identidad propia, lo cual, es muy valioso y sugerente para México,
entendido como un contexto pluriétnico, donde esa pluralidad ha sido muchas veces
negada en aras de una sola identidad nacional dictada desde el grupo
hegemónico.
En medio de los vertiginosos cambios sociales que
vivimos en nuestra época contemporánea, generados en buena medida por un
proyecto nacional hegemónico inserto en un contexto mundial globalizado,
resulta muy interesante que estas poblaciones campesinas de origen indígena
mantengan una actividad ritual que les posibilita ciertas formas de relaciones
sociales que favorecen redes de solidaridad y fortalecen sentimientos identitarios
anclados en una cosmovisión común, no sólo a nivel pueblo, sino en un grupo de
pueblos vecinos que forman un conjunto diferenciable de los que no comparten
esta visión.
La fiesta se convierte así, en el
engrane central donde se engarzan, de manera simultánea, cosmovisión, ritual,
santos, necesidades materiales concretas, relaciones sociales, prácticas
políticas, soluciones económicas, distanciamientos de las instancias
hegemónicas –tanto en lo religioso, como en lo civil-, luchas por el poder
–frente a la hegemonía, y también al interior de las facciones del propio
pueblo-. El resultado de todo el conjunto es un sistema coherente, en cuanto
que opera bajo una lógica singular propia, la cual se refuerza a través de la
articulación de este engranaje en la celebración de las fiestas en un entorno
regional.
No podemos dejar de mencionar el impulso que esta
dinámica proporciona a la identidad, pues se desarrollan actividades comunes
donde el beneficio se comparte. La participación colectiva intensa en estas actividades
crea un referente común en el santo, el trabajo, la fiesta, la diversión, los gastos y los beneficios que
no recaen en un particular, sino en el grupo.
Impulsada por su propia lógica interna, esta
dinámica engrana lo económico, político, social y religioso, ayudando al
amalgamamiento de una forma de existencia social concreta, que responde a las
necesidades y antecedentes concretos del lugar donde se origina. La memoria que
el pueblo guarda de su pasado, le ayuda a definir su identidad, en una
continuidad, que no sólo es referencia al pasado, sino una proyección hacia lo
venidero, donde la acción presente es la que asegura dicha continuidad.
Este problema tiene que ver directamente –como ya
señalábamos líneas arriba- con la cuestión identitaria. La identidad se ha
definido como el conjunto de repertorios culturales interiorizados
(representaciones, valores, símbolos) a través de los cuales los actores
sociales demarcan sus fronteras y se distinguen de los demás, dentro de un
espacio históricamente específico y socialmente estructurado (Cfr. Gilberto Giménez, 2000). Es una construcción social que se realiza en el
interior de marcos sociales que determinan la posición de los actores y
orientan sus representaciones y acciones. La identidad se construye y se
reconstruye constantemente en los intercambios sociales (Cfr. Miguel Bartolomé,
1997; Gilberto Giménez, 2000). Desde esta perspectiva la etnicidad aparece como
un recurso identitario crucial que se refiere a la construcción de los
individuos y sus colectividades.
Al señalarse que la identidad es resultado de procesos
sociales dinámicos, queda claro que no es algo acabado y estático sino siempre
sujeta al cambio, así que conviene entender la identidad como proceso de
identificación, como bien lo expresan José Carlos Aguado y María Ana Portal:
[...] la identidad no puede ser analizada como una
esencia estática, inmodificable, como una fotografía. Por el contrario, sólo
puede comprenderse en la medida en que es vista como un conjunto de relaciones
cambiantes en donde lo individual y lo social son inseparables, en los que la
identidad tiene un sustrato material. (Aguado y Portal, 1992, p. 46).
También el mismo Giménez hace
hincapié en esta forma de entender la identidad como proceso de identificación,
al señalar que “la identidad no debe concebirse como una esencia o un paradigma
inmutable, sino como un proceso de identificación; es decir, como un proceso
activo y complejo, históricamente situado y resultante de conflictos y luchas”,
(Giménez, 1993, p. 72).
Por su parte, Félix Báez considera
que “la naturaleza dialéctica de la identidad se fundamenta en el hecho de que,
simultáneamente, identifica y distingue grupos humanos; congrega y separa
pertenencias; unifica y opone colectividades; le son inherentes los fenómenos
ideológicos, la conciliación y el conflicto”, (Báez-Jorge, 1998, p. 85).
Desde esta perspectiva teórica tenemos que situarnos en una
concepción dinámica de la
cultura. Así pues, consideramos que la cultura no es algo
estático que se conservaría inmutable a través del tiempo, sino un proceso
sumamente dinámico y complejo de mecanismos de apropiación, adaptación,
interpretación y reinterpretación constante, (Cfr. Good, 2001, pp.
239-242). Desde este punto de partida tendríamos que rechazar de entrada
aquella concepción de cultura que se ve como un proceso lineal donde lo que da
identidad cultural es el aferramiento inconsciente y obstinado a las formas
primitivas del grupo, y donde todo lo nuevo es una amenaza que haría en un
momento dado, desaparecer a esa cultura.
Lejos de esta visión ingenua y simplista de lo que
es la cultura, tenemos que, a lo largo de los embates externos que recibe un
grupo cultural, los cambios al interior de la misma se dan siguiendo una lógica
cultural interna, y no de una manera mecánica donde el exterior irrumpe y el
interior obedece sin más a esa presión externa. La cultura no es un arcaísmo,
sino un proceso dinámico –como ya dije antes- donde el grupo, a través de su
cosmovisión, ritos, relaciones sociales específicas, relaciones económicas,
etc., genera mecanismos de reproducción de su propia cultura. Al respecto, Good
señala que:
La presencia en México de numerosa población indígena
es el resultado de complejos procesos en los cuales las diferentes etnias lograron
transmitir su cultura y reproducir sus propias formas de organización social a
través del tiempo y nos obliga a entender su situación actual como producto de
las experiencias históricas que han vivido como grupos culturales. (Good, 2001, p. 241).
Entonces tenemos que la cultura se reproduce, no es algo que
ya esté allí y perdura hasta que las fricciones externas la desgastan y la van
diluyendo hasta hacerla desaparecer. Tampoco es un “camaleón” que se mimetiza
en base a los cambios externos. Más bien es reproducible y en esa reproducción
cabe el cambio gradual, no como imposición externa, sino como un proceso de
apropiación cuyo movimiento parte del interior mismo de la cultura.
Las relaciones sociales juegan el papel principal en ese
proceso de generación de cultura, pues es en la forma como el hombre se
organiza en sociedad de donde se desprenden las demás características propias
de la cultura.
Conclusión
Los rituales campesinos celebrados en medio de las
fiestas de los santos en comunidades de origen indígena en México, funcionan
como un elemento que cohesiona a la comunidad, fortaleciendo redes de
solidaridad y consolidando lazos de identidad, coadyuvando a la reproducción
cultural de estos grupos. La celebración ritual en este tipo de sociedades, articula
las dinámicas sociales, políticas y económicas, dando por resultado una
vivencia religiosa que apuesta por esta realidad inmanente, y cuya diferencia y
originalidad exige interpretarla desde sus propios parámetros culturales. En
esta celebración religiosa se integra la Cruz, la bandera mexicana –pues el
complejo festivo llega hasta el 5 de febrero, fiesta nacional-, la petición de
lluvias en el inicio del ciclo agrícola del maíz y la formalización de petición
de matrimonio entre los jóvenes de la comunidad, todo en derredor de la Santa
Cruz, quien es integrada como personaje vivo del pueblo presente en su cuerpo
de madera.
Este ejemplo presentado, invita a considerar que las
comunidades rurales de ascendencia indígena en México a partir de la conquista
y colonización, tuvieron que integrar muchos elementos novedosos provenientes
de otros contextos culturales. En ese proceso, dichas comunidades, lejos de
acatar sumisamente los nuevos parámetros impuestos por el grupo hegemónico,
activa y creativamente han reformulado y resignificado esos nuevos símbolos, de
tal manera que el sincretismo resultante reúne en una nueva vivencia cultural y
religiosa las procedencias, tanto de uno como de otro lado. Desde esta lógica,
el espacio
del mundo, se convierte en una vecindad de los humanos, la naturaleza, y los
divinos, en la cual, todos interactúan, cada quien aportando lo que debe desde
sus posibilidades ontológicas, donde destaca la participación humana en el
ritual que –desde estos contextos- integra el orden social, político y
económico del pueblo con la naturaleza y la divinidad, una relación de la que
todos salen beneficiados, pues comparten este mismo mundo.
La utilidad de estudiar estos
procesos implícitos en los fenómenos religiosos en las comunidades de origen
indígena, es considerar en el ámbito teórico-interpretativo la existencia de
ambos sectores sociales en un contexto nacional que pretende ignorar el empuje
de los grupos subalternos. En todo caso se trata de un esfuerzo por interpretar
los fenómenos religiosos en contextos indígenas partiendo desde la originalidad
cultural e histórica propia de esas sociedades, sin entrometer modelos ajenos a
los cuales pretender ajustarlos desde realidades totalmente lejanas a sus
parámetros autóctonos.
Lo presentado en este artículo es un intento por
comprender la originalidad propia de la religiosidad indígena que trata de dar
cuenta de su entorno, la posición que el ser humano ocupa en él y los seres
divinos que cohabitan e interactúan con el hombre, permitiendo reconocer la
coherencia indígena en su propio sistema, donde se articulan cosmovisión,
relaciones sociales, rituales, identidad, lo cual les ha permitido –como grupos
específicos- afrontar los embates
históricos tan severos que han sufrido frente a un poder hegemónico, que
culturalmente es tan diferente, y que tiende a la pretensión de homologar a
todos los grupos sociales bajo los mismos parámetros con los cuales se rige.
Referencias Bibliográficas
AGUADO,
José Carlos y PORTAL, María Ana, Identidad,
ideología y ritual, UAM, México. 1992.
BÁEZ-JORGE, Félix, Entre los naguales y los
santos, Universidad Veracruzana, Xalapa, 1998.
BARTOLOMÉ,
Miguel Alberto, Gente de costumbre y
gente de razón, s. XXI-INI, México, 1997.
BRODA,
Johanna, “Ritualidad y cosmovisión: procesos de transformación de las
comunidades mesoamericanas hasta nuestros días”, Diario de Campo, Coordinación Nacional de Antropología, INAH,
México, # 93, 2007.
GIMENEZ,
Gilberto, “Cambios de identidad y
cambios de profesión religiosa”, en: Gillermo Bonfil Batalla (coordinador), Nuevas
identidades culturales en México, CNCA, México. 1993.
GIMENEZ,
Gilberto, “Territorio, cultura e
identidades. La región socio-cultural”, en: Globalización y regiones en
México, pp. 19-50, UNAM/Porrúa, México, 2000.
GOOD,
Catharine, “El ritual y la reproducción de la cultura: ceremonias agrícolas,
los muertos y la expresión estética entre los nahuas de guerrero”, en: Johanna
Broda y Félix Báez-Jorge (coords.), Cosmovisión, ritual e identidad de los
pueblos indígenas de México, pp. 239-297, CONACULTA-FCE, México. 2001.